Un ambiente pre golpista
No hay prueba alguna de que los hechos que atropelladamente se han producido en la última semana se inscriban en el marco de una conspiración destinada a derribar al Gobierno y quien sabe a qué más. Pero es bastante evidente que la concatenación de los mismos no es fruto de la estricta casualidad, sino de que en ciertos ámbitos de la derecha y de algunas instituciones existe una predisposición a responder sin miramientos de ningún tipo a cualquier situación favorable a sus intenciones desestabilizadoras. Eso es lo que caracteriza a un ambiente pre golpista. Y a eso hemos llegado.
La rapidez con que se fabrican las patrañas con las que se pretende justificar cualquier ataque al Gobierno sugieren que existe un operativo muy bien articulado para vender a la opinión pública los movimientos destinados a desequilibrar la situación. Algunos medios deben de estar desempeñando un papel protagonista en este apartado, que es decisivo para la operación en marcha.
Y sus resultados son evidentes a poco que se hable con ciudadanos corrientes. Porque la gran mayoría de ellos está confundida, vive ajena al juego de maniobras en la oscuridad que se está produciendo o, en el caso de la derecha fanática, que no es pequeña, apoya acríticamente la postura de sus líderes, sean del PP o de Vox. La cosa viene de lejos y la actitud de los políticos democráticos también tiene su parte de responsabilidad en ello. Sea por lo que sea y a menos que cambien mucho las cosas, en estos momentos es impensable que pueda producirse una respuesta popular masiva en defensa de la democracia.
El espectáculo cada vez más angustioso de los debates parlamentarios para la prórroga del estado de alarma sugería ya desde hacía algunas semanas que de un momento a otro había de producirse un acontecimiento que rompiera ese estancamiento imposible de superar. Algo que supusiera un salto cualitativo y agravara drásticamente la situación.
El Gobierno ya era incapaz de provocar un movimiento de ese tipo. Atrapado por su dedicación absorbente a hacer frente a la crisis sanitaria, debilitado por sus desavenencias con algunos de sus socios de investidura y, en algún momento, superado por los acontecimientos, como ocurrió con su pacto con EH-Bildu, Pedro Sánchez y los suyos carecían, y hasta el momento siguen careciendo, de un rumbo alternativo. Aunque la opinión pública dé, cada vez más, muestras de estar harta de las medidas de confinamiento y empiece a hacer cada vez más responsable al Gobierno de su desazón. Y aunque los mensajes de que es necesario mantener alta la guardia contra la epidemia tengan cada vez menos eco. Y, por supuesto, sean ignorados por una oposición que cada vez entona con más fuerza la demanda falsaria y demagógica de “libertad”.
El elemento disruptivo ha sido el cese del coronel de la Guardia Civil, Diego Pérez de los Cobos. Un personaje destacado, no solo en el ejercicio de las altas funciones a las que ha sido llamado en el pasado, no precisamente con gran éxito en el caso del referendo del 1 de octubre en Cataluña, sino también por su protagonismo en el juicio del procés, en el que su larga intervención hizo girar el ambiente a favor de los acusadores, muy desacreditados hasta ese momento. En la sala del Supremo, Pérez de los Cobos apareció como una persona con un articulado pensamiento político orientado hacia las posiciones tradicionales de la derecha.
A la espera de que se confirmen los detalles del asunto, si es que alguien los puede confirmar, todo indica que el coronel había santificado una investigación realizada por dos de sus subordinados sobre los precedentes de la autorización de la manifestación del 8M en Madrid y ordenada por la jueza Carmen Rodríguez Medel. Podía haber parado ese trabajo a la vista de las muchas irregularidades y subjetividades que contenía ese informe en el que el Gobierno terminaba apareciendo como responsable culposo de haber permitido la propagación del coronavirus.
Pero no lo hizo. Y se convirtió en protagonista de una operación política. Y se negó a echarse para atrás, aunque varios responsables políticos del Ministerio del Interior le pidieron que lo hiciera. Cabe sospechar que alguien le animó a que no tirara la toalla, porque ese informe podía ser útil a determinados propósitos antigubernamentales.
Su cese era la única salida por la que podía optar el ministro del Interior. Y eso es lo que hizo. Pero Fernando Grande-Marlaska no se ha atrevido a reconocerlo abiertamente. Puede que porque pensara que corría el riesgo de que un fiscal le acusara de injerencia en la labor de la jueza Rodríguez Medel. O porque no quería dar más pábulo a la maniobra de Pérez de los Cobos. Lo cierto es que dijo que el coronel había sido cesado dentro del marco de una reordenación de la cúpula del cuerpo, aunque en un primer momento el ministerio había argumentado “pérdida de confianza”.
Y eso destapó la caja de los truenos. La derecha se lanzó a por el ministro, sin reparar en barbaridades y falsedades, al unísono PP y Vox, clamando contra quien había ofendido “el honor la Guardia Civil” y pidiendo la dimisión de Marlaska. Todo el arsenal más tradicional de la reacción española fue expuesto en el hemiciclo. Y a la cabeza, la sacralización de la Guardia Civil, que en ese ambiente siempre se ha considerado tan intocable como la Iglesia Católica, aunque en ambos casos sin argumentos mínimamente sólidos desde una óptica democrática.
La dimisión del número dos de la Guardia Civil, Laurentino Ceña, en solidaridad con el cesado Pérez de los Cobos, dejó de ser argumento de ataque poco después de ser anunciado. Porque el hecho de que el general estuviera a punto de jubilarse le restaba eficacia. La derecha tenía bastante con llamar mentiroso a Grande Marlaska.
Este aguantó el formidable ataque. Insistiendo en que él no se había injerido en la acción judicial. Argumento que parece bastante sólido, porque injerencia habría sido parar el informe y éste llegó a manos de la jueza. Pero al día siguiente, el ministro dio un paso más hacia delante: el de cesar al número tres de la Guardia Civil.
Por lo tanto, Marlaska sigue firme. Pero se mueve en un terreno muy pantanoso. La Guardia Civil es un entramado en el que la democracia sólo ha penetrado muy superficialmente y en el que la autonomía de sus mandos, si no formalmente decisional sí de hecho, sigue siendo grande en un cuerpo en el que mayoritariamente jefes y tropa simpatizan con las ideas de una derecha que cada día es más extrema. Hasta el punto de que no se pueden descartar nuevos episodios de tensión. Pablo Casado parece empeñado en que eso ocurra, pues en las últimas horas se ha reunido con prácticamente todas las asociaciones vinculadas al cuerpo y seguramente no para apoyar al Gobierno.
El momento es por tanto muy inquietante. Porque el ataque de la derecha, que cuenta con fervientes simpatizantes en todo el entramado institucional del Estado, puede aparecer por cualquier otro frente. El Gobierno no tiene más remedio que resistir. Un renovado apoyo parlamentario por parte de sus socios más díscolos en los últimos tiempos debería ayudarle. Si no a salir plenamente victorioso, que eso es difícil mientras no pase algo en el interior del PP, sí a capear este temporal. Lo que está claro es que el éxito económico apenas logrado en Europa no va a cambiar mucho el signo del momento. Aunque a medio plazo puede influir más de lo que se cree.
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