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Eso que no entiende nadie

El gran acelerador de partículas del Laboratorio Europeo de Física Nuclear (CERN). / Efe

Enrique Joven

“Vaya una estupidez, dar un premio a eso que no entiende nadie”. Esta frase, recogida al vuelo en una cafetería cualquiera por un buen amigo, refleja con crudeza y realismo dónde se encuentra España en lo que a política científica se refiere.

Como ya habrán intuido, no es más que un comentario anónimo de un español anónimo al enterarse por la televisión de la concesión del premio Príncipe de Asturias –rama de Ciencias– a la prestigiosa institución científica CERN (Laboratorio Europeo de Física Nuclear) y al padre del bosón de Higgs, Peter Higgs. Esta sentencia condensa en sí misma casi todos los males, algunos endémicos pero otros coyunturales, de la Ciencia en nuestro país. El más terrible, la ignorancia científica generalizada, situación que puede perpetuarse si nuestro sistema educativo no cambia radicalmente de cabo a rabo y deja de primar los intereses de los políticos sobre los de la sociedad.

Pareja responsabilidad en este estado de analfabetismo global la tienen los medios de comunicación –que, por lo general, informan poco y mal de las cuestiones científicas– y, por supuesto, los mismos científicos. Y es que no consideramos como una parte esencial de nuestras obligaciones la divulgación, enfrascados como estamos en publicar compulsivamente, generar méritos de excelencia o rellenar un sinfín de peticiones de financiación aquí y allá sin otro ánimo que conservar la silla –o la muchas veces endogámica cátedra–, que ahora tan peligrosamente se tambalea. Si pensamos que nuestros líderes políticos no son sino una extracción –de mayor o menor calidad– de nuestra sociedad, no podemos esperar nada especialmente bueno en lo que a interés por la Ciencia se refiere.

Las comparaciones son odiosas, pero la tantas veces repudiada Angela Merkel se licenció en Físicas. El mismo papa Francisco tiene estudios en Químicas. Ni una ni otro se plantearían cerrar sus observatorios astronómicos, por ejemplo, y aunque no se lo crean el Vaticano tiene uno, y bastante bueno. Aquí, sí. Aquí han sentenciado ya al segundo observatorio nacional –el andaluz Calar Alto–, y el primero –el Instituto Astrofísico de Canarias– apenas puede pagar los recibos de la luz. Doy fe, aunque no la tenga. Y estamos hablando de una de las pocas disciplinas científicas en las que obtenemos diploma olímpico en cuanto a resultados se refiere. Del resto, mejor no hablar.

Sigamos con el análisis de nuestra inicial frase lapidaria, la misma que Hacienda ya está grabando –que no gravando, aunque igualmente podría– en nuestra losa funeraria. ¿Por qué premiar (esto es, pagar con dinero público y sufragar costosos banquetes y recepciones, amén de otras onerosas cuestiones protocolarias) a una entidad ya suficientemente reconocida internacionalmente? Me temo que forma parte de ese pomposo concepto abstracto que los políticos denominan “estabilidad institucional”, ese empeño enfermizo en no tocar nada aunque ya nada funcione.

Estos premios –y otros más, no crean– fueron ideados con la premisa inicial de proyectar una imagen nacional idílica en el exterior, y no tanto por reconocer a los premiados, como sería lo lógico. Dejando de lado el hecho casi incontestable de la caída en picado de la institución monárquica –víctima de sus propios errores más que de su intrínseco anacronismo–, ¿por qué premiar al CERN? ¿Acaso nos sobra el dinero? No lo parece, puesto que su propio director general afirmaba que España, a finales de 2012, debía como socio que es más de 110 millones de euros, quedando al menos 55 de ellos pendientes de pago.

Tenemos deudas similares con otras organizaciones científicas internacionales, como la Agencia Espacial Europea (ESA) y el Observatorio Europeo Austral (ESO). El ridículo es aún mayor si pensamos que, por ejemplo, hasta hace dos años seguíamos en el empeño de traer a España –a los inmejorables cielos de Canarias, concretamente– el futuro mayor telescopio del mundo. Ahora somos incapaces de aportar la cantidad mínima exigida (unos 4 millones de euros adicionales) para entrar en el consorcio.

El desatino es de tal magnitud que, incluso, la propia sociedad civil –la misma a la que más arriba tildaba yo con arrogancia de “ignorante” – ha planteado propuestas pidiendo este ingreso apoyadas con más de veinte mil firmas. La respuesta a este caso concreto por parte de los políticos de la Secretaría de Estado de Investigación ha sido tan decepcionante como sonrojante, excusándose en los recortes presupuestarios y pasando la pelota –o tirando la piedra, como prefieran– al frágil tejado de cristal de la empresa privada.

Este sector, el de la ingeniería aeroespacial española, es tan puntero en calidad como inestable en el plano económico, y asiste con un pánico atroz al desarrollo de los acontecimientos. Una expulsión –algo que entra dentro de lo posible– de estos selectos clubes de tecnología, innovación y desarrollo por causa de nuestra morosidad, supondría en la práctica el colapso del sector, sector que viene generando –a pesar de las magras ayudas estatales– un retorno positivo en lo económico desde hace varios años. Una tragedia en toda regla, que obligaría a nuestros jóvenes más formados y que trabajan en el ámbito privado a cerrar las maletas casi al mismo tiempo que lo hacen aquéllos que desarrollan tareas similares en el ámbito público. Resumiendo, “vente a Alemania, PP”.

No se trata aquí de discutir sobre la necesidad de reducir el gasto público global, que a algunos nos parece inevitable. Ni siquiera de hacer escarnio público de la gestión nefasta –y en muchos casos trufada de corrupción pura y dura– de muchos de nuestros políticos. Ya vendrán las urnas y volverán con sus mentiras, allá cada cual con su elección. De lo que se trata es de aplicar racionalidad a los recortes actuales, de avisar de los peligros de su naturaleza indiscriminada.

Hay pocos centros de investigación y desarrollo en España, y muchos de ellos están al borde del colapso, con reducciones presupuestarias de hasta el 50%. A pesar de que son legión ya los expertos nacionales e internacionales que están alertando sobre ello, y muchas las voces autorizadas que critican la gravedad de estas decisiones –en innumerables medios de comunicación, no sólo en el ámbito científico–, no parece haber reacción. Sigue primando, sobre todo, la necia idea de que cualquier inversión pública tiene que obtener rentabilidad a corto plazo, y éste no debe superar nunca un período electoral.

No hay voluntad alguna de alcanzar acuerdos que estén por encima de los partidos, que comprometan inversiones de interés público y privado a largo plazo. Hablan de innovar, de competir. Se les llena la boca hablando de vectores de capacidad tractora, de excelencia estratégica o de movilidad exterior de la empleabilidad. Su neolengua no tiene principio ni principios, y tampoco fin ni finalidad. No quieren entender que si la clave del futuro es la tecnología –que ya nos arrastra desde cualquier país medianamente cuerdo y avanzado–, su cimentación es la investigación básica.

Todo es papel mojado: la reciente ley de la Ciencia, la inexistente y utópica cual unicornio blanco Agencia Estatal de Investigación, por no hablar del bloqueo del Plan Nacional de I+D para 2013, del que no se tiene noticia y que, de no ser convocado casi inmediatamente, significará el fin de muchos proyectos de investigación, de muchos contratos de jóvenes investigadores, de sueños y esperanzas. No lo veremos hoy, pero lo veremos mañana. En la calle, con una mano delante y otra detrás. Eso sí, en el mismo periódico que nos sirva de manta podremos leer, a toda página, cómo le habrá sido concedida a la NASA el premio Príncipe de Asturias por llevar el hombre a la luna. Donde están ellos.

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