Decadencia y caída del juez
“Tan elevada es la misión del juez y tan necesaria la confianza en él, que las debilidades humanas que se perdonan en cualquier otro parecen inconcebibles en un magistrado (…) Cada uno de ellos tiene que ser un ejemplo de virtud, si no quieren que los creyentes pierdan la fe”
Piero Calamandrei
He tenido la fortuna de conocer jueces. Jueces de verdad, de esos que Calamandrei dibujaba. De los que sentían el peso de la toga sobre sus espaldas, de los que sabían que para juzgar debían de estar “libres de afectos humanos” y, por tanto, conformarse con una peculiar forma de soledad. Jueces y juezas que habían abrazado las consecuencias de la gravedad de su ejercicio incluso en su vida privada, incluso jugándosela. Yo he tenido la fortuna de admirar a muchos jueces y de aprender de ellos cómo algunas profesiones no son meramente una forma más o menos segura y afortunada de obtener unos ingresos sino que conllevan toda una entrega ética y personal que a veces amenaza con desplomarte. Tan dura y pesada es la dignidad y la relevancia de lo que haces.
He conocido jueces y he vivido de cerca los tiempos en los que la sociedad sentía un respeto reverencial hacia ellos. Esos años en los que el magistrado no ganaba, tampoco lo hace ahora, acorde al peso de su función y a los sacrificios que conlleva, pero que recibía a cambio otro tipo de retribución social que era esa asunción de cierta preeminencia moral de quien vestía la toga. No dudaba un banco de que un juez les devolvería lo prestado. No se le ocurría a un casero que un magistrado le fuera a hacer una pirula en sus bienes. Pequeños e inocuos óbolos de respeto basados en la confianza de la sociedad en quienes estaban llamados a decidir sobre sus vidas y sus haciendas. No hace tanto de esto. Eran los años ochenta y los noventa, con inicio de la pendiente a principios de este siglo. No es cierto pues que el descrédito y la vergüenza a la que ahora muchos de sus miembros arrastran a la judicatura y a la Justicia tenga nada que ver con el franquismo. Son otros vientos los que han soltado las togas y las lenguas y están convirtiendo al Poder Judicial y a sus miembros en un problema. Algo que ellos mismos, sobre todo la mayoría silenciosa que poco tiene que ver, no deberían consentir.
El presidente del Tribunal Superior de Justicia de Castilla-León, José Luis Concepción, un personaje cuya trayectoria se ha cocido en los hornos populares, se despachó afirmando en una tele que: “con el Partido Comunista en el Gobierno, la democracia está en solfa”. Un magistrado denostando a un miembro del primer poder -lo que tiene prohibido tanto como alabarlo- y diciendo sin despeinarse que la entrada de un partido legal y con representación en las Cortes en el Gobierno, un partido que fue actor clave de la Transición, pone en peligro la democracia. Vocales del CGPJ lo pusieron en conocimiento de Lesmes y Concha Sáez le llegó a pedir que actuara de oficio en un escrito que, al parecer, se estudiaba llevar a la Comisión Permanente de hoy. Todo parece indicar que la tónica va a ser la de dejar correr la cosa. Dejarlo correr, porque la atmósfera parece ser proclive a aceptar acríticamente todo movimiento y sus declaraciones mientras sean del bando correcto y, no nos engañemos, Concepción así lo hizo. Recuerden a Lesmes y a su CGPJ haciendo comunicados oficiales para reprocharle al vicepresidente Iglesias su forma de referirse a los jueces ¿van a reprocharle ahora a un juez la forma en que habla del vicepresidente?
Otro caso, Manuel Ruiz de Lara, el juez de lo mercantil de Madrid que ya no sabe cómo medrar y que intentó irse de “ayudante” a la Audiencia Nacional en lo de Villarejo. Antes daba conferencias con Arrimadas. En sus redes sociales colgó una foto suya comiendo con Macarena Olona en la que afirma: “Orgullo enorme. Una mujer de principios y honor, defensora a ultranza del Estado de Derecho. Comida en La Ancha”. Olona, que unos días antes alabó la figura de Rodríguez Galindo, condenado por los compañeros de Ruiz de Lara a 75 años de cárcel por su relación con el secuestro y asesinato de Lasa y Zabala. Terrorismo de Estado, honor y un miembro de la APM buscando desesperadamente apoyos. ¿Deben los jueces comer con políticos? ¿Deben hacerlo cuando ni siquiera tienen ningún cargo institucional de representación? El comportamiento impropio de un juez se traslada en el imaginario social a toda la judicatura. La apariencia de imparcialidad es imprescindible para generar confianza y contribuir a la estabilidad del sistema político y jurídico.
Alfonso Villagómez, que escribe un artículo afirmando que la Comunidad de Madrid hace un uso trilero de la Justicia, justo cuando ha resuelto que revoca la prohibición de fumar en las calles llevada por Ayuso. El magistrado Luis Ángel Garrido, que se mofa de los epidemiólogos en la radio el día anterior a que conozcamos su resolución en la que desprecia su dictamen y permite abrir los bares. Una tras otra. Magistrados en Twitter que se desmandan y dejan claras sus coincidencias ideológicas y que luego acusan los reproches afirmando que hay una estrategia para desprestigiarlos.
Es muy posible, pero de haber tal conspiración para cargarse su prestigio, la han puesto en marcha ellos mismos. Lo saben porque ya notan que ese don que antes les regalaban con respeto, ahora tienen que arrancarlo con soberbia, porque leen y reparan en el descontento y el pasmo con el que la sociedad contempla sus coqueteos con el poder, sus genuflexiones ante éste, que a ratos son tan evidentes como las de Enrique López y que es consciente de la pérdida de su sensibilidad moral. Eso no se consigue con un examen ni hay oposición que conteste a la pregunta que se hacía Jorge Malem en un buen artículo: ¿Pueden las malas personas ser buenos jueces?
De algunos de los vendavales que se ciernen sobre nuestra democracia tienen la culpa los jueces que no se comportan como tales y también los que callan. ¡Ay, los que callan! Ese pecado es bien horrible ya que, como bien decía Perfecto Andrés Ibáñez, “no puede desconocerse que el rol judicial impone, en la forma en que tradicionalmente se concibe, un plus de rigor y de autocontrol generalmente superior al que se da en el común de las personas”.
Es necesario revertir esta pendiente de decadencia entre los miembros del tercer poder. Vamos ya muy tarde. Otros van a aprovechar tales miserias como palanca para reventar el sistema. Es obligación del juez reforzar la confianza de los ciudadanos y con ella la de la democracia.
Si no son capaces ellos mismos -y a las pruebas de las reacciones de sus representantes y del CGPJ me remito- si no conocen la forma de comportarse “con prudencia y moderación”, como ordena su código deontológico, habrá entonces que marcarles las líneas exactas que sobrepasan esa compostura que les es debida.
No se puede tener todo el poder, todo el control sobre el resto de poderes y ningún control más que el de los pares y a la par pretender la plenitud de todos los derechos (libertad de expresión, huelga, etc) que otros colectivos a los que controlan disfrutan. Los militares tienen limitaciones porque tienen las armas. Los jueces tienen armas tanto más poderosas. O se comportan o esta democracia debe obligarles a hacerlo. Nos jugamos demasiado.
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