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El extraño caso de las décadas sin nombre

Un calendario

Elena Álvarez Mellado

2018 ya está aquí, nos quedan apenas un par de años para abandonar definitivamente la segunda década del siglo, y seguimos sin saber cómo se llama esta década. Y lo que es peor: tampoco sabemos cómo llamar a la década anterior. En comparación con la sencillez para denominar las décadas que van de la veintena en adelante (los años veinte, los treinta, los cuarenta…), ninguna denominación acaba de arraigar para referirse a las primeras dos décadas del siglo.

“Los años diez” y “los años dosmil” son quizá las alternativas más lógicas, aunque parece que no nos acaban de resultar naturales y el anodino e impreciso “principios de siglo” nos deja claramente insatisfechos. “Los mejores éxitos de los ochenta y los noventa hasta hoy”, repite en su eslogan una conocida emisora de radio de temas musicales nostálgicos, que evita mojarse dejando implícito bajo un difuso “hasta hoy” ese periodo de años que ya ronda la veintena. Parece que estos últimos dos decenios se resisten a ser bautizados para desesperación de no pocos hablantes, que no saben qué palabra usar:

La raíz de esta anomia colectiva para referirnos a ese par de décadas reside en la ausencia de una raíz morfológica común a todos los años que componen las décadas de los años 2000 y 2010. Y es que en castellano (y en las lenguas de nuestro entorno en general), la forma de nombrar los números del veinte en adelante resulta muy predecible y regular: no tenemos más que unir la raíz de la decena en cuestión con el numeral de la unidad correspondiente (veinticuatro, cincuenta y seis, noventa y nueve). Pero esta regularidad tan tranquilizadora solo se da en español en los número que van del dieciséis en adelante. Del cero al quince (precisamente los números más habituales), la irregularidad campa a sus anchas y no hay reglas infalibles que valgan: si bien se adivinan ciertas reminiscencias etimológicas en su estructura (tres, trece; cuatro, catorce), cada numeral es de su padre y de su madre y tiene su propio nombre personal e intransferible. Esta particularidad (que no suele dar problemas salvo a los siempre sufridos estudiantes de español como lengua extranjera) nos deja sin un nombre evidente con el que referirnos a esas décadas porque la receta general que aplicamos para referirnos al resto de décadas no nos sirve y deja en el limbo de las sin nombre a los intervalos comprendidos entre 2000-2009 y 2010-2019.

Aunque el resto de décadas lo tengan más fácil porque vienen con un nombre aceptable ya definido debajo del brazo, nada impide, en cualquier caso, que acabemos acuñando una palabra con la que referirnos a estos años si nos lo pide el cuerpo. Si no han surgido propuestas sólidas con las bautizar este par de décadas es porque no nos ha hecho tanta falta referirnos a ellas bajo un nombre específico, pero si el día de mañana los hablantes necesitamos una palabra unívoca con la que referirnos a cualquiera de estas décadas la lengua dispone de los mecanismos necesarios para poder crearlos. En inglés parece haberse afianzado con cierto éxito (al menos en Reino Unido y Australia) la denominación ‘the noughties’ para referirse a los años comprendidos entre 2000 y 2009 (formada a partir de ‘nought’, “cero” o “nada”, siguiendo la estructura de sus hermanas ‘the eighties’, ‘the nineties’ y con la feliz coincidencia de pronunciarse igual que ‘naughty’, “travieso”). Si el uso que los hablantes hacen de la lengua lo requiere, no habrá irregularidad que se nos ponga por delante para acuñar nuevas palabras.

Existe, no obstante, otra posibilidad más probable: y es que, en caso de necesitar una expresión con la que referirnos a estos años, no seamos nosotros quienes la acuñemos. Serán los hablantes futuros quienes lo hagan por nosotros. La Edad de Oro, la Década Ominosa, los años de la burbuja, el Siglo de las Luces, la Transición: la historia está cuajada de denominaciones hechas por otros para referirse a lapsos de tiempo que resultaron ser importantes a posteriori. Nos toca vivir con la incertidumbre de no saber cómo llamar a nuestro tiempo porque, en todo caso, serán esos hipotéticos hablantes que todavía están por llegar quienes, con la tranquilidad que da la distancia histórica y la certeza de saber qué vino después, vendrán a llamarnos por nuestro nombre.

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