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El futuro y la justicia social a la hora de buscar socios de investidura

Pedro Sánchez junto a otros dirigentes socialistas.

Economistas Sin Fronteras

Alberto Alonso de la Fuente —

Debido al punto en el que el mundo se encuentra, los retos que tendrá el nuevo Ejecutivo no son los referidos a los próximos cuatro, sino cuarenta años. Y sus socios de gobierno serán decisivos para que sus políticas vinculen futuro y justicia social.

Pasadas ya las elecciones generales y con unos resultados claros en cuanto al partido ganador, llega ahora el mapa de pactos y las combinaciones plausibles. Tras una última década vertiginosa con una gran crisis financiera, una salida de ella con mareante inestabilidad política, ejecutivos débiles y el gran cisma territorial catalán, los partidos han dedicado poco tiempo a pensar qué quiere ser España en el siglo XXI. Dejando a un lado necesarios debates de Estado como el de su propia organización y forma, el país tendría un respiro si el próximo mes se lleva a cabo una investidura limpia y sólida, que asegure una legislatura de largo recorrido, en la que se disponga del espacio para desarrollar políticas que aborden el estado de la situación a la que el país se enfrenta en los próximos años. Dónde esta hoy España y dónde se ve a sí misma en los próximos 40 años no son cuestiones que se respondan adecuadamente sin realizar una apuesta política acerca de cómo va a ser el mundo dentro de cuatro décadas. Lo hizo Estonia, por ejemplo, apostando por un Estado digital en los noventa; un país post soviético prácticamente en la ruina que tuvo una visión a futuro y orientó sus políticas en ese sentido. Hoy en día el país báltico se sitúa a la vanguardia de los avances digitales con una economía basada en servicios de alto valor añadido. No sé ustedes, pero con sus luces y sombras yo veo más futuro ahí que en el modelo de turismo cultivado en las últimas décadas en nuestro país.

El mundo avanza rápido y hay que tomar decisiones en un contexto global complejo y en permanente cambio. ¿Cuáles serán los grandes retos a afrontar por el próximo Ejecutivo? ¿Es éste consciente de las decisiones que tendrá que tomar? Aquí no encontrarán la respuesta sobre con quién pactará Pedro Sánchez -me temo que no lo sabe ni él-, pero sí una reflexión sobre el futuro y cómo abordarlo. Uno escoge a sus compañeros de viaje en función del tipo de camino que va a comenzar. Aquí está el nuestro.

Y para comenzar, 2019 se enmarca dentro de una ya confirmada desaceleración de la economía mundial sobre la que empezar a trabajar. La situación, agravada por la guerra comercial entre China y EEUU, tiene visos de empeorar y afectar al anquilosado crecimiento de la Unión Europea -estimado de 1,4% en 2019-, algo que ya veía venir el BCE y, contra su propio discurso, el pasado marzo decidió prolongar la barra libre de crédito a prácticamente interés cero hasta, al menos, finales de año -y esto siendo positivos-. Los mercados no están además muy ilusionados con el Brexit, ni la salida de Angela Merkel del gobierno alemán, factores que generan inestabilidad y merman tanto las inversiones en bienes de equipo como el consumo de bienes duraderos en el viejo continente.


No es un buen punto de partida. Sobre todo para comenzar a afrontar cuestiones más decisivas que se vislumbran ya en el horizonte y sobre las que hay que posicionarse, como indica por ejemplo este estudio de la Universidad de Oxford, en el que se explica cómo hasta el 47% de los empleos actuales desaparecerá en los próximos 25 años a causa de la automatización, principalmente por avances en robótica e industria 4.0 en cuanto a producción, e inteligencia artificial y big data en el ámbito de los servicios. Peor aun es que, al mismo tiempo que se señala esta obsolescencia como fuerza laboral, se cuestiona la viabilidad de las pensiones contributivas, que han probado ser las más justas y las de mayor calidad de entre los diferentes sistemas que existen. La combinación de ambos titulares es alarmante y, en este sentido, no es de extrañar que la sociedad europea viva en un contexto de permanente inseguridad frente a lo que está por venir. Según un estudio de la Diputación de Gipuzkoa, más del 80% de la población tiene miedo al futuro. ¿Puede una población evolucionar positivamente teniendo al mismo tiempo desconfianza hacia su propio futuro? La respuesta es no. La economía puede avanzar sin muchos atributos, pero nunca sin confianza, y menos con miedo.

Al mismo tiempo, las nuevas tecnologías y el fomento del emprendimiento han facilitado un auge de start ups o nuevas empresas que, mediante modelos de negocio innovadores, están ofreciendo un sinfín de nuevos servicios que hacen la vida más fácil a los consumidores. El caso de Glovo o Cabify son los ejemplos más recurrentes en España. El problema viene cuando ese beneficio a los consumidores (que eligen estas opciones porque son eficaces) se apoya o directamente se basa en un empeoramiento de las condiciones de los trabajadores que las hacen posible o, incluso, el no reconocimiento de esa fuerza de trabajo como tal. Es ya hoy en día muy difícil discernir la diferencia entre flexibilidad, que será cada vez más necesaria en el mercado laboral del futuro, y aquellos negocios que directamente blanquean precariedad a base de supuesta “economía colaborativa”. España necesita una ley que establezca diferencias claras entre lo primero y lo segundo y que, además, combine la protección de los derechos de los trabajadores con seguridad jurídica empresarial y el fomento de nuevos modelos de negocio. ¿Es esto posible? Por supuesto, este es el verdadero valor que deberíamos esperar de la labor política y no deberíamos exigirles menos a nuestros representantes públicos.

Otro punto caliente actual es el cambio climático. Esta cuestión ha sido la gran olvidada de la campaña electoral pese a que sus consecuencias son especialmente incisivas en el caso de España por situación geográfica. El Anteproyecto de Ley de Cambio Climático que impulsó el ejecutivo saliente no es ni lo suficientemente ambicioso -en comparación con el resto de potencias económicas europeas-, ni ha sido siquiera aprobado. Además, esta ley, impostergable, podría aprovecharse para otros propósitos y como oportunidad: mercado laboral, inversión empresarial y sectores emergentes son tres conceptos que bien conjugados hacen bailar swing a cualquier economía. España es potencia en energías renovables, claves en la nueva etapa de descarbonización de la economía y transición energética mundial. Pensemos como aprovecharlo.

Y es que, de otro modo, ¿qué nos queda? La “España camarera” se ha exprimido ya lo suficiente y tiene poco margen de ganancia económica. Tarde o temprano la situación en el norte de África recuperará la estabilidad que perdió con las primaveras árabes y los turistas optarán de nuevo y cada vez más por esos destinos con clima y distancias similares, pero mucho más asequibles y excitantes. En este sentido, un fomento hacia un cambio de modelo económico a otros sectores de mayor valor añadido se comenzaría con una ley que facilite y de hecho, promueva mediante beneficios, una migración de las inversiones a ese campo y por lo tanto también de la fuerza laboral. Dos pájaros de un tiro si, primero, aprovechamos la Ley de Cambio Climático y, segundo, corregimos el tratamiento preferencial del turismo como opción laboral que es además la principal causa de la famosa y permanente brecha del mercado laboral entre indefinidos y eventuales. Por supuesto, estas transiciones son paulatinas y complejas, y deberían durar una o dos décadas a fin de poder desplegarse de manera correcta. Las prisas en ver resultados que normalmente existen en las sedes de los partidos políticos rara vez son positivas.

Pero si hay algo sobre lo que realmente se necesitan acciones urgentes y determinantes es acerca de la desigualdad a tres ejes que la economía española viene padeciendo de manera patológica y que la impide progresar como debiera. Esta triada imposibilita hacer frente de manera efectiva a los retos descritos y será muy difícil abordarlos correctamente sin acciones previas o paralelas para atajarlas. Me refiero a la desigualdad de oportunidades según clase social, la desigualdad entre mundo rural y urbano y la desigualdad de género.

En el nuevo paradigma social que se está configurado en esta etapa post-crisis, aumenta la relación directa entre clase social y una serie de indicadores como resultados académicos, económico y laborales futuros. En otras palabras, a mayor clase social, mayor puntaje en esos ámbitos, lo que se traduce en menor promoción social y por supuesto menor meritocracia, una de las lacras que no deja despegar a muchos países y que en España parecía habíamos ya superado. ¿De qué sirve tener a una élite excepcionalmente formada al mando del cerebro si las diferentes partes del cuerpo que tienen que ejecutar las tareas designadas por este no tienen las capacidades, ni el conocimiento, ni las ganas de hacerlo? Este ejemplo es el que explica el mal funcionamiento de multitud de empresas en países con elevada desigualdad.


En contraste a la anterior, la desigualdad entre la población urbana y rural viene amasándose entre décadas de indiferencia de los principales actores del país. Sin un motivo económico sobre el que actuar -en el campo no se vive tan mal-, un olvido progresivo de las inversiones públicas y una despoblación paulatina han provocado que, gota a gota, haya dos países en un mismo territorio: la España rural tiene una agenda política con unos problemas y unas prioridades que son muy diferentes a las de las urbes, una brecha política que también es social y generacional, y que de seguir así generará finalmente un cisma que impedirá un progreso orgánico al conjunto del territorio, si es que no lo ha hecho ya. Y los territorios asimétricos son un dolor de cabeza difícil de solucionar, que le pregunten a Italia. Lo interesante es que implementando medidas correctivas en este campo, muchas de las disparidades entre las comunidades más y menos ricas -otro eje candente- tenderán a reducirse puesto que, pese a ser problemáticas diferentes, tienen sin embargo mucha relación.

Por último, la desigualdad entre hombres y mujeres. Parece mentira que la economía feminista llevara tanto tiempo gritando acerca del elefante en la habitación y nadie prestara siquiera algo de atención. Las mujeres tienen que trabajar 52 días más que los hombres para cobrar el mismo sueldo, en un claro desaprovechamiento de las capacidades de la mitad de la fuerza laboral del país. Hablando en clave liberal, esto es una nefasta gestión de los recursos, mal utilizando un talento que justamente tratado potenciaría el crecimiento y la expansión de la economía. Además, diversos estudios como el de OXFAM calculan que aproximadamente el 27% del PIB está oculto bajo tareas domésticas que realizan las mujeres y que, por supuesto, no son remuneradas. No muestro el porcentaje en euros porque literalmente asusta. Mientras la desigualdad de género siga presente en la economía de nuestro país, seguiremos perdiendo oportunidades, talento y sobre todo cohesión social.

Inevitablemente, a lo largo de los próximos cuatro años el gobierno va a tener que afrontar todas estas cuestiones y tomar decisiones sobre las mismas. Con quien pacte hoy el partido socialista será clave mañana para dar respuestas políticas de una u otra manera y, en este sentido, creo que es necesario plantearse las siguientes preguntas ¿Qué partidos creen que el futuro riñe ineludiblemente con justicia social? y, por el contrario, ¿cuáles piensan que los avances son sólo aquellos que no dejan a nadie atrás?

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