Motín a bordo del crucero
Hace unos días, mientras tomábamos un café en una terraza de un pequeño puerto mediterráneo, una amiga y yo no salíamos del asombro que nos producía un crucero de proporciones homéricas fondeado en las cercanías. Pequeñas barcas, similares a las golondrinas de Barcelona, iban y venían llevando a bordo a los turistas que habían ocupado el día paseando por el pueblo. Esa misma mañana otra noticia también nos había causado sorpresa: Francesco Schettino, el capitan del Costa Concordia, el crucero hundido frente a las aguas de la isla de Giglio en 2012, había participado en el máster que imparte una universidad italiana para dar su punto de vista sobre la gestión del pánico. Vamos a recordar en este punto que Schettino, en una maniobra temeraria –y en compañía de su amante–, se acercó a la costa para saludar a unos conocidos, gesto que provocó la colisión con una roca y el consecuente hundimiento de la nave con más de cuatro mil pasajeros a bordo. Schettino, simplemente, se limitó a huir, abandonando al Costa Concordia. Ahora, según las noticias que nos llegan, da clases para enfrentar situaciones límite y controlar el pánico.
No faltaron en su día comparaciones de esta tragedia con la crisis que atraviesa el mundo y Europa en particular. Incluso no pasó desapercibida, mucho tiempo después de su estreno, la película Film Socialisme de Jean Luc Godard.
La mayor parte de la película, incluso desde su inicio, está rodada en un crucero. La nave atraviesa el Mediterráneo en un viaje real y virtual que abarca Barcelona, Hellas, Egipto, Palestina y Nápoles. A bordo descubrimos al filósofo Alain Badiou que da una conferencia en la sala del barco, vacía como probablemente lo hayan estado los escasos cines donde se exhibió el film cuando se estrenó. Otra pasajera, Patty Smith, deambula por cubierta con su guitarra, rasgándola y canturreando algo, ante la total indiferencia de los turistas. Una mujer soviética se obsesiona con el destino del oro español que viajó a Moscú durante la República y parte del cual fue saqueado. También entran en escena un criminal de guerra, un espía, un diplomático palestino y distintos personajes que se separan de la multitud a bordo para dejar una reflexión o un apunte y volver a confundirse en el montón. “Dirijo un seminario: creación monetaria y creación literaria”, dice alguien. “No quiero morir sin volver a ver feliz a Europa”, suspira otro pasajero. “Esta pobre Europa”, lamenta otra. “Piensa bien por qué luchas porque podrías obtenerlo”, advierte otra voz. Un joven fotógrafo enfrenta a la cámara y se pregunta: “¿Qué causa la luz?” y la respuesta que aventura podría ser la trama de la película: “La causa la oscuridad”.
La oscuridad de nuestro tiempo atraviesa toda la película y navega en esa nave cuyos pasajeros van por la vida a oscuras, a la deriva en un barco que también lo está a pesar de seguir un trayecto fijado. Atolondrados frente a las tragaperras del casino de a bordo; narcotizados en la discoteca de noche o entregados a la mística de una misa, oficiada en la misma discoteca de día; esperando en la cola del desayuno o compartiendo, hacinados, la comida, como en un comedor social; practicando en masa una sesión desprolija de aerobic o cayendo ebrios en la piscina. La misma oscuridad a bordo que en tierra firme, en esta Europa que Godard dice que no hay que hacer ni construir porque está hecha hace mucho tiempo.
Al llegar a un puerto, los pasajeros del film comienzan a descender y en el lateral de la escalera se lee el nombre del crucero: Costa Concordia. Godard rodó en 2010 la película en el barco que naufragó dos años después.
La tragedia como metáfora para ayudar a construir un sentido mínimo ante la oscuridad es un camino que desde Dante con el Infierno, Freud con el complejo de Edipo o Marx con los vampiros, no deja de rebelarse luminoso. Por ello, no es casual que a diario veamos argumentos en los que el Costa Concordia aparece como un paradigma del momento actual, y el hecho de que su naufragio se haya cobrado vidas y que su rescate para el desguace final ascienda a más de 450 millones de euros nos empuja aún más hacia la pulsión de ver a nuestros países como naves a la deriva y con el timón, en mano de sus dirigentes, fuera de control.
¿Cómo no pensar en ello cuando vemos que Pedro Sánchez en lugar de salir al frente con un partido abierto y un programa transformador se limita a construir un relato televisivo para frenar a Podemos? Para Sánchez la guerra está en los medios y no en los fines. Como un capitán errático, se acerca a la isla mediática sin advertir que está a un paso de hundir la nave. La metáfora surge sin alentarla.
El Partido Popular, ajeno a cualquier reclamo del campo ciudadano, sigue impulsando una ley que ahora plantea otorgar el triunfo directo en las municipales a aquellos partidos que alcancen un 40% de los votos sin opción, siquiera, a una segunda vuelta. Aquí el capitán del PP, como Schettino, tiene un plan implacable contra el pánico: no mover la nave del puerto.
Hace unos días, en Mérida, durante la representación del Pluto de Aristófanes, readaptado por Magüi Mira, ocurrió una escena poco común. En un momento de la obra acontece una manifestación popular a la que se van sumando todos, los paseantes ocasionales, los tenderos y los vecinos al sacrílego grito de “Estamos de ladrones / hasta los cojones. / Estamos de ladrones / hasta los cojones”. El hecho singular es que a la protesta de la representación se sumó con algarabía y rabia contenida toda la platea.
Mi amiga, que es novelista y no le cuesta sacar tramas de la nada, viendo a los pasajeros subir a las golondrinas para regresar al crucero me dijo, “¿te imaginas que empiece a colarse gente y de repente, en la nave, se encuentre un buen número de polizones instigando a la rebelión?”. “¿Por qué polizones?”, le pregunté yo. “Porque representan a los excluidos y los supuestos pasajeros con billete que se sienten a salvo del capitán solo necesitan ver a alguien sin papeles para darse cuenta que comparten el mismo destino”.