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Personas sin hogar, el riesgo a tratarles como desechos una vez más

El Papi en la calle donde ha vivido los últimos seis meses / Foto: Marta Jara

Violeta Assiego

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No estoy de acuerdo con quienes defienden la opción de que sea el ejército el que monte campamentos que hagan posible el aislamiento masivo de las personas sin hogar durante estas semanas (que van a ser muchas) de cuarentena. No estoy de acuerdo con desterrarles al extrarradio de las ciudades marcando una vez más una frontera de indignidad entre “nosotros” y “ellos”, entre quienes tenemos derecho al privilegio de permanecer en nuestro entorno conocido y quienes no lo tienen porque va a dar igual lo que les pase, porque son “vagabundos”, son los “parias”.

Me parecen preocupantes las propuestas que se dirigen en esa línea porque tienen el riesgo real de deshumanizar, todavía más, la atención a un colectivo cuyas necesidades de acompañamiento vital son muy específicas, más en un momento de especial estrés y de ansiedad como este. Si lo que se busca es salvaguardar su salud es imprescindible que se tenga presente no solo la rapidez y la economía de la respuesta, sino que cada una de estas personas -precisamente por estar en situación de extrema exclusión- necesitan más que nunca una atención personalizada e individual. Me resulta muy difícil visualizar este tipo de atención social en un aislamiento masivo y segurizado que se asemeja más un destierro social que un confinamiento por motivos de salud.

Es nuestra aporofobia inconsciente la que nos hace creer que esa puede ser una respuesta adecuada para ellos cuando hay decenas de colegios mayores, residencias de estudiantes, centros educativos, casas parroquiales, seminarios religiosos, hoteles, hostales, pensiones, etc. completamente vacíos en nuestras ciudades. Teniendo en cuenta esto, por ejemplo, ¿es la única alternativa confinar a ciento cincuenta personas sin hogar en el IFEMA de Madrid?

El confinamiento masivo en espacios ubicados en las afueras de las ciudades no creo que sea una respuesta que ofrecer a nadie, menos a personas cuya fragilidad física y emocional se va a disparar en cuanto se las saque de su entorno y de sus rutinas. Si esta es la única opción que ofrecer desde las políticas públicas a las personas sin hogar es porque, desde hace mucho tiempo, dejaron de considerarlas como sujetos de derechos y son tratadas como ‘deshechos’ a los que llevar de un lado a otro para que no estorben.

Contrasta esta frialdad y mentalidad tecnócrata que propone su destierro al extrarradio con el trabajo diario, comprometido y enorme que vienen haciendo desde muchos años, y especialmente desde hace una semana, decenas de trabajadores y voluntarios en las calles, comedores sociales, albergues y centros que son gestionados por entidades y asociaciones que trabajan a pie de calle y conocen por su nombre y sus vidas a las personas sin hogar que ahora la administración y sus asesores quieren alejar.

Chocan porque lo que se pide desde las entidades y la gente que está en contacto con la realidad del sinhogarismo y la exclusión extrema no es que les quiten “el problema de encima” sino que se refuerce la atención a través de centros y recursos dotándoles de condiciones, entre ellas de habitabilidad, para que puedan cumplir con su función social. Lo que se piden son medios y lugares donde las personas encuentren un soporte, un espacio donde la convivencia sea fácil y se potencie el apoyo mutuo.

Quienes conocen, conocemos, a las personas sin hogar por su nombre y su vida, lo que pedimos son respuestas humanizadoras que inviertan en dignidad e impidan que esta crisis agrave ese trato indigno de las políticas públicas hacia las personas que están en situación de calle.

El coronavirus esta dejando al descubierto una crisis de cuidados. Cuidados a los que también tienen derecho las personas sin hogar. Su atención es, desde hace demasiado tiempo, una asignatura pendiente en nuestra sociedad. A los responsables de las políticas se les llena la boca de buenas palabras e intenciones pero muy pocas veces son capaces de tener la valentía de luchar contra las causas que provocan esas situaciones de extrema exclusión. Hacerlo sería luchar contra sus propias políticas, esas que permiten la precariedad, los desahucios, la especulación inmobiliaria, las violencias racistas, la venta de vivienda social a fondos buitre, la violencia burocrática, el hacinamiento en los centros o las filas delante ante las verjas del Samur Social.

Llevar a las personas sin hogar al extrarradio de sus ciudades habiendo espacios habitacionales grupales libres es rubricar su expulsión de la sociedad y reincidir en el estigma de que no son merecedores de la escucha con atención, de una cama con sábanas, de un espacio para poder guardar sus cosas, de un lugar donde poder asearse en intimidad, de una pared donde poner un recuerdo, de una mesilla donde dejar un libro o de un plato en una mesa que tenga mantel. Que no son dignos de recibir un trato humano en medio de la mayor crisis sanitaria que esta viviendo nuestro país. Es perder la oportunidad, y negársela, de ofrecerles el cuidado que estamos viendo que es tan importante en estos momentos tan críticos para cada uno de nosotros.

Es importantísimo tomar conciencia de que se estarían vulnerando los derechos de las personas sin hogar si se les atiende en lugares donde no se les garantice una atención integral a su salud, un acompañamiento personal y una atención social, un apoyo que les ayude a gestionar sus miedos, sus incertidumbres, sus necesidades y un soporte habitacional en condiciones dignas. El hecho de que no tengan hogar no les hace tener menos derechos de los que en este estado de alarma tenemos tú y yo.

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