Cómo soportar la levedad del ser
Lo curioso de volver a libros a los que una no ha vuelto en veinte años es que pueden pasar mil cosas, pero es bastante raro aburrirse. Pienso en la literatura contemporánea y siento que en el siglo XIX y en el XX, cuando las novelas cumplía la función que hoy cumplen las series, la tolerancia al aburrimiento era muchísimo menor, y por eso son muchos los clásicos que son enormemente divertidos. Hoy me encuentro persistiendo en libros que no me enganchan porque igual tienen algo interesante; los libros ya no son el lugar al que una va a entretenerse, son espacios para enriquecerse y para atravesar y conocer lógicas distintas de la del entretenimiento, que no van hacia adelante ni se manejan con la ansiedad y la voracidad de la diversión. Soy perfectamente capaz de quedarme en esos libros lentos porque tienen algo que enseñarme, me he educado para eso y conozco el valor de aprender a hacer cosas para las que no estoy hecha, pero también soy ansiosa, voraz y adicta a divertirme. Todo esto para decir que una vuelve a leer La insoportable levedad del ser, con la excusa de la muerte de Milan Kundera, y no importa lo mal que hayan envejecido algunas cosas; la sensación de un mundo que se despliega ante nuestros ojos, palabra a palabra, nota a nota, color a color, un mundo del que una quiere saber cada vez más y una voz que una no quiere parar de oír está joven e intacta, fresca como el agua que viene de correr entre piedras.
Después sí, por supuesto: el romance de un hombre con una mujer a la que prácticamente siente que inventó, a la que le consiguió trabajo y departamento (hasta vocación, le consigue), a la que engaña con una artista que en el fondo le aburre porque no necesita de él ni recursos ni dinero ni lecciones, solo que la desee (lo peor que se le puede pedir a un hombre, que prefiere entregar gustoso todo lo demás antes que dejarse ablandar en esa parte de su subjetividad), era una historia que no iba a salir tan airosa en el siglo XXI. Kundera es relativamente generoso, de todos modos, con sus personajes femeninos (mucho más generoso que su protagonista masculino) y por eso la novela se siente un poco vieja en ciertos lugares, pero no vieja como el olor de algo que se pudrió en la heladera; más bien vieja como esos perfumes florales intensos que usan las señoras, que además siguen fumando tabaco y entonces se lo tiran de a litros y no se dan cuenta de que el olor a cigarrillo se siente igual, y entonces se bajan del ascensor y una se queda envuelta en esa estela pensando que quizás una no usaría ni ese perfume ni la blusa de seda y los tacos chupete que tenía puestos las señora pero que está bien que esas señoras existan.
De todo lo que me dejó pensando, creo que lo que más fue la relación entre lo personal y lo político que se lee en la novela. Es una relación eminentemente sigloveintista: en el trasfondo, la gran política, los últimos estertores del comunismo, los tanques, la persecución, el miedo, la guerra. En el centro de la escena, la vida misma: la neurosis, los celos, la monogamia, la rutina y el hambre de aventura, la contradicción eterna entre querer ser independiente y querer que te quieran. A esto me refiero con lo de sigloveintista, esta relación forma-fondo entre lo privado y lo político. Hoy, la mayoría de las ficciones contemporáneas tratan de mostrar lo político que vive en lo privado, al interior de lo privado: somos hijos de ese malentendido de que todo es político porque en el fondo ya no sabemos bien qué es la política. Cuando la política se trataba de invasiones y presidentes secuestrados era fácil, incluso si no era cierto, pensar que por fuera de eso no había política, que no todos nuestros dramas existenciales eran, además de existenciales, políticos. Está perfecto que ya no sea así, en algún sentido; está perfecto que algo de eso ya no se pueda contar; hay una pérdida de inocencia sobre la politicidad de lo íntimo de la que no se puede volver. Hoy nos sería imposible no leer la relación entre Tomás, este médico pudiente que se engancha con una camarera y decide convertirla en una mujer de clase media con la que un médico pudiente pueda salir sin vergüenza, y Teresa, la camarera que deviene fotógrafa y esposa oficial, como una relación marcada tanto por la desigualdad de género como por la de clase. Pero creo que Kundera tampoco era completamente ingenuo respecto de estas dinámicas: si bien, por supuesto, tenía puntos ciegos, la sensación es que parte de la intención de la novela es mostrar cómo lo eminentemente privado e individual sigue sucediendo incluso en el más tumultuoso de los mundos. Pienso en las ficciones de nuestra época y la sensación es que está todo cercenado: ya no tenemos la política en el fondo y la intimidad en el frente, tenemos la politización de la intimidad y un mundo de personajes (sobre todo, quizás, un mundo de artistas) completamente ajenos a lo que está sucediendo por fuera de sus vidas. Es como que en un sentido está todo unificado y en otro está todo desmontado: hay que tener una sensibilidad muy bien afinada para habitar lo inmenso y lo propio. Casi nadie la tiene: por eso la mitad del arte que vemos es superficial, la otra mitad es militante y lo que encuentra el punto justo es un porcentaje mínimo que nos entra en el margen de error.
En paralelo, estuve leyendo Ya te llegará. Correspondencia 1984-1997, la colección de cartas entre las escritoras Margo Glantz y Tamara Kamenszain que acaba de sacar Eterna Cadencia. Margo nació apenas un año después que Kundera, Tamara era algo menor pero claramente compartía con esa generación una sensibilidad, y aunque la época es otra, y se siente (en los 80 los sueños ya se habían terminado, empezaba esa edad del mundo en la que sabemos que tenemos que soñar otra cosa pero todavía no nos queda claro qué, y si en realidad eso tendrá la forma de un sueño o lo que hay que abandonar es justamente eso), les veo ese mismo apetito de abrirse paso entre la maleza, de hacerles lugar a sus familias y a sus amores y a sus escrituras en esas vidas cercadas por la inflación y el caos latinoamericano. Con quejas y cuereos y desparpajos van tejiendo esas redes frágiles entre la vida y la obra, tratando de que ninguna le gane a la otra. De eso estuve tratando de aprender en estos días, para pensar la relación que quiero que el arte tenga con el mundo, que lo íntimo tenga con lo enorme: cómo dejarse impregnar sin dejarse romper.
1