Los tumbos del ciudadano Rivera
Hay que reconocer que el afán de poder de Albert Rivera no conoce límites. Lo demuestran su llamativa tenacidad de años, su notable resiliencia a los fracasos, sus variadas estrategias para reposicionarse en el tablero político y los tumbos que da. De agarrarse que vienen curvas, como se decía antes. Va del centro -según él- al centro derecha; del centro derecha a la derecha; de la derecha al manifestódromo de Colón y a pactar con los fascistas de Vox; de los fascistas de Vox al histrionismo televisivo. Sin despeinarse y sin escrúpulos. Tiene una escuela de impertinencia en la que también son maestras Arrimadas y Villacís, que se apuntaron allá por el 8 de marzo a lo que llaman feminismo liberal a través de un decálogo que era liberal pero no feminista. Todo son tumbos.
Su objetivo actual, visto que las urnas no le quieren tanto –al menos aún- como él quisiera, es ocupar el espacio que fue del PP. Ya son ganas, pero es que ha quedado mucho sitio y, a fin de cuentas, era a lo que venía Rivera desde que nació a la política siendo un ciudadano en catalán. Si para ocupar ese espacio hace falta salir de la reunión con Sánchez en Moncloa y referirse a la aplicación del 155 en Catalunya, allá que va Rivera. Sin frenos. Obsesivo. Ofreciendo a Sánchez sus diputados y senadores contra Catalunya de manera enfermiza. Está siendo entretenido asistir al pulso que sostiene con Casado por ver quién ocupa el espacio más facha o el presunto centrismo. Dando tumbos los dos. Solo que, mientras Casado está irremediablemente hundido y desarmado, Rivera cree que puede, aunque numéricamente no sea así, autoproclamarse líder de la oposición. O sea, del españolismo.
Sin Catalunya, Albert (Alberto Carlos) Rivera no existiría y, desde luego, no se le oiría: todo su discurso se entrevera de rojo y gualda chillón. Pero el opositor debería tener más altura de Estado (por muy y mucho español que este sea) y entender que para no desconcertar a sus presuntos centristas debe, si no moderar su anticatalanismo, al menos añadirle algo más. Por el momento, el tumbo a la derecha de 155 grados le lleva a alejarse del que será Gobierno y a chocar sin remedio con el que, lo quiera o no, es el jefe electo de la oposición. Y más allá. Rivera debería ser consciente de que España ha rechazado con su voto el odio que él destila.
Tanto tumbo, producto de ese odio y de su ambición, le pasará factura tarde o temprano. Los ciudadanos con minúsculas buscan y esperan ya políticos que ofrezcan soluciones alejadas de la confrontación, que tiendan puentes de diálogo y no utilicen la Constitución como una pelota de goma para herir y cegar al adversario. La Constitución solo debería proteger a los ciudadanos con minúsculas, servirles más allá, incluso, de sí misma. Rivera la agarra como quien coge una piedra, la lanza con una rabia magna, la rompe de violencia. Y proclama que los antisistema, los radicales, los que van a romper España son los que osan una reforma legítima y trabajada o, simplemente, quienes quieren que se consulte y se proceda en consecuencia.
El de Rivera es un odio que pide cárcel para los presos políticos catalanes. Él dice que respetará las sentencias de los jueces, y seguramente así será. Pero se le nota el deseo de condenas como venganzas. No le afecta que los presos lleven casi dos años en prisión preventiva. Y por esa dureza, esa frialdad, esa severidad, esa aspereza, llegará a pagar el precio de la desafección. Ese rigor de gimnasio puede servir de manera puntual, pero llega un momento en que solo es un obstáculo. Si nos atenemos al resultado de las urnas, ese momento es hoy. Rivera debería aceptarlo. Solo que hacerlo le obligaría a una alternativa. Como no la tiene, da tumbos.
Obsesivo y casi errático en su insistencia en unas curvas que los ciudadanos quieren coger sin tanto ruido. Con las mismas formas agresivas e irrespetuosas de Arrimadas y Villacís, marca de la casa, el ciudadano Rivera va derrapando hacia el espacio que dejó el PP. Corriendo el riesgo cierto de estrellarse con cualquier cosa. Mismamente, con Vox.