¿“Turistas, go home”?
Semana santa a tope, nuevo récord de turistas, pero no te veo celebrarlo. ¿Qué pasa, que temes que te suban más el alquiler por los pisos turísticos? ¿Harto de servir paellas domingos y festivos, con un sueldo de mierda y sin cobrar horas extra? ¿En tu barrio ya solo quedan franquicias? ¿Guiris vomitando y meando en tu portal?
Lo nunca visto por estas tierras: ¡manifestaciones contra el turismo! Pero si el turismo era nuestro último consenso, la vaca sagrada que justificaba cualquier obra, inversión o destrucción ambiental, y pobre del huelguista que dañase a “nuestra primera industria”. Pues ahí están: manifestaciones contra los excesos turísticos. Por ahora en Madrid y Barcelona, pero irán a más. Plataformas vecinales, pero también ayuntamientos que, en vez de extender el felpudo de “welcome”, ponen trabas a pisos turísticos y nuevos hoteles.
Durante años los únicos aguafiestas eran los ecologistas, que denunciaban cómo arrasaba la costa y devoraba recursos (agua, sobre todo). Tras los ecologistas se han ido sumando sindicalistas que ven cómo el boom turístico se sostiene sobre la precariedad de quienes lo trabajan (como bien saben las combativas Kellys). Y ahora también los vecinos, hartos de vivir en parques temáticos, con Airbnb burbujeando el alquiler, y las inmobiliarias especulando con edificios enteros (ahí está el bloque de Arganzuela, representante de una realidad cada vez más extendida).
Las autoridades llevan años prometiendo “turismo sostenible”, que empieza a parecer tan oxímoron como todo lo que lleva la etiqueta “sostenible”. Que una ciudad como Barcelona, durante décadas marca turística y reclamo internacional, sea la que encabeza hoy la crítica (con su alcaldesa al frente), señala que sí, tenemos un problema. Y nada fácil de abordar, porque no tenemos otra industria a la vista, ni vamos a vivir del “turismo de calidad” (otro unicornio).
Necesitamos un debate sobre el hasta ahora indiscutible turismo. Una reflexión compleja, sin simplismos, que debería incluir una parte que solemos dejar fuera: nuestra propia responsabilidad, cómo colaboramos en “turistificar” el planeta. Por supuesto, no tiene la misma responsabilidad el gobernante que decide un plan urbanístico o favorece más hoteles en un sitio saturado, que el currante en sus merecidas vacaciones. Pero cualquier reflexión tiene que empezar por uno mismo, y un poco de autocrítica da seriedad al debate.
Yo mismo, cuántas veces, al visitar un pueblo pintoresco, me he oído diciendo “qué horror, cuántos turistas”, como si yo fuera otra cosa. Nos quejamos de la turistificación de nuestras ciudades, pero ¿cuánto hemos contribuido a turistificar tantos lugares que visitamos aprovechando el turismo barato, y a menudo alojándonos con el mismo Airbnb que aquí nos jode el alquiler?
Lo mismo con la gentrificación de barrios populares. Yo viví muchos años en el centro, y ya entonces veía cómo los vecinos y comerciantes “de toda la vida” se iban por la llegada no de turistas, sino de nuevos inquilinos y negocios al calor de los planes municipales de “revitalización”. Y no me pareció demasiado mal, hasta que pasé de gentrificador a gentrificado. Que los lofts y buhardillas, los mercados gourmet y los bares modernillos molan cuando tienes sueldo para disfrutarlo, o cuando eres joven y no tienes hijos que necesiten pisos más grandes, colegios y calles donde jugar.
Digo yo que, entre el “welcome” incondicional y el “go home!” apocalíptico, habrá algo a lo que agarrarnos.