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Los yonquis de la prisa y el pobre erizo

Erizo

José Luis Gallego

Me pasó hace unos días. Era una carretera rural y estaba atardeciendo. Las viejas señales de tráfico, oxidadas y amarillentas tras décadas de intemperie, mostraban el límite de velocidad con un número treinta apenas apreciable. De un gris claro casi blanco, como si pidieran ir lento en voz baja.

A ese ritmo de marcha el motor eléctrico silenciaba el paso del coche hasta hacerlo casi de puntillas. Con las ventanillas bajadas se escuchaban perfectamente los sonidos del campo: los primeros grillos, el canto lejano de un chotacabras, los cencerros del rebaño volviendo al aprisco. Calma. Serenidad.

Concentrado en la conducción, prestando la máxima atención al frente pero disfrutando del sonoro silencio de la naturaleza, no lo vi llegar hasta que se me echó literalmente encima y empezó a fusilarme a ráfagas de luz.

Sintiéndome acosado y acusado, acusado de respetar las normas, me eché al arcén y me pasó a toda prisa, doblando como mínimo la velocidad que indicaban las viejas señales.

No fui capaz de ver la matrícula, solo me dio tiempo a comprobar que en el portón trasero llevaba unas bicis de montaña. Lo recuerdo porque me pregunté si circularían con ellas por mitad del monte con la misma prisa.

Unos kilómetros más adelante, pasado un tramo de bosque y antes de llegar al pueblo, las luces de mi coche iluminaron una masa de púas aplastada en mitad del desgastado asfalto. Aparqué en una explanada próxima y bajé a comprobar la magnitud de la tragedia.

Se trataba de un pobre erizo recién atropellado. Su cuerpo eviscerado todavía estaba caliente. No hubo nada que hacer salvo clamar al cielo por la pérdida de aquella vida inocente. Han sido los de las bicis -pensé- los yonquis de la maldita prisa.

La naturaleza dotó al erizo de un mecanismo de autodefensa de lo más efectivo. A la menor señal de alarma, ante el ataque de un enemigo, estos animales encogen el hocico, giran la cabeza y los cuartos traseros hacia dentro y se enroscan sobre sí mismos extendiendo (erizando: de ahí el nombre) sus miles de púas. Unas púas afiladas como agujas de coser que los convierten en una bola intocable, un bocado imposible.

Seguramente al ver aproximarse aquellas dos luces sobre el asfalto, el pobre erizo tuvo el tiempo justo para poner en marcha ese mecanismo de respuesta, ese comodín biológico que tantas veces le había salvado la vida. Pero esta vez no funcionó. Ni él ni la naturaleza contaban con las potentes y destripadoras garras de goma del coche, ni con el desdén por la vida silvestre y por las normas de tráfico de los yonquis de la prisa.

Si su vehículo hubiera circulado a la velocidad adecuada les habría dado tiempo a ver al erizo y se habrían detenido para cederle el paso. Porque hasta el más desdeñoso sucumbe a los encantadores andares de este precioso insectívoro. Y no digamos ya si además lo vemos hacerse bola: les aseguro que es como asistir a un truco de magia.  

La prisa es insostenible: conduce al derroche energético, nos aboca al riesgo, afecta a la salud y genera conflicto al colisionar con la del resto. Pero es que además, en las carreteras rurales o las que atraviesan espacios naturales, la prisa mata.

Erizos, lechuzas, sapos, salamandras, mochuelos, culebras: hasta el escaso y amenazado lince ibérico tiene una de sus principales causas de mortandad en el atropello. Estamos hablando de millones de animales atropellados cada año, especialmente al atardecer, al amanecer o por la noche, cuando los faros del coche los deslumbran y les impiden reaccionar a tiempo.

Lo más triste es que el remedio a este grave problema es de lo más simple. Cuando circulemos por un camino rural o por una pista forestal, cuando las señales de tráfico nos alerten del paso de fauna silvestre, por favor, dejemos la prisa a un lado, reduzcamos la velocidad y pongamos mayor atención en lo que nos pueda salir de los márgenes.

Hagan la prueba estos días de descanso, sobre todo cuando circulen por vías secundarias. La prisa mantiene enganchados a un gran número de conductores. Pero de la prisa se sale. Se sale con templanza, con sosiego y, en el caso que nos ocupa, con un poco más de respeto a la naturaleza.

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