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El abismo social del sistema: 40.000 vidas entre el asfalto y la muerte
Diciembre en España es un simulacro. Colgamos millones de bombillas LED y decretamos que es tiempo de amor; sin embargo, si uno baja la vista, el suelo devuelve una imagen rota. A las tres de la madrugada, la ciudad deja de ser un anuncio de lotería para volver a ser una trinchera. En un cajero automático —pecera de luz— yace un cuerpo ovillado sobre las baldosas. No es un bulto, las cosas no tiritan. Es un hombre separado del mundo por un vidrio blindado desde donde observa los tacones y las risas de la Nochebuena como una bofetada muda. No hay soledad más acústica que la del otro lado del cristal.
Los hechos son duros como el hielo sucio. Las cifras oficiales del INE, que hablan de 28.552 personas, mienten por defecto. La realidad, según estimaciones de Hogar Sí y Cáritas, supera las 40.000 almas en este 2025, un despeñadero que crece al 55%. Y en estas fechas la óptica es perversa: el transeúnte mira al indigente como a un paria, un intocable que estropea la estética de la fiesta, con la molestia de quien esquiva un obstáculo o con la hipocresía que permite sentir lástima sin detener el paso.
No estamos solos en este naufragio, aunque las comparaciones exigen honestidad. Francia o Alemania nos superan en cifras absolutas; es un espejismo estadístico. El norte de Europa cuenta a cientos de miles porque su red estatal los “capta” y aloja; en España, el colchón familiar oculta la miseria hasta que revienta. Nuestro fracaso es la ausencia de escudos: mientras Europa media un 9,3% de vivienda social, España apenas llega al 2,5%. No tenemos menos náufragos por mérito, sino menos botes salvavidas. Mientras Finlandia (0,06%) vacía sus calles con políticas de Housing First, España las llena disparando su tasa de exclusión.
Son los desheredados de la tierra, expulsados del sistema. Si la gente conociera la casuística, nadie dormiría tranquilo. Como Elena, que limpia oficinas de día y duerme en un coche de noche. O como David, ex-tutelado al que el Estado regaló una maleta y la calle al cumplir los 18.
Y sobre todo como Antonio, de 62 años, que cometió el error imperdonable de envejecer en un mundo digital. Su especialidad quedó obsoleta un martes cualquiera y el despido no solo le quitó la nómina, sino la columna vertebral. Sin empleo, el deterioro físico y emocional arrasó sus ahorros y su matrimonio. Hoy, divorciado y roto, Antonio no es un alcohólico; es un profesional al que la obsolescencia programada del mercado trituró, degradándolo hasta convertirlo en un espectro. La línea que separa tu seguridad de su cartón es mucho más fina de lo que tu miedo admite.
Cuando la esperanza se congela, aparece la salida del suicidio, un incendio que afecta al 45,2% de este colectivo, con un pico de dolor en diciembre y enero, cuando la “depresión blanca” convierte estas fechas en una ruleta rusa. No ser amado es una simple desventura; la verdadera desgracia es no saber amar. Y aunque no todos caen por la misma razón, debe haber un principio de humanidad innegociable que otorgue a todos la dignidad de un techo.
Olviden los datos y miren a los ojos. Imaginen que es Nochebuena, seis de la tarde. Un hombre cruza la ciudad con un abrigo mugriento, caminando entre la multitud mientras los impactos sensoriales le golpean como metralla: el olor a castañas, las luces navideñas histéricas, las risas familiares. Todo es ilusión, todo es lo que él ya no tiene. Nadie lo ve; la gente se aparta por higiene, sin dejar de mirar sus móviles.
El hombre llega al puente y se detiene. Apoya las manos agrietadas en la barandilla y mira hacia abajo, donde el río es una cinta negra que fluye en silencio. En ese instante su mente queda en blanco, deja de respirar y reacciona cuando siente que los pulmones ya no le sostienen la vida. Sus pensamientos, negros y viscosos, se funden con la negrura del agua; no es una decisión repentina, sino la conclusión lógica de quien ha sido borrado del mundo. A su espalda, la ciudad canta villancicos y los coches pasan veloces, sin percibir que, a dos metros, un ser humano negocia con la gravedad su salida de escena. La grandeza de una nación no se mide por sus luces, sino por cuántos de sus hijos se asoman a ese puente para dejar de sufrir. Mientras haya 40.000 personas al borde del abismo, la Navidad es una farsa sangrienta y la única verdad es que esta noche, bajo la “Noche de Paz”, estamos dejando que se ahoguen.
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