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Sobre este blog

Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.

Autores:

Aina Gallego - @ainagallego

Alberto Penadés - @AlbertoPenades

Ferran Martínez i Coma - @fmartinezicoma

Ignacio Jurado - @ignaciojurado

José Fernández-Albertos - @jfalbertos

Leire Salazar - @leire_salazar

Lluís Orriols - @lluisorriols

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Víctor Lapuente Giné - @VictorLapuente

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Bienaventurados los débiles en fútbol y en política

Una mujer observa obras durante la exposición "El fútbol (también) es así", en el Instituto Cervantes, en Río de Janeiro (Brasil).

Víctor Lapuente Giné

A finales del siglo pasado tuvo lugar una anécdota premonitoria de la sangrante derrota 5-1 de la selección frente a la Holanda de Van Gaal el pasado viernes. Un jovencísimo Gerard Piqué de 12 años conocía ilusionado al mediático entrenador holandés del Barcelona del momento. Para desconcierto de todos, Louis Van Gaal, ni corto ni perezoso, propinó un empujón al joven Piqué “que lo desplazó cuatro metros hasta el suelo de la terraza” y sentenció: “¡Tú eres muy flojo para ser central del Barça, hay que ser más fuerte. Nunca serás central en este equipo!”.

Una década y media después, el tiempo parece haber dado la razón a Van Gaal. Piqué y el resto de jugadores de la “Roja” rozaron el ridículo mostrando una clara inferioridad física frente a los holandeses. Como niños salidos de un patio de colegio, los españoles asistían anonadados a las eléctricas cabalgadas, al ritmo de la corneta de Van Gaal, de los portentosos atletas. La majestuosa carroza de los campeones del mundo se tornaba de nuevo calabaza para nuestra generación de cenicientas, de “flojos” y “locos bajitos”.

En el tiempo transcurrido entre sus dos traumáticas muestras de debilidad física frente a Van Gaal, Piqué luchó contra su destino, contra su flojera. Con tal éxito que, a día de hoy, su palmarés es más excelso que el de cualquier jugador holandés –de todos los tiempos–. No lo hizo sólo. Piqué tuve la suerte de ser formado en una filosofía de fútbol, la de la Masía primero y la de la Roja después, que ha premiado más la creación que la destrucción, el cerebro que el músculo. Una filosofía que, inspirada en elcruyffismo”, defendió que “otro fútbol es posible” y se rebeló contra el Zeitgeist de finales del siglo XX. Eran los años plomizos de la dictadura del físico, del “dunguismo”, de un fútbol marcial que es resucitado regularmente por resultadistas como Mourinho. Para el “mourinhismo”, “el equipo perfecto” no es el que juega mejor, sino “el que no comete ningún tipo de error”.

La visión pugilística del fútbol es la que tradicionalmente ha tenido más pegada en una España agarrada al mito de la “furia”: hemos de ser más fuertes y correr más que ellos. Y, a poder ser, más altos también. Sin embargo, los españoles no necesariamente somos portentos físicos y frecuentemente nuestras aventuras internacionales solían acabar con sudor, lágrimas y, a veces, hasta sangre, como en el famoso codazo de Tassotti a Luis Enrique en nuestra despedida en cuartos del Mundial de Estados Unidos en 1994.

El concepto de la “furia” hunde sus raíces en las primeras participaciones de España en las competiciones internacionales en los años 20 del siglo pasado, pero fue institucionalizado como credo futbolístico nacional durante el Franquismo. Como sentenció el diario Arriba en 1939, “la furia española está presente más que nunca en todos los aspectos de la vida española. En deporte, la furia se manifiesta perfectamente en el fútbol, un deporte en el que la virilidad de la raza española encuentra una expresión plena, imponiéndose normalmente, en competiciones internacionales, sobre equipos extranjeros más técnicos pero menos agresivos”. Olé.

La transición democrática no supuso una transición futbolística y seguimos agarrados a la furia ardiente. A echarle testosterona y, tarde o temprano, los resultados llegarían. Pero los resultados no llegaban y se desataban debates tan furiosos y agresivos como la idea de juego que intentaba llevarse a cabo. Curiosamente, y al igual que ocurre en otras facetas de nuestra vida pública, el debate futbolístico giraba más entorno a personas que a conceptos. La furia verbal en las luchas entre clementistas y anti-clementistas no era muy diferente a la de aznaristas contra anti-aznaristas. Los entrenadores-macho capaces de soltar bravuconadas encontraban en los banquillos de fútbol el acomodo fácil que nuestros políticos-macho han gozado tradicionalmente en las bancadas parlamentarias.

Además, nuestro debate futbolístico era muy “ombliguista”, con un desprecio machote hacia otras formas de fútbol. La discusión quedaba fundamentalmente circunscrita al interior de nuestras fronteras: confrontábamos la España de Clemente frente a la Suárez o la Muñoz, el Madrid de la Quinta frente al de Di Stefano.

En este ambiente de preferencia de la agresividad sobre la técnica, de los personalismos sobre las ideas y de las discusiones nacionales sobre las comparaciones con lo que hacían otros países, los fracasos de nuestras selecciones nacionales se sucedían sin respiro.

Hasta que…alguien se puso a pensar un poco e inició una auténtica revolución copernicana de nuestro fútbol que nos ha llevado a tantos éxitos internacionales. El cambio tiene múltiples padres y de procedencia muy diversa – desde Neeskens, Cruyff, Michels a Guardiola, pasando por Menotti, Valdano, Víctor Fernández, Luis Aragonés o Del Bosque –. Y aunque ciertamente floreció en Barcelona y, en particular, dentro de los muros de La Masia, es un cambio donde han participado muchos lugares de nuestra geografía. De hecho, el Bernabéu encumbró a alguno de sus pioneros, como Del Bosque quien, ya como jugador, mostraba su inconformismo frente al imperante fútbol agresivo. Además, ha sido en el Bernabéu donde se han escrito algunas de las crónicas más destacadas de esta revolución futbolística, como, por ejemplo, las de Alfredo Relaño, José Sámano o Diego Torres.

Pero, a mi juicio, lo más interesante no es tanto la paternidad del cambio de mentalidad futbolística ni su plasmación concreta sobre el terreno de juego. Lo relevante es que es el producto de una traición razonada y sensata a una tradición muy enraizada, muy introspectiva y muy “testosteranoica” de hacer las cosas. Un quitarse las vendas de los ojos y ponerse a mirar, incluso con cierta ingenuidad, cómo se trabaja en los sitios que parece que “funcionan mejor”. Como todo en la vida, el éxito de nuestro fútbol subyace en una cierta ruptura con tradiciones patrias enraizadas: vamos a mirar qué es lo que hacen los mejores y luego tratar de adaptarlo –no copiar literalmente– a las circunstancias locales.

De forma parecida a como algunos de nuestros cocineros decidieron cuestionarse en su momento la supremacía de la tortilla de patatas (o la fabada), cogieron las maletas y se fueron a aprender las técnicas más sofisticadas de los maestros franceses, el fútbol español se abrió al mundo. Comenzamos a importar ideas de los países más innovadores. En particular, de Holanda y su fútbol total, pero también mucho de otros países como Italia, Argentina o Brasil. Una de nuestras obras cumbre, el Barcelona de Guardiola, era una receta, hecha con ingredientes nacionales, pero que mezclaba casi a la perfección presión defensiva italiana con ataque total holandés.

Pero los principios de esta revolución no fueron fáciles. El reconocimiento de nuestras debilidades es siempre doloroso y se enfrenta con las pulsiones nacionalistas más proteccionistas y cerradas. Seguro que nuestros cocineros más internacionales debieron chocar con muchos zelotes de la tortilla de patatas de toda la vida. Desde luego, la apertura de nuestro fútbol a las influencias de fuera no fue sencilla.

La relativamente obvia debilidad física de nuestros jugadores medios fue, paradójicamente, nuestra gran aliada. Como sostiene Raphael Honigstein, como los jugadores españoles “no eran suficientemente físicos y duros como para doblegar a sus oponentes, decidieron, por el contrario, concentrarse en monopolizar la pelota”.

Esa debilidad estimuló el desarrollo de otras cualidades y permitió el abandono de patriotismos rancios. No quedaba más remedio que abrirse al mundo.

El resultado de esa apertura ha sido que España se ha convertido en las últimas décadas en un “melting pot” de influencias futbolísticas foráneas, un auténtico laboratorio donde hemos visto a Menottistas contra Bilardistas, defensores acérrimos del catenaccio (o del mourinhismo) frente a desprendidos amantes del futbol total. Mientras otros países se han encerrado mucho en sus variantes nacionales, el constante choque de visiones ha hecho que surgieran nuevas especies de fútbol en España, cada vez más adaptadas a la fisiología de nuestros chicos y chicas (quienes, luchando contra un desprecio institucional mayúsculo, están forjando en los últimos años un fútbol muy competitivo y atractivo).

El ejemplo máximo es el tiki-taka que, de alguna forma, es una suerte de democratización física del fútbol: aunque escasamente llegues al 1,70 de estatura, puedes triunfar en el fútbol si tienes imaginación y talento. Cuando uno oye, como se escucha a menudo en el norte de Europa, “el español no es un fútbol de hombres”, uno no puede más que sentirse orgulloso de una filosofía de juego que respeta la creatividad y la imaginación por encima de la patada y el músculo. Nuestras bailarinas enloqueciendo a sus boxeadores, nuestros Davids jugando con sus Goliats.

Los triunfos del fútbol español – o en cualquier otro deporte – no son una muestra de una grandeza ibérica innata. De que, como dijo Rajoy, “hay lugar para el optimismo porque España tiene españoles y eso es una cosa muy seria”. Son, por el contrario, el resultado de una rebelión intelectual frente a nuestra supuesta grandeza innata, el resultado de abrirse al mundo y aprender (repito: no copiar literalmente; pero sí adaptar estratégicamente) de los mejores.

Para que el fútbol español haya conquistado el mundo fue necesario antes que el fútbol del mundo conquistara España. Una empresa que no fue fácil, pues exigió ir contra impulsos humanos muy profundos, no sólo en el fútbol, sino en muchas otras facetas, como la tendencia a la agresividad sobre la técnica, a los personalismos sobre las ideas o a la cerrazón sobre la apertura.

Mientras España se despide del Mundial, aprovechemos para pensar en otras cosas importantes más allá del fútbol. ¿Cuántos aspectos de nuestra vida política siguen dominados por la furia española? ¿Y dónde se encuentran nuestros “locos bajitos” de la política, aquellos capaces de desprenderse del histrionismo patrio (del, por ejemplo, “sois la casta” vs. “sois populistas anti-democráticos”)? ¿Dónde están aquellos que puedan anteponer serenidad e inteligencia a la agresividad verbal, aquellos que prioricen la adaptación de políticas exitosas de otros países frente a las trifulcas tribales? ¿Aquellos bienaventurados que reconozcan las debilidades de nuestras políticas y busquen con humildad inspiración más allá de nuestras fronteras?

Aunque seguramente no pensaba en Piqué, el mensaje de Jesus de “bienaventurados los débiles porque heredarán la Tierra” puede ser el resumen de muchas carreras deportivas inesperadamente exitosas y, sobre todo, de una forma de entender el mundo desde la humildad. Aplicable a muchas facetas de la vida. Menos virilidad y mas debilidad, por favor.

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