Un día abrí un periódico al azar y no encontré ni la palabra “juez” ni la palabra “sentencia”. Un día escuché las noticias en la radio y no era un monólogo de la “sección de tribunales”. Un día ví un telediario y no conectaban con la Audiencia Nacional. Sí, hace mucho tiempo de eso. Antes de que España se convirtiera en una “jurocracia”.
Y es que el número de cuestiones que se deciden por magistrados en nuestro país es enorme y, además, creciente. Si nos echan de casa o del trabajo, los llevamos al juzgado. Si Esperanza Aguirre insinúa que apoyamos a ETA, la llevamos al juzgado. Si no nos gusta lo que dice de nosotros un documental, los llevamos juzgado. Si una revista hace una broma de la familia real, la llevamos al juzgado. Si un presidente convoca un referéndum, lo llevamos al juzgado. Si dan la paga extra de navidad a los funcionarios, los llevamos al juzgado. Si no la dan, también. Esta es, por cierto, la situación en el que se encontró un gerente público del sector sanitario: si daba la paga extra, le denunciaban por saltarse una orden de estabilidad presupuestaria; si no la daba, le denunciaban por saltarse otra orden. Acabó en el juzgado, claro.
Con la justicia sobresaturada por casos de corrupción y delitos serios, los españoles andamos empeñados en llenarla de todo tipo de tareas que en otros países resuelve la sociedad civil. Por ejemplo, la mediación laboral, los defensores del pueblo o los defensores de la prensa sirven en otros países europeos para resolver conflictos sociales. Los acuerdos entre las partes, sin recurrir a una tercera parte togada, son más rápidos y tienen un alto nivel de cumplimiento porque están basados en el compromiso y en la negociación y no en la imposición. Esto es algo que suelen comentar los abogados: los acuerdos se cumplen mucho más que las sentencias.
Los acuerdos entre partes son, además, más flexibles y permiten adaptarse a las circunstancias, al zeitgeist del momento. Por ejemplo, las mismas caricaturas que en el año X podían haber sido completamente inofensivas, quizás en el año Y pueden incitar al odio racial; o el mismo comentario contra un político que suena a broma en el año Y podría haber sido un ataque al honor en el año X. Y es que, entre los años X y Y la sociedad ha podido cambiar mucho en relación a estas cuestiones. Si quien decide sobre la idoneidad o no de las caricaturas o de un comentario personal es un juez, se limitará aplicar la ley, con muy buena intención, pero de acuerdo a sus criterios y a su conocimiento de la realidad. Un conocimiento que podrá ser extraordinario, pero no podemos esperar que sea tan bueno como el de expertos en temas de comunicación. Por ello, podría resultar más efectivo montar mecanismos para resolver los conflictos en una primera instancia – y subrayo lo de primera instancia, pues, en un estado de derecho, siempre hemos de poder acudir a los tribunales–.
Seamos concretos. Por ejemplo, cada vez que alguien se encuentre insatisfecho con algo que lea en los medios de comunicación, debería poder recurrir a un órgano de fácil accesibilidad, muy conocido y presidido por profesionales reputados, que tomaría una primera decisión: un OK, no pasa nada, esto es la libertad de prensa; o bien obligar al medio a rectificar, con una nota disculpándose. Estoy convencido de que, como ocurre en otros países, la inmensa mayoría de los conflictos podrían resolverse de esta manera. Luego, si alguna de las partes (el medio de comunicación o el particular) no está contento, podría recurrir a los tribunales que, liberados de tener que lidiar con pequeñeces, podría concentrarse en las grandes cuestiones. Y así con (casi) cualquier otro tipo de conflicto social, con la excepción de los delitos más graves: habilitemos mecanismos de autogestión de los conflictos.
En los conflictos entre instituciones también debemos buscar mecanismos de arbitraje que eviten la judicialización de las decisiones de naturaleza política, como el tan frecuente recurso al tribunal constitucional. Las decisiones del Constitucional son además lentas y dirimen a menudo cuestiones que podrían ser mejor resueltas por expertos con conocimientos más específicos.
La “jurocracia” no es un problema exclusivo de España. De hecho, el término surgió para describir la creciente judicialización del sistema político americano. El gran politólogo John Ferejohn teorizó sobre ello en un trabajo muy recomendable, espoleado por el papel decisivo del Tribunal Supremo americano en las elecciones entre Bush y Gore. Otros muchos consideran que también los políticos europeos cada día más “gobiernan con los jueces”. El poder para tomar decisiones sustantivas se ha ido trasladando – despacio, pero de forma implacable – de los parlamentos, ejecutivos y agencias hacia órganos judiciales. Eso, a su vez, ha generado un mayor interés por parte de los poderes políticos en controlar al poder judicial. En otras palabras, la judicialización de la política lleva aparejada una politización de la justicia.
El resultado es que el poder se va alejando de la ciudadanía. Para recuperarlo, necesitamos articular contrapoderes. En primer lugar, instituciones auto-gestionadas a través de las cuales la sociedad civil resuelva muchos conflictos entre particulares. Y, en segundo lugar, buscar mecanismos “pre-judiciales” para articular los conflictos entre entes políticos, como un senado reformado o unas comisiones independientes.
Es la manera en que la jurocracia vuelva a ser una democracia.