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El deterioro de la Constitución y de su intérprete supremo

El presidente del Gobierno, Adolfo Suárez (i) conversa con el secretario general del PSOE, Felipe González, momentos antes de la entrevista que mantuvieron en el Palacio de la Moncloa de Madrid. 27/06/1977. EFE/fs

Bonifacio De la Cuadra

  • El periodista Bonifacio de la Cuadra publica Democracia de papel (Catarata), un repaso a la Transición con prólogo de Soledad Gallego-Díaz, por alguien que la vivió en primera persona y del que reproducimos un extracto

La herramienta del consenso político facilitó la elaboración de la Constitución de 1978, que cerraba la etapa franquista y esta­blecía las reglas de juego de la democracia naciente. El modo en que los constituyentes trataron de utilizar esa herramienta fue objeto de crítica desde los medios, nada complacientes con unos políticos que hacían de la confidencialidad y el secretismo sus principales aliados, dejando a un lado la conveniencia de que los ciudadanos permanecieran informados del proceso de ela­boración de la Ley Fundamental.

Décadas después, los grandes partidos no fueron coheren­tes con aquella herramienta del consenso constitucional y ejer­cieron la política, desde el poder o desde la oposición, no según la diferente ideología, como era aceptable, sino dando prefe­rencia a los intereses partidistas y apartándose, con frecuencia, del pacto constitucional.

Uno de los elementos claves de esa actitud fue el desgaste al que se sometió al TC, intérprete supremo de las reglas del juego democrático establecidas en la Constitución, que ejerció esa función durante sus primeros años, hasta que los partidos trataron de instrumentalizar a sus integrantes, lo que devaluó notablemente una institución esencial para la correcta aplicación de la Constitución y para, como proclama su preámbulo, “estable­ cer”, a través de ella, “una sociedad democrática avanzada”.

La publicación, el 22 de noviembre de 1977, del borrador de la Constitución elaborado por la ponencia, por El País y La Vanguardia, periódicos a los que se lo cedió la revista Cuadernos para el Diálogo, que lo obtuvo, originó una conmoción en la sociedad española y la indignación de los siete ponentes con el desconocido autor de la filtración, al que acusaron de “trai­ción”. Aquel borrador incluía el término “nacionalidades”; establecía la aconfesionalidad del Estado, sin mención a la Iglesia católica (que se introdujo después); dejaba la puerta abierta al divorcio; no quedaban claras las subvenciones públi­cas a los centros de enseñanza privados; hacía posible la inter­vención del Estado en las empresas; no se ponían apenas lími­tes a los derechos sindicales o a la huelga...

El escándalo fue mayúsculo. Pero ¿a qué esperaban los siete ponentes para que los españoles conocieran los textos que aprobaban en riguroso secreto? En realidad, los siete ponentes —tres de Unión de Centro Democrático (UCD), uno del PSOE, otro de AP, otro del PCE y otro de la Minoría Catalana— no solo temían a los españoles, sino a sus propios compañeros de par­ tido. La prueba fue que cuando el Boletín Oficial de las Cortes publicó, el 5 de enero de 1978, el anteproyecto de Constitución, entre las miles de enmiendas que llovieron, los ponentes apre­ciaron que las de los diputados de UCD tenían, en general, un marcado carácter regresivo, en relación con el borrador nego­ciado.

Así lo constataron los siete ponentes, en febrero de 1978, en el Parador Nacional de Gredos (Ávila), en donde se recluye­ ron para sistematizar las enmiendas, alejados de la prensa. La mayor preocupación la manifestaron Gregorio Peces­ Barba (PSOE) y Jordi Solé Tura (PCE), al observar no solo el signo regresivo de las enmiendas centristas, sino que los ponentes de UCD apoyaban modificaciones favorables a la constitucionali­zación del cierre patronal o lock-out, o a dar un trato privilegia­ do a la Iglesia católica.

Con motivo de la conmemoración, 25 años después, de aquella reunión de 1978 en el Parador de Gredos, con asistencia ahora de la prensa, Soledad Gallego­ Díaz y yo publicamos el 8 de octubre de 2003 un artículo titulado “Homenaje a un con­senso que estuvo en peligro”. “La confidencialidad de los pri­meros meses se había roto y el consenso todavía no había naci­ do”, recordábamos, y aunque “los siete ponentes se esforzaron en mantener la cordialidad y el mutuo respeto [...], la izquierda se quejaba de que las enmiendas presentadas por los parla­mentarios de UCD tenían una preocupante tendencia regresiva [...] y los propios centristas reconocían que empezaban a tener importantes divergencias entre ellos mismos, tanto sobre los contenidos como sobre la estrategia negociadora a partir de ese momento”.

El 5 de mayo de 1978 se iniciaron los debates en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, con prensa y taquígrafos. El ansia de los ponentes por la confiden­cialidad se revitalizó, tras sucesivos desencuentros públicos. Finalmente, lograron de nuevo reunirse en secreto, para resta­blecer el consenso. El primer encuentro, liderado por los números dos del Gobierno, Fernando Abril, y del PSOE, Alfonso Guerra, se produjo en una cena en el madrileño restaurante José Luis el 22 de mayo de 1978, en la que se desatascaron 25 artículos, que ya llevaron negociados a la Comisión del Con­greso.

El sistema electoral fue, entre otros varios, uno de los grandes escollos para el consenso, que se salvó a base de nuevas negociaciones secretas en restaurantes, domicilios particula­res, despachos profesionales, con los periodistas persiguién­doles y los parlamentarios tratando de esconderse y cambiando de escondite. Fue la etapa que Soledad Gallego­ Díaz y yo de­ nominamos “las tres semanas locas, de despacho en despa­cho”, en nuestro libro Crónica secreta de la Constitución (Tec­nos, 1989).

Algunas de las claves de aquellos encuentros secretos las publicamos en El País, cuando se produjeron; otras no pudi­mos averiguarlas hasta mucho después. Nuestra complicidad no era con los políticos ni con sus estrategias secretistas, sino con el derecho de los españoles a estar informados, sor­teando las mil trampas que se nos tendían para que no nos enteráramos de quiénes, por qué y para qué asistían a esas negociaciones clandestinas. En el libro mencionado se des­ cribe cómo los reunidos en el despacho de Peces ­Barba en la madrileña calle Conde de Xiquena la noche del 9 de junio de 1978, cuando fueron descubiertos por periodistas de El País, lograron ocultar al peneuvista Xabier Arzallus, agazapado en el despacho, con las luces apagadas, hasta que los periodistas se alejaron, para lograr que no se enteraran en Euskadi de que participaba en la búsqueda del consenso.

Cuando, terminado el debate constituyente público, la confidencialidad se trasladó al propio Parlamento, a propó­sito de la reunión de la Comisión Mixta Congreso ­Senado, para tratar de conciliar los textos diferentes de una y otra Cámaras, el 24 de octubre de 1978, en “Final constitucional sin luz ni taquígrafos”, criticaba el sistema: “Es indudable que, desde el punto de vista de la eficacia legislativa, sin periodistas se trabaja más deprisa. Pero ese es un problema de los parlamentarios. [...] Los trabajos de la Comisión Mixta, que da los toques definitivos a la Constitución, son de propiedad pública y se está produciendo un hurto”.

Antes del referéndum sobre la Constitución, celebrado el 6 de diciembre de 1978, El País publicó una serie de ar­tículos sobre los aspectos principales de la Constitución de 1978. El primero de ellos, “La soberanía nacional, devuelta al pueblo español”, el 14 de noviembre de 1978, me correspon­dió a mí. Tanto el reconocimiento de que la soberanía nacio­nal reside en el pueblo, como la definición de España como Estado social y democrático de derecho “sitúa a nuestro país”, resaltaba el artículo, “dentro del contexto occidental y democrático del que, a nivel político, permanecíamos ajenos con las leyes fundamentales del anterior régimen, que ahora se derogan”.

Unos días después, el 19 de noviembre, en “España, ‘na­ción de naciones’”, resaltaba la “nueva organización territo­rial del Estado”, reconocida y garantizada por la Constitución, a partir del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones, mediante la aparición de “un nuevo ente, la Comu­nidad Autónoma”, que “no solo rompe con la legislación cen­tralista del franquismo, sino que supera la propia organiza­ción territorial delineada por la Constitución de la República, de 1931, en cuyo artículo primero se establecía: ‘La República constituye un Estado integral, compatible con la autonomía de los municipios y las regiones’. Igualmente, el marco auto­ nómico que establece la Constitución es, en líneas generales, más amplio que los previstos en el Estatuto de Cataluña del 15 de septiembre de 1932 y en el del País Vasco del 4 de octubre de 1936”.

El consenso

Con unos años de perspectiva para evaluar el consenso, en el séptimo aniversario del referéndum constitucional, el 6 de diciembre de 1985, el artículo “Siete años de consenso” era un análisis, por lo general en positivo, de las instituciones creadas por la Constitución y del funcionamiento del con­senso constitucional. Curiosamente, durante el mandato de UCD, “se produjo el fenómeno de que los votos socialistas tuvieron que completar la mayoría necesaria para sacar ade­lante algunas leyes que carecían del apoyo necesario en el partido gubernamental, por las resistencias del sector con­servador”, se recordaba. “Así ocurrió, por ejemplo, con la Ley del Divorcio del socialdemócrata Francisco Fernández Ordóñez, como ya había sucedido con la reforma fiscal pro­ movida por el mismo ministro centrista.”

Y se resaltaba que, en los casos de leyes recurridas, por lo general, aquel consenso fue correctamente interpretado por su máximo intérprete. “El TC ha sido a la vez una de las criaturas de ese consenso y un vigilante eficaz contra las des­viaciones del mismo”, se decía. En aquellos primeros años, UCD y PSOE, “principales artífices del inicial consenso [...], mantuvieron el consenso sobre algunas instituciones y cues­tiones esenciales. Una de ellas fue el TC y otra la configuración autonómica del Estado”. De ahí el interés de lo ocurrido con la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA). “Fue precisamente con ocasión de la LOAPA”, se recordaba, “cuando las dos principales fuerzas que protagoni­zaron el consenso recibieron juntas el palmetazo del TC” (sen­tencia del 5 de agosto de 1983), mientras que “dio la razón a las fuerzas nacionalistas y al PCE, que participaron, aunque solo como minorías, en el consenso constitucional”. [El TC no esta­ ba entonces hipotecado a los dos grandes partidos, sino a la Constitución que le correspondía interpretar.]

El TC contribuyó activamente a la correcta aplicación de la Norma Suprema. Así, “declaró inconstitucionales varios artículos de las leyes franquistas de régimen local hasta entonces vigentes [...], anuló parte del estatuto de centros escolares” e “igualmente anuló, por inconstitucionales, varios preceptos del decreto ley regulador del derecho de huelga”. Según el análisis de entonces, el desarrollo legisla­tivo de la Constitución realizado por el PSOE fue en varios casos avalado por el TC y de ahí que no prosperaran las impugnaciones contra sendas leyes: la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE) y la reforma de la Ley de Elecciones Locales. “En cambio, el alto tribunal”, se añadía, “estimó parcialmente los recursos previos contra la ley socialista de incompatibilidades de diputados y senadores y la despenalización del aborto”.

“Veinte años de Constitución” se tituló el artículo publi­cado el 6 de agosto de 1998, en el que se consideraba “preci­ so recordar la necesidad de que sobreviva el consenso para cuestiones esenciales que afectan a la vitalidad constitucio­nal”. “Una de esas cuestiones”, se añadía, “es la elección parlamentaria de los magistrados del TC, que van traspasan­ do la antorcha casi sagrada de interpretar al máximo nivel la Norma Suprema frente a los tres poderes del Estado y como árbitro del juego de competencias centrales y autonómicas. Las dificultades para lograr la renovación de cuatro magistrados que debieron ser relevados el 22 de febrero produce desazón y pone en duda el vigor constitucional de los actuales responsables políticos”.

En el 30o aniversario de la Constitución, el 6 de diciem­bre de 2008, “Una operación de orfebrería política” contras­ taba la habilidad de los constituyentes —entre ellos, víctimas del franquismo como Simón Sánchez Montero, Marcelino Camacho, Manuel Benítez Rufo, Josep Solé Barberá—, deci­didos a “restablecer la democracia en colaboración con todos los que quisieran lo mismo, al margen de su pasado político”, frente al “espectáculo del PSOE y el PP, ávidos en repartirse partidistamente instituciones creadas por la Constitución para promover la democracia —como el Consejo General del Poder Judicial [CGPJ] y el TC—”.

Y ya en los años sucesivos dediqué diversos artículos contra los ataques al consenso.

“Melancolía constitucional”, el 5 de diciembre de 2009, criticaba que, frente a la voluntad constituyente de “incorporar a Cataluña al proceso [...], el PP, que alardea de proconstitu­cional, se haya empeñado en retroceder a posiciones derro­tadas entonces, mediante un recurso de inconstitucionalidad contra el Estatuto de Cataluña, superador de dos exámenes parlamentarios y un referéndum popular y cuyo contenido no significa hoy más nacionalismo del que representó la incor­poración del término ‘nacionalidades’ a la Constitución”.

El 6 de diciembre de 2010, en “La Constitución de todos”, se recordó que no hay excepciones para beneficiarse de los derechos fundamentales reconocidos por la Ley Fundamental: “Ni siquiera están excluidos de su beneficio quienes trataron de torpedear la Constitución democrática, como la ultraderecha o los terroristas. Para estos últimos, la propia Constitución permite la suspensión de algunos derechos fundamentales [...], pero puntualiza que ‘la utili­zación injustificada o abusiva’ de dicha posibilidad ‘produ­cirá responsabilidad penal, como violación de los derechos y libertades’”. La jurisprudencia pone de manifiesto que cuando la incomunicación de los detenidos se realiza sin “la necesaria intervención judicial” exigida por la Constitución, los jueces pueden invalidar la declaración policial obtenida. “De ahí que también”, concluía el artículo, “los acusados de terrorismo, frente a la utilización abusiva de la incomunicación policial, tengan su mejor amparo en la invocación de las garantías y derechos establecidos en la Constitución de todos”.

El 7 de diciembre de 2011, “La Constitución se merece una reforma” planteó reformar la Constitución “en una serie de puntos obsoletos o necesitados de actualización, siempre que no se altere ni destruya el consenso político básico alcanzado”. El artículo criticó el “escaso aprecio de nuestros políticos por dar vitalidad y actualizar la Ley Fun­damental, en flagrante contraste con la velocidad que Zapa­tero y Rajoy imprimieron a la reforma exprés del artículo 135, para impedir que las administraciones públicas incurran en déficits estructurales, más allá de lo permitido por la Unión Europea”.

Junto a variados proyectos de reformas, se propugnaba una de viva actualidad: “En cuanto a la participación política directa de los ciudadanos, reconocida en el artículo 23, transcurridas más de tres décadas desde que el artículo 87.3 estableció límites muy severos [500.000 firmas acreditadas, entre otros requisitos], hora es ya de que la democracia representativa abra la puerta a la democracia popular, como piden razonablemente los indignados del 15­M”.

“El matrimonio gay actualiza la Constitución”, publica­ do el 1 de diciembre de 2012, saludó la sentencia del TC que interpretó que “son acordes con la Constitución los matri­monios entre personas del mismo sexo”, a pesar de que el texto del artículo 32 no contempló esa posibilidad. Se elogia­ ba el “esfuerzo interpretativo” realizado por el TC, al que se reprochaba que, en cambio, no admita que Cataluña es una nación.

A esta última materia dediqué un artículo, el 22 de marzo de 2014, titulado “La nacionalidad catalana y el consenso”. Se criticaba la falta de contraofertas del Gobierno de Mariano Rajoy a las propuestas catalanas y se recordaba la sentencia del TC de 2010 sobre el Estatuto de Cataluña, que resolvió el recurso interpuesto por el PP, “fuente de muchos de los problemas actuales”. “Y si Rajoy sufre impotencia política y no contempla nada para negociar”, se argumentaba, “que pida consejo a los artífices del consenso que invoca. ¿Se le ha ocu­rrido solicitar un dictamen sobre un mejor encaje de Cataluña en España a los tres ponentes de la Constitución que sobre­ viven, del total de siete: Miquel Roca, José Pedro Pérez Llorca y Miguel Herrero? A ellos no les sería difícil encontrar una solución aceptable para todos, porque negociaron cuestiones más intrincadas”.

En el artículo se pedía que el estallido soberanista de Cataluña no se combatiera desde Madrid “como una excre­cencia patológica”. Y se propugnaban “todos los procedi­mientos políticos y jurídicos para conseguir ese encaje ade­cuado de Cataluña en España”. Esta era la razón: “Porque, 36 años después del pacto de 1978 y extinguidos ya los frenos franquistas y castrenses de aquel momento —o así debería ser—, ese nuevo acuerdo de España y Cataluña debe significar un avance democrático del consenso constitucional”.

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