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CRÓNICA

Feijóo es el peor líder de la oposición de la democracia, o al menos eso piensa él

Gamarra, Feijóo y Bendodo en una reunión de la Junta Directiva Nacional del PP el 2 de abril.
4 de abril de 2024 22:01 h

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La clase política actual es la peor desde que volvió la democracia. No, no lo dice tu vecino del cuarto ni ese tuitero ultra que no para de escupir en el suelo y decir que todos los políticos son unos ladrones. Es la opinión de Alberto Núñez Feijóo, que lleva metido en política toda su vida, salvo un periodo inicial de trabajo como funcionario de la Xunta de Galicia. Él también está harto de todo, incluso de todo aquello que ocurre a causa de sus propias decisiones. Se odia a sí mismo o tiene desdoblamiento de personalidad.

Lo dijo en una entrevista en Antena 3 con estas palabras: “Estamos ante la peor política de la democracia, la clase política es la peor de los últimos 45 años”. La presentadora preguntó de inmediato: “¿Incluye al PP?”. Feijóo no dudó: “Por supuesto. Digo y reitero que la peor política que se ha practicado en la democracia española es la actual”. Imagínate que eres un dirigente del Partido Popular que hace lo que puede, que se esfuerza con la crispación y ese tipo de cosas, y ves que tu jefe te dice que eres de lo peor que ha visto, que formas parte de un banda de garrulos que no sirve ni para vigilar un rebaño de vacas. Cómo te quedas.

Si alguien tiene la tentación de pensar que Feijóo aspira a algo más en la vida, desengáñese. No tiene al lado a Miguel Tellado porque se vio obligado a adaptarse a la línea dura de la jungla política madrileña y necesitaba un depredador de instinto asesino. Se lo trajo de Galicia, donde se había ocupado de la misma función durante mucho tiempo a plena satisfacción de su jefe.

Tiene su gracia que Feijóo haya ofrecido esta opinión tan negativa en la misma semana en que un juez admitió en un auto que su investigación de Mónica Oltra había acabado en nada. No tenía nada penalmente punible al principio contra ella y acabó igual años después. Esa investigación que huele a prospectiva tuvo graves consecuencias políticas. Oltra se vio obligada a dimitir como vicepresidenta valenciana en junio de 2022 al ser imputada –eso es lo que exigió su presidente, el socialista Ximo Puig– y a poner fin a su carrera política como mínimo hasta que finalizara la instrucción del caso.

El asunto en origen era grave, unos presuntos abusos sexuales a una menor tutelada, pero el PP no esperó al final de la investigación para decretar el veredicto en los términos más crudos. Lo que no fue una sorpresa es que fuera Isabel Díaz Ayuso, hoy cuestionada por los delitos fiscales de su novio, la que dio por hecho que Oltra era culpable. “¿Qué mujer ampara que su marido esté prostituyendo a una menor que está tutelada por él mismo y permite que se cree una trama para dejarla a los pies de los caballos como una auténtica culpable?”, dijo en junio.

A Ayuso ni se le ocurrió colar la palabra 'presunta'. Ya había dictado sentencia. Lo máximo que se le ocurrió fue decir que Oltra era “una mujer supuestamente feminista”. Ahora se encuentra muy alterada por la investigación de los negocios de su novio y la cobertura periodística, mientras su principal asesor se dedica a contar mentiras sobre los periodistas y a amenazarlos.

¿Estaba pensando Feijóo en Ayuso cuando dijo que esta es la peor clase política que se recuerda? Seguro que no se atreve a decir algo así en público. Ni a pensarlo, no sea que algún día se le escape.

En el plano de la buena educación en el Parlamento, o falta de ella, cada pleno en el Congreso o Senado es un incendio. Este martes, se vio una situación que no es la más grave, pero que resulta bastante bochornosa. Gerardo Camps, senador del PP, no paraba de hablar por el móvil mientras estaba a poco más de un metro de José Luis Escrivá cuando el ministro respondía a una pregunta. Hay políticos que ni se molestan en fingir que les interesa su trabajo.

De entrada, hay que apuntar una realidad evidente. Las encuestas del CIS revelan desde hace tiempo que los problemas políticos y los asuntos relacionados con ellos ocupan uno de los primeros puestos en las preocupaciones de los ciudadanos. En el sondeo del CIS de enero de este año dedicado a los “hábitos democráticos”, los españoles conceden una nota de 4,99 en una escala de uno a diez al funcionamiento de la democracia. Si les preguntan sobre la situación hace diez años, la nota sube hasta el 6,11.

La situación económica era mucho peor entonces y es absurdo pensar que eso no afectó a la credibilidad de la democracia. “La combinación de un contexto de fuerte crisis económica con la percepción social mayoritaria de una gestión política inadecuada e injusta de ésta, así como de un goteo incesante de casos de corrupción y de falta de ejemplaridad de las élites, derivó en una crisis de representación”, escribió hace unos meses Marta Romero sobre el impacto de la crisis económica que arrancó en 2010.

Al 84,3%, le preocupa mucho o bastante que exista crispación política en España. Típico del CIS, hay varias preguntas que se refieren a lo mismo y no se concreta mucho, no sea que algunas respuestas resulten incómodas.

Cuando a los encuestados les ofrecen una serie de asuntos por si creen que sería bueno que el PSOE y el PP llegaran a acuerdos, un 87,7% dice que sería muy o bastante importante que ambos pacten la renovación del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional. La del CGPJ lleva paralizado desde hace cinco años por el veto del PP, que no quiere cumplir la ley orgánica de 1985 que establece su método de elección.

El bipartidismo, en especial si el partido en el Gobierno cuenta con mayoría absoluta, suele ser útil para que la actividad política sea más relajada y estable hasta cierto punto. La correlación parlamentaria es la que es y se supone que no cambiará hasta el fin de la legislatura. Eso contribuye a que los políticos se lo tomen todo con más calma.

Un Parlamento fragmentado con un Gobierno sin una mayoría sólida está expuesto de forma inevitable a negociaciones complicadas y presiones de los socios, y la oposición cuenta con múltiples incentivos para calentar el ambiente. Es lo que ha hecho el PP, para quien la polarización es una parte esencial de su estrategia. De ahí las muy habituales acusaciones desde las elecciones de noviembre de 2019 sobre la supuesta falta de legitimidad del Gobierno, incluso cuando ha podido reunir mayorías de en torno a 190 votos del Congreso.

Es indudable que el procés catalán ha condicionado la política de la última década y la ha radicalizado hasta niveles desconocidos hasta ahora. Ayuda mucho a entender esa furia verbal saber que no es un problema que tenga a corto plazo una solución, en el sentido habitual que damos a esta palabra. Otra cosa es que los partidos nos hagan creer que esa solución existe, la suya, claro, pero esa es otra historia.

La gente suele tener una imagen idealizada del pasado o es lo bastante joven como para no haberlo conocido (esto último no es un defecto). Por eso, no recuerda que Adolfo Suárez ni siquiera era capaz de controlar su partido político –ya del Ejército ni hablamos–, que Manuel Fraga pensó que siete ministros del franquismo podían encabezar un partido ganador en una democracia, que Felipe González permitió que un grupo terrorista anidara en su Ministerio de Interior o que la corrupción se extendiera sin límites hasta explotarle en la cara, o que Aznar apoyó con entusiasmo una invasión de Irak que desencadenó toda una serie de acontecimientos brutales en Oriente Medio que causaron la muerte de centenares de miles de personas. La lista podría ser más larga.

De todas formas, si Feijóo cree que toda la política española es un horror y que él es el peor de todos los líderes de la oposición que han pasado por el Parlamento, lo mismo hay que darle el beneficio de la duda o directamente la razón. Quizá sus declaraciones sean una llamada de auxilio para que alguien le libre de este tormento.

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