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CRÓNICA

El padre, el hijo y el espíritu de Alfonso XIII

Juan Carlos hace el signo de la victoria al dirigirse al club náutico de Sanxenxo el domingo.

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Juan Carlos de Borbón está dolido, dicen sus misteriosos portavoces, lo que viene a ser sus amigotes. Le parece que el reencuentro con su hijo tiene un carácter casi clandestino. La Casa Real está molesta, dicen las fuentes de Zarzuela, porque Juan Carlos no ha cumplido sus compromisos. Pretendían que se le viera lo menos posible en su regreso a España. Ante tal comunión de sentimientos, no es extraño que mucho de lo que rodea al exrey continúe adquiriendo rango de chapuza de la que nadie se hace del todo responsable. La Casa Real no sabe qué hacer con el anterior monarca, inesperado agente doble del republicanismo.

En el plano político, Moncloa se ha llevado un planchazo de proporciones considerables. A las numerosas preguntas sobre la situación legal de Juan Carlos –salvado de las consecuencias penales de sus actos gracias a la inviolabilidad–, respondía hasta ahora con una frase que sonaba vacua y no muy arrojada: el emérito debía dar “explicaciones” sobre su conducta, no se sabe muy bien de qué tipo. Una intervención corta y sentida valía. Quizá un comunicado de un folio o un simple canutazo ante los periodistas.

Este fin de semana, Juan Carlos desdeñó esa opción hasta con risas, “explicaciones de qué”, dijo. Ahora el campechano ha pasado a ser el sobrado. No piensa haber cometido algo punible o simplemente criticable. Acumuló decenas de millones en el extranjero que fueron ocultados a Hacienda. Incluyó a su hijo como beneficiario de una fundación radicada en Panamá. Será que opina que para eso es precisamente la inviolabilidad. Se considera intocable. Cuando dijo que “la justicia es igual para todos”, estaría pensando en su yerno, Iñaki Urdangarin. No en sí mismo, porque él sí que estaba por encima de los tribunales, como se ha podido comprobar.

Ante tal desconexión con la realidad, el Gobierno ha tenido que elevar el volumen de sus críticas. Un poco. Su portavoz, Isabel Rodríguez, dijo el lunes que Juan Carlos “ha perdido la oportunidad de dar la respuesta que esperan los españoles y merece la democracia”. Eso es bastante obvio. Tiene más peso que la portavoz haya hablado de comportamientos “nada éticos” y que los españoles “se han visto defraudados” al conocerlos. Más no se puede permitir si no quiere poner en evidencia a Felipe VI, que cada día aumenta su imagen de persona sobrepasada por los acontecimientos.

Si en otras casas reales europeas, los hijos han terminado por abochornar a sus padres por algunos incidentes –en eso, la monarquía británica se lleva las medallas de oro, plata y bronce–, en España lo que ha ocurrido es el fenómeno contrario. Es el padre el que está matando a disgustos al hijo y dejándolo en evidencia.

Y los que le quedan. Juan Carlos se parece cada día más a su abuelo por su gran capacidad de desprestigiar a la institución que le llevó a la jefatura del Estado y por creer que vive en una época anterior. Con su telegrama que mencionaba “los cojones” del general Silvestre, responsable del desastre de Annual de 1921, Alfonso XIII revelaba su ignorancia de la realidad militar de ese conflicto, su desconocimiento de la cadena de mando y su estupidez a la hora de primar una idea de valor que consiste en poner los cojones, y no el cerebro, encima de la mesa. Luego demostró un gran desinterés por el sufrimiento de miles de familias que habían perdido a sus maridos o hijos en una guerra dirigida por ineptos.

En el plano personal, Alfonso XIII desarrolló una intensa actividad en burdeles y casinos por los que paseó orgulloso su estandarte monárquico. El respeto que sentía por su mujer estaba a la altura de otros eximios representantes de la dinastía borbónica. Cinco hijos bastardos lo atestiguan.

Juan Carlos se comporta con parecida negligencia o desvergüenza moral. No cree que deba pedir perdón a nadie. Es más, parece que son los demás los que están en deuda con él.

Algunos medios informan de que la Casa Real está muy decepcionada con la visita a Sanxenxo. Ya estaban notificados. El emérito había avisado a sus amigos de que estaría en la localidad gallega coincidiendo con una competición de vela, aunque la idea de que una persona de 84 años con evidentes problemas de movilidad pueda participar en una regata es demasiado ridícula como para creérsela. Se trataba de cobrarse la venganza por los veinte meses de exilio dorado en los Emiratos. No querían que se le viera en Madrid, y mucho menos residiendo en la Zarzuela, así que tendrían que soportarlo en Galicia con una larga fila de cámaras detrás.

La Casa Real ha reaccionado ante todo esto de la misma forma que a lo largo de toda esta crisis. La información se retiene hasta el último momento y sólo se ofrece a cuentagotas. El secretismo es la marca de la casa. El encuentro de Felipe VI con su padre el lunes no tuvo cobertura gráfica, porque se consideró “privado”. Si no hay fotos, será como si no hubiera tenido lugar. Esa es la mentalidad en la que se mueve habitualmente la Casa Real, y no es aventurado decir que en la tercera década del siglo XXI está condenada al fracaso.

Ya por la noche se difundió un comunicado sobre las once horas que pasó el emérito en Zarzuela. No contaba nada que no se supiera ya ni incluía ningún reproche a Juan Carlos. El texto dice que padre e hijo hablaron “sobre cuestiones familiares, así como sobre distintos acontecimientos y sus consecuencias en la sociedad española”. Según señalan estas últimas palabras, podríamos decir que conversaron sobre el éxito de Chanel en Eurovisión y el fichaje frustrado de Mbappé.

Si Juan Carlos persiste en seguir con la vida loca que está a disposición de un hombre de su edad y de sus amigos millonarios y a negarse a admitir ningún error en público, la responsabilidad recaerá en su hijo, por poco que le guste. No puedes tener a un nuevo Alfonso XIII disfrutando de la fortuna escondida en el extranjero y de otras donaciones de origen desconocido y pensar que eso no va a afectar a la reputación de la monarquía.

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