Miguel Poveda: “Somos tan torpes que solo usamos nuestra diversidad para destacar que somos distintos”
Quiso ser Superman o Neil Armstrong. Alcanzar la Luna con alfileres de colores “y bordar en la bandera de la libertad el amor más grande de su vida”. Consiguió volar. Y ya son treinta los años que lleva acariciando el firmamento. Para llegar muy alto, abrazar a las estrellas, y generar una estela interminable de destellos tuvo antes que refugiarse en su habitación y evitar las burlas de sus compañeros de colegio que ahora le felicitan. También dar rodeos para evitar insultos y encontrar en un viejo radiocasete la puerta mágica al universo de la música.
Discípulo de El club de los poetas muertos, la película que le sigue pellizcando el alma, tomó el camino menos transitado y eso marcó la diferencia. Descubrir su don en la garganta a los quince años le libró del andamio, de irse a la cama con el estómago rugiendo de hambre, de esconderse y caminar por la orilla. Un día creyó en sí mismo, se atrevió a ir lejos y ganó la Lámpara Minera. Con el camino ya iluminado, mucho trabajo, más pasión y el perfeccionismo inherente a los genios, nos regaló el deleite: solo, pero también con Serrat, con Ruibal, con Sabina, con Juan Gabriel, con Alejandro Sanz, con Pasión Vega, con Raphael, con Tomatito, con Carmen Linares, con Pedro Guerra, con Niña Pastori, con Eva Yerbabuena, con Morente, y hasta con la mismísima Chavela Vargas. Diez días antes del adiós definitivo de la cantante que prestó su voz a la libertad, le cogió la mano, se sentó en el escenario junto a él y tomándose su último tequila, le entonó que te vaya bonito.
Entonces, el artista catalán entendió que nacer un martes trece a las trece horas nunca fue signo de mal fario, sino la señal de que él no era un mortal más: su flamenco, sus boleros, sus tangos, sus coplas, son regalo divino para los más y los menos entendidos. Su música ya es Leyenda del tiempo. Su sencillez y ejemplo de esfuerzo es promesa cumplida de que “la vida o es una aventura atrevida o no es nada”. Rendido al amor que siente por su hijo, encabeza el cartel de todo vendido en los teatros de medio mundo. Quienes se acercan a él reconocen a Miguel Poveda como un flamenco universal que cautiva, pero también como al hombre que alberga al crío tímido que, con las manitas vacías, encendió su garganta para cantar en público y así tener algo que regalar a su madre. Combinando talento y superación, su trayectoria y conversación demuestran que se puede ser un astro brillante y cercano, comprometido y fiel a sus raíces. Él cree que es “solo un cantaor”, pero su sincera humildad y su lección de vida son casi tan grandes como la luz de su voz: “El arte es un arma cargada de futuro”.
Un pequeño genio que creció en la soledad de su cuarto
Miro hacia atrás y busco entre mis recuerdos: “Cuando escucho esta canción de Luz Casal siempre lloro porque podría poner título a mi infancia”. Para encontrar al niño noble y perseguido que fue, hay que situarse en el barrio badalonés de Bufalá, donde Miguel Poveda creció, a comienzos de los años setenta junto a sus padres, a sus dos hermanas menores y a un vecindario de inmigrantes manchegos y andaluces. Perteneciente también a una familia de charnegos que llegaron a Cataluña, procedentes de Murcia y de Ciudad Real en busca de trabajo para ganarse el pan, la promesa de una vida mejor se resistió: “Mi padre estuvo unos seis años en paro y después tuvo un accidente de moto y no podía trabajar. A veces la familia nos ayudaba y nos traía bolsas de comida”. Cuatro décadas después, le basta el aroma del pan horneado para recordar con precisión la estufa, la mesa del comedor, la tele en blanco y negro, el portal cuarenta y ocho donde salían a la fresca los vecinos en verano con sus sillas de esparto y cada detalle de aquella vivienda social que albergó su infancia: “Cuando mi padre pudo trabajar y comenzó a entrar algo de dinero en casa, recuerdo que mi madre cogía una rebanada de pan, la echaba leche condensada, ponía piñones por encima y lo metía al horno. Ese olor lo tengo grabado”, como el del festivo y dulce alivio al hambre.
El sabor al amor como principal condimento de la sencilla comida de su casa se esfumaba cuando el pequeño Miguel iba al colegio o se asomaba a la calle: “Mi infancia fue un tiempo difícil. A menudo cenábamos un huevo duro con aceite y sal porque no había más. Sin embargo, pese a que no teníamos recursos, mientras se comía en casa se cantaba y se hacía compás con los pies bailando debajo de la mesa. El problema era salir: mi madre me mandaba a hacer todos los recados y yo daba rodeos muy grandes para evitar pasar por delante de los niños del barrio para que no me insultaran”. El colegio tampoco fue un espacio feliz: “Era tímido, blandito, el rarito de la clase, y los chicos siempre se metían conmigo, por eso, hice de la soledad de mi cuarto mi refugio y de un viejo radiocasete mi lugar de salvación”. Grabando canciones de la radio en viejas casetes que le quitaba a su padre entró “en un mundo de música, de artistas, de ídolos, de gente de la que me hice amiga espiritualmente. Aquellos artistas eran mis dioses”. Tardaría todavía unos años en descubrir que ellos ya le habían reservado un lugar privilegiado en el olimpo del cante jondo.
Comenzó a cantar porque no costaba dinero
Miguel fue uno de tantos niños nacidos en Cataluña a los que el programa de inmersión lingüística de la Generalitat, en los colegios públicos, obligó a mediados de los años ochenta a comenzar un curso con la mayoría de las asignaturas en catalán. Pese a sus ganas de aprender y a ser muy curioso, tener que escribir y entender correctamente el idioma que no hablaba en casa resintió mucho sus calificaciones. El clima hostil que además sufría en la escuela favoreció su progresivo desinterés: “Todas las materias, menos una, el castellano, pasaron radicalmente, de la noche a la mañana, a ser en catalán en un centro donde todos éramos hijos de inmigrantes. Entonces sentí que me sacaban del terreno. Me arrepiento mucho de haber dejado de lado los estudios porque hasta entonces fui un buen alumno. Ni siquiera saqué el graduado escolar. Luego me apunté a un curso de formación profesional, pero la situación en casa tampoco era buena para vacilar, hacía falta dinero y me puse a trabajar en una fábrica y después de aprendiz de soldador”.
Era solo un crío, pero aunque la necesidad se imponía nunca confundió lo urgente con lo importante. Todo su paraíso era la música: “Mi padre escuchaba a Alan Parsons, a los Beatles, a Pink Floyd, a Boney M., a Mike Oldfield. Aquellos temas no despertaban nada especial en mí. Además, la dueña del tocadiscos era mi madre. No sabía estar en casa sin tener música o la radio puesta: Pepe Marchena, Manolo Caracol, Pepe Pinto, María Jiménez, Rocío Dúrcal, Rafael Farina. Y también mucha copla: Marifé de Triana, Rocío Jurado, Pantoja… Escuchaba a Chiquetete, que me encantaba, y lloraba con sus canciones. Me emocionaba también con el flamenco de Juanito Villar. Y sonaba Bambino y a mí me brotaba la sangre”.
Con la música cansada de estar encerrada en su habitación, el padre de Miguel comenzó a llevarle a peñas flamencas para aliviar su soledad y seguir a una de sus tías que cantaba en los centros andaluces de Cataluña: “Me gustaba estar allí, con aquella gente mayor que no me juzgaba y que hasta me mimaba porque sabían que yo cantaba. Aquello me reconfortaba. Veía como bailaban chicos de mi edad y yo quise bailar en un principio, pero una hermana de mi madre murió muy joven y dejamos de ir a las peñas. Después quise tocar la guitarra, pero como ya iba mal con los estudios, mi madre me dijo que no me la compraban. Entonces, pensé: ‘Bueno, la voz no cuesta dinero’. Aparté la idea de la academia de baile y la de la guitarra. Y me decidí por cantar”.
Entonando bajito y fracasando una vez, triunfó
“Nunca pensé que me convertiría en cantaor”. Ni siquiera cuando su madre y otras tantas del vecindario lograron organizar festivales musicales en el local social del barrio, el Freixenet. Entre cuatro humildes paredes aquellas mujeres construyeron una burbuja común de entretenimiento cuyo objetivo era tratar de evitar que sus hijos pasaran demasiado tiempo en la calle. Con carteles, disfraces rudimentarios y un karaoke lograron que todos los chavales de la barriada subieran al escenario. También Miguel: “Me daba mucha vergüenza cantar delante de nadie, no lo había hecho nunca. Entonces, cuando me tocaba, entonaba encima del cantante, pero lo justo para que no se escuchara mi voz”. Escondiéndose tras el disfraz “de una chaqueta muy grande, una chillona pajarita de papel y calcetines blancos”, en aquel local social simuló sus primeras actuaciones públicas ahogando su voz cuanto podía en los playbacks.
Definido como todos los artistas por lo que fue de pequeño, con catorce años, devoción por sus padres y sin sombra de duro alguno en el bolsillo, quiso hacer un regalo a su madre por su cumpleaños. Congregó a toda la familia en el centro rociero andaluz Nuestra Sra. de la Esperanza para que le oyeran cantar en un recital de “jóvenes promesas de la canción española”. Era la primera vez que se subía a un escenario real, pero aquel era muy grande: “Yo quería un micro, un público, una tarima y gente sentada: Un ritual”. Como presagio de que cada acontecimiento de su vida sería un aleccionador recordatorio, el debut para el núbil Poveda no fue bien. A medida que cantaba se iba quedando afónico y su voz se quebraba entre los agudos y los graves que la testosterona provoca en la ampliación de la laringe al llegar la pubertad: “Fue un desastre. Sé que mi madre pensó ‘lastimita de hijo, en la que se ha metido’. Desde ese momento, quise enmendar aquello”. Pasó algún tiempo, pero lo consiguió.
Treinta años de carrera y un flamenco universal
Para el hombre cautivado por el poeta de Granada al que relee en Palabra de Lorca, y que se arrima también a la genialidad del jazz de Richard Bona cada vez que su ánimo “se marchita”, salir obligado de casa para someterse a la prosaica disciplina del servicio militar “fue horrible, un zarandeo tan fuerte que me despertó”. Sin más excusas se dijo: “Se acabó, este soy yo con todas las consecuencias ”. Y asumiéndose, asumió su destino. Si solo al soñar tenemos libertad, en los sueños de Poveda el flamenco se convirtió ya en su bandera y decidió izarla también despierto.
En la misma localidad murciana que ahora exhibe con orgullo el nombre del artista en la placa de una calle, se presentó con apenas veinte años a la 33 edición del Festival de Cante de las Minas, uno de los concursos flamencos más exigentes y con más solera. Días antes recordó aquella tarde de noviembre de 1988 en la que sintió que le falló a Felicia, su madre, y al resto de la familia. El miedo a un nuevo fracaso hizo que tratara de descolgarse del cartel. La fortuna y el recuerdo permanente de los cinematográficos consejos del Profesor Keating alentando a sus alumnos, hizo que no lo consiguiera: “Hay un momento para el valor y otro para la prudencia. El que es inteligente, sabe distinguirlos”. El cantaor supo qué elegir: subió al escenario y dinamitando los cánones tradicionales del flamenco con un pendiente, no siendo ni andaluz ni gitano y no ocultando su homosexualidad, logró una ovación histórica, cuatro de los cinco premios del certamen y el galardón más importante: La Lámpara Minera. Veinte años después, su arte dinamitaba todos los barrotes y salía de su habitación. Entonces, llegaron los conciertos, las giras, los aplausos, el cine de Bigas Luna, el de Carlos Saura y un disco de platino con Los abrazos rotos de Almodóvar. Después, otro de oro amasado a fuego lento para ser Artesano. Más y más galardones y la Medalla de Oro de Andalucía vestida de luto coincidiendo con la partida final de su padre. Con flamencólogos y el público rendido a sus quiebros, se ganó también el afecto sincero de otros que también alumbran nuestra vida con su arte: María Dolores Pradera le cantó Caballero de fina estampa “a una hora a la que solía estar dormida o en urgencias”, y la primavera avanzó cuando Ana Belén coreó a su lado donde pongo la vida, pongo el fuego.
“Con hambre siempre de escenario y más de ofrecer amor”, Miguel Poveda León despide su Playlist para regresar al trabajo y cuidar hasta el último detalle de la gira que desafiará a la pandemia desde el próximo nueve de abril en Madrid. Antes de regalarnos su última sonrisa nos recomienda Patria, la serie basada en la novela de Fernando Aramburu que “me ha enganchado mucho sobre todo por su mensaje conciliador. Me ensombrece que en un país como el nuestro, con una diversidad cultural, gastronómica, de paisaje tan impresionante, seamos tan torpes, tan catetos y borregos para no tomar conciencia de esos valores y solo los usemos para destacar lo diferentes que somos. Nací en Barcelona y estoy orgulloso de ser catalán. Respeto el derecho a decidir, pero desde la legalidad. También respeto el independentismo, pero no lo comparto. Yo me crie en una Cataluña mestiza y ahí estaba la riqueza. Mi padre era de Murcia y mi madre de Ciudad Real. Uno escuchaba rock sinfónico y ella flamenco. La diversidad siempre ha estado en mi casa y es en lo que creo”. En eso y en el abrazo de su pequeño que busca ansioso con la mirada: “Mi hijo es el lugar más hermoso que he conocido y conoceré en mi vida”.
Con su susurro de poesía, de música, de belleza y amor, de las cosas que nos mantienen vivos, dejamos un corazón libre de prejuicios que, con el superpoder de la música, vuela para iluminarse e iluminar nuestras vidas. Carpe diem.
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