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Alta mar, las aguas 'de nadie' que no tienen quién las defienda

Una ballena emerge en el océano.

Raúl Rejón

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Alta mar significa las aguas que no son de nadie. Aunque suponen casi la mitad de los océanos, apenas una ínfima parte goza de alguna protección legal. No son de nadie, pero son de todos. Crear allí un área blindada obliga a un acuerdo entre países en los que entran en juego intereses nacionales, comerciales y privados. La ONU acaba de publicar el último borrador para alcanzar el primer acuerdo internacional y vinculante que impulse la protección de Áreas Marinas más allá de la jurisdicción nacional. 

Los estados de la ONU se comprometieron en 2011 a salvaguardar, al menos, el 10% de los mares del planeta al acabar 2020. La última actualización coloca el nivel de protección en el 7,9% de los océanos cuando quedan 12 meses para cerrar el plazo. Pero, a pesar de sumar más de 155 millones de kilómetros cuadrados (el 43% del global), la alta mar apenas tiene 1,8 millones protegidos de alguna manera (el 0,5% del mar).  

Estas zonas en aguas internacionales incluyen “algunos de los ecosistemas más importantes, menos protegidos y más críticamente amenazados”, resume High Seas Alliance, un grupo de organizaciones entre las que están Greenpeace, Birdlife y la Unión para la Conservación de la Naturaleza. Pueden albergar desde arrecifes de coral, colonias de esponjas, sistemas volcánicos y corredores de paso de grandes migraciones. Abarcan superficie y grandes profundidades así que soportan sobrepesca, tráfico marítimo de buques y proyectos de minería en el lecho marino. 

“Tienen la misma importancia que las áreas que son gestionadas por países”, explica Ricardo Aguilar, investigador y director de Expediciones de la organización Oceana. “La única diferencia es que, al encontrarse en aguas internacionales, necesitan el acuerdo de los países ribereños o firmantes de los acuerdos internacionales para su gestión, y no solo un gobierno”. 

Sin soberanía sobre los recursos

El borrador del acuerdo internacional auspiciado por la Convención sobre la Ley del Mar, se marca como objetivo general “asegurar la conservación y uso sostenible” de estas áreas. Su importancia reside, pues, no solo en los valores ecológicos por proteger sino, además, los recursos que ofrece a los seres humanos. El texto también incluye que “ningún estado podrá ejercer soberanía sobre los recursos” y su uso se hará “para beneficio de la humanidad en su conjunto”. 

La áreas que “precisen protección” serán propuestas por los estados del acuerdo. Un comité científico hará una evaluación y, tras las alegaciones de partes implicadas, otro informe de recomendación final antes de declararse una zona como protegida. 

“Están muy descuidadas y es donde se da la mayor inseguridad. Tienen muchos problemas: desde la explotación de recursos a la contaminación, pero ojo, la declaración siempre tiene que ir acompañada de medidas de gestión porque, si no, se convierten en áreas sobre el papel”, reclama el experto en áreas marinas de WWF, Óscar Esparza. 

Este doctor en biología marina ilustra su advertencia: “Sabemos que en alta mar hay zonas críticas para el paso de cetáceos. Se puede declarar zona protegida, pero también sabemos que cada vez hay más tráfico marino por el aumento del comercio. Navegan más buques. Es necesario gestionar de manera transnacional”.

El proyecto –que se llevará para su aprobación a la Asamblea de la ONU en Nueva York en marzo– intenta romper el tipo de bloqueo que ha impedido sacar adelante algunos proyectos de protección. “No se han podido proteger más zonas de aguas internacionales por la falta de acuerdo entre los países, pero también porque cada estado se ha preocupado solo de sus aguas y no de las aguas comunes. En algunas zonas por conflictos armados, por discusiones sobre soberanía, por enemistades o intereses particulares que han dificultado alcanzar acuerdos”, explica Aguilar.

Debate en marzo

Un ejemplo nada lejano en el tiempo de este problema se vivió en noviembre de 2018. Ese mes fracasó el plan para declarar el santuario marino más gran del planeta en el mar de Weddell en la Antártida: 1,8 millones de kilómetros cuadrados. ¿El problema? En esas aguas se pesca cada vez a mayor ritmo un pequeño crustáceo de gran interés comercial: el krill. El mercado de aceite de krill superó los 270 millones de euros en 2017 y las proyecciones le otorgan un crecimiento anual de entre el 11 y 13% hasta los 800 millones para 2025. Las aguas de Weddell no son de nadie. Son de cualquiera que acuda a faenar: la flota atraída por el krill cuenta con barcos rusos, noruegos, estadounidenses, surcoreanos y recientemente China que, en mayo de 2019, botó lo que la armadora Shen lan llamó el “mayor buque de pesca de krill del mundo”. China prevé que su demanda de aceite de krill se multiplique por cuatro.

Respecto a la minería a gran profundidad, la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos tiene actualmente firmados 30 concesiones con otros tantos contratistas para que cada uno explore durante 15 años en busca de yacimientos metálicos más allá de las jurisdicciones nacionales de sus países. Cada concesión abarca 150.000 kilómetros cuadrados en exclusividad durante ocho años, que se reducen a la mitad durante el resto de la concesión. Entre los contratistas hay desde gobiernos a multinacionales mineras.

En este sentido, Óscar Esparza reflexiona que “las fronteras de los países sobre el mar se han ido extendiendo a medida que avanzaba la tecnología que permite acceder a los recursos”. Han pasado de trazarse en la línea donde alcanzaba el disparo de un obús, a las 200 millas de la Zona Económica Exclusiva y ahora las grandes profundidades. “Ese es nuestro miedo: que no se ponga coto”.

Ricardo Aguilar resume que “el borrador del acuerdo es positivo porque fomenta la cooperación y la investigación científica. Difícilmente podrá ir más allá. El problema seguirá siendo la voluntad de los gobiernos aunque así las posturas de los estados pueden quedar mucho más expuestas a la opinión pública internacional”. 

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