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The Guardian en español

Diez años después de la crisis financiera, la tímida izquierda tiene mucho que reprocharse

Manifestación en Londres contra los recortes en la sanidad pública en 2017.

Larry Elliott

Ya están preparando los carteles. Las photo-opportunities están siendo organizadas. Una coalición de grupos de presión, sindicatos y ONG redactan una lista de demandas. Los preparativos están en marcha para ocuparse el próximo mes del 10º aniversario del colapso de Lehman Brothers, el momento decisivo en la crisis financiera global.

No se equivoquen. El hecho de que se vayan a celebrar actos en todos los centros financieros del mundo no es motivo de celebración. Por el contrario, es un símbolo del fracaso. Los bancos no vieron reducido su tamaño. Los planes para una tasa de las transacciones financieras sólo acumulan polvo. Los políticos especularon con la idea de un New Deal ecologista y luego la olvidaron rápidamente. Nunca hubo un cambio radical desde la ortodoxia dirigente, sólo un breve impulso que fue anulado de inmediato. El hecho brutal es que la izquierda tuvo una oportunidad y la desperdició.

Diez años después, las finanzas internacionales son tan poderosas como antes. Sólo ha habido una reforma cosmética de la industria bancaria. El poder empresarial está aún más concentrado. Los beneficios de la recuperación global más débil que se recuerda tras la recesión han sido acaparados por una pequeña minoría. Los salarios y el nivel de vida en la mayoría de los países desarrollados han crecido sólo de forma modesta, y eso los que lo han hecho.

Septiembre de 2008 fue una experiencia casi mortal para el capitalismo global. En un momento, hubo un serio temor por todo el sistema bancario occidental. Cuando la recesión estaba en su momento más grave, la producción industrial sufrió un colapso más intenso que la que había padecido en los primeras etapas de la Gran Depresión.

Fue así de grave. El momento era perfecto para los políticos lo bastante valientes como para anunciar algo obvio: que la crisis era el resultado de eliminar todos los obstáculos colocados al capitalismo financiero global con buenas razones en los años 30.

Pero los partidos socialdemócratas fracasaron de forma vergonzante a la hora de plantear una respuesta progresista a la crisis que hubiera supuesto afrontar el desequilibrio entre capital y trabajo. Fueron tímidos cuando debían haber sido valientes y pagaron un duro precio por ello. Los partidos tradicionales aplicaron algunos parches en el sistema y prestaron escasa atención a la furia de aquellos que se sentían ignorados. El malestar se dispersó y terminó encontrando otras formas de manifestarse.

En el invierno de 2008-2009, existió una presunción inocente en la izquierda de que el shock de Lehman había sido tan profundo que el cambio era inevitable. Si las crisis del petróleo de los años 70 habían sido el catalizador de la imposición de un programa derechista, la crisis de las hipotecas subprime haría lo mismo por la izquierda. Pero no fue tan sencillo, porque los que habían prosperado en las décadas posteriores a la revolución de Thatcher-Reagan utilizaron todo su poder, influencia y capacidad de engaño para resistirse al cambio. Se llevaron a cabo algunos repliegues tácticos para asegurar la permanencia del statu quo.

El contraste entre Franklin Roosevelt en los años 30 y Barack Obama es revelador. Ambos llegaron a la Casa Blanca en tiempos desesperados. Ambos contaban con un mandato para el cambio. Roosevelt pensaba que las reformas eran necesarias para salvar al capitalismo de sí mismo. Fue el marco intelectual que provocó la Ley Glass-Steagall para separar la banca de inversiones de la banca comercial, las inversiones en infraestructuras para dar empleo a los parados, y las leyes que facilitaban la implantación de los sindicatos.

Obama, como muchos de los políticos de centroizquierda de hace diez años, era un tecnócrata que aceptaba el statu quo en sus principios generales y que nunca contempló seriamente hacer frente al sistema financiero. Wall Street detestaba a Roosevelt. A Obama lo veía como alguien mucho más dócil.

Obama merece algo de comprensión. Cada periodo radical necesita tener un rey filósofo que ayude a presentar un marco legal para la acción. Para la primera generación de liberales de la economía de mercado, los gurúes eran Adam Smith y David Ricardo. Para Lenin, fue Karl Marx. En los años 30, fue John Maynard Keynes. Y en los 70, lo fueron Milton Friedman y Friedrich Hayek. Hace diez años, no había nadie.

El proceso de desafiar el estado de las cosas careció de un análisis completo sobre lo que había causado la crisis. Había un discurso ecologista, un discurso keynesiano y un discurso marxista, y todos tenían sus méritos y sus partidarios. El problema es que los progresistas fueron cada uno por su lado. Eso abrió la puerta a un discurso que pocos pensaron que saldría victorioso en septiembre de 2008: el que decía que la crisis se originó porque los gobiernos habían gastado demasiado.

Hay muchas lecciones que aprender. Una es que los progresistas tienen que ganar la batalla de las ideas, y que eso significa recuperar el control de la enseñanza de la economía. Se han dado algunos pasos sobre este asunto desde la crisis financiera, como la financiación por George Soros del Institute for New Economic Thinking, un foro para el pensamiento heterodoxo. Pero incluso aunque el colapso de 2008 fue el resultado del fracaso de unas ideas económicas, los responsables de esas teorías inútiles continúan estando bien colocados en los campus universitarios. El progreso ha sido lento.

Una segunda lección es que un programa político progresista empieza desde arriba, con una crítica panorámica general, y de ahí baja a las políticas específicas. Eso fue lo que funcionó en los años 40, cuando el consenso de posguerra se basaba en un simple concepto: nunca más. El control de la economía y la gestión de la demanda partieron de ahí.

La tercera lección es que los progresistas deben tener claro qué es lo que quieren. La izquierda permanece dividida entre los que piensan que la única opción es trabajar dentro del capitalismo global –como hicieron Bill Clinton y Tony Blair–, los que como Roosevelt pensaban que se necesita un enfoque más radical, y aquellos que creen que el capitalismo está tan podrido que ya no puede salvarse.

La cuarta es que se necesita algo de humildad. No hay duda de que la naturaleza del debate ha cambiado desde la crisis, en parte a causa de la austeridad, en parte por la actitud indulgente ante los bancos. Pero hay cosas sobre la vida moderna que gustan a la gente: la facilidad para comunicarse y para viajar; el hecho de que por el mismo dinero de hace diez años se puede conseguir un teléfono móvil más sofisticado o una mejor comida en el restaurante. Cuando la izquierda radical ha llegado al poder, no se ha cubierto siempre de gloria.

“Hubo un corto periodo de tiempo en que los grandes poderes estuvieron a la defensiva”, dice David Hillman, director de Stamp out Poverty y uno de los organizadores de las protestas en la City de Londres del próximo mes. “Las fuerzas progresistas no pudieron aprovecharlo. No ha cambiado nada sustancial y vamos como sonámbulos hacia otra crisis”.

Eso lo resume todo. En realidad, los progresistas no se merecen una segunda oportunidad, pero es posible que la tengan. La duda es si esta vez estarán mejor preparados.

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