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The Guardian en español

La comunidad yazidí en Irak teme volver a casa: “Solo quedan los huesos”

Un grupo de mujeres espera en un punto de control establecido en Irak por el grupo yihadista Estado Islámico (EI) EFE/Archivo

Lyse Doucet

Un generador arranca a trompicones y varios hombres con ropa de campesino le echan agua a los tractores cubiertos de barro. Mientras, el sol desparece en un cielo de final de verano. Es un día más en este pueblo al norte de Irak y Bafrin Shivan Amo, de 20 años, se incorpora sobre su cama plegable para hablar de lo que fueron los días más infernales de su vida.

“Me violaban todos los días, dos veces o más cada día”, relata con una compostura impresionante. “Yo era sólo una niña”, dice con voz suave e inmutable. “Jamás podré olvidarlo”.

Bafrin nos cuenta su historia, así de cruda como es, porque quiere que el mundo sepa lo que le pasó a ella y a casi 7.000 mujeres yazidíes que fueron esclavizadas durante años por los bárbaros combatientes del Estado Islámico. Su pequeña comunidad cree que el mundo se ha olvidado de ellos.

Hace cuatro años, cuando los combatientes de ISIS arrasaron esta región fronteriza de Irak, las imágenes de gente desesperada muriendo de hambre y deshidratación y vagando por las montañas de la tierra yazidí despertaron las alarmas y la compasión por una cultura antigua que muy pocos conocían. Se enviaron helicópteros que arrojaron comida y agua a las estériles laderas de las montañas de Sinyar y trasladaron a algún sitio seguro a las pocas personas que lograron subir a bordo.

Ahora, una fuerte cicatriz marca el grupo de pueblos a los pies de las montañas sagradas de los yazidíes. En las calles, un silencio espectral. Los esqueletos rotos de las casas todavía conservan las bombas y las trampas que dejó ISIS antes de abandonar esta zona hace tres años, cuando fueron desalojados por las fuerzas kurdas respaldadas por los ataques aéreos estadounidenses. Cientos de miles de yazidíes ahora viven en campos de refugiados cerca de esta región sin poder ni querer regresar a sus hogares. Y sin saber a quién pedir ayuda.

Pocas agencias humanitarias están en esta zona y los yazidíes han quedado en un limbo, atrapados en medio de las disputas entre la administración kurda local y el Gobierno central de Bagdad. Esto afecta a la entrega de ayuda, así como a la seguridad de una población que todavía teme que regrese el grupo terrorista ISIS.

“No puedo regresar a mi pueblo”, cuenta Bafrin mientras nos sentamos en el campo, bajo un sol abrasador. Un pañuelo azul oscuro con un ribete brillante destaca su rostro. Ella elige no esconder su cara ni su nombre mientras relata su historia que, igual que la de muchas mujeres yazidíes, es más dura de lo que nadie puede imaginar. “No hay ninguna esperanza de que vuelva a haber vida en mi pueblo. Solo quedan los huesos de los muertos”.

Su pueblo es Kocho, y no está muy lejos de donde estamos. Dentro del catálogo de los crímenes de guerra de ISIS, Kocho marcó un nuevo estándar de brutalidad. Toda la población masculina, unos 400 hombres, fueron reunidos y fusilados o decapitados. Las mujeres ancianas fueron asesinadas y arrojadas a fosas comunes. Las más jóvenes fueron vendidas como esclavas sexuales y los niños fueron convertidos en soldados.

Aquel fatídico verano de 2014, Bafrin estaba fuera de Kocho e intentó llegar a las montañas de Sinyar junto con otras decenas de miles de personas que huyeron en medio del pánico. Su objetivo, escapar de la embestida de ISIS sobre un pueblo que desprecian por “adoradores del diablo”.

Los yazidíes creen que las montañas de Sinyar, un macizo que ocupa parte de la frontera entre Irak y Siria, han sido siempre su única protección. Las ven como guardianes de su fe, una religión monoteísta muy perseguida, con raíces en el zoroastrismo, del que también han derivado el cristianismo y el islam.

Los combatientes de ISIS atraparon a Bafrin y a sus tres hermanos en la carretera, justo al sur de la montaña, y la encerraron, al principio, junto a varias de sus jóvenes amigas de Kocho.

En medio de su dolor, Bafrin siempre conservó su fortaleza y un objetivo. “Cada día que estaba cautiva, me iba haciendo más fuerte”, afirma. “Aproveché cada oportunidad que tuve para escapar y me prometí a mí misma que nunca me rendiría, porque al final o me matarían o lograría mi libertad”.

Cuando el segundo combatiente que la tuvo esclavizada murió en un ataque suicida, ella se cubrió con ropa negra, trepó una pared y acabó llegando a una casa en la ciudad iraquí de Mosul, que entonces también estaba bajo control de ISIS. Unos desconocidos abrieron la puerta a esta joven que huía aterrorizada, la escondieron unos días y luego la vendieron a su familia de origen.

Todavía hay desaparecidos 35 miembros de su familia. “Mis hermanos probablemente estén muertos”, admite renuente. “Pero todavía tenemos esperanzas”, añade.

“Cuando recuperé mi libertad, volví a nacer. Pero no puedo sentirme realmente libre mientras 3.000 mujeres y niños yazidíes siguan en cautiverio y en situaciones peores que la mía”, afirma.

Si bien se ha expulsado a los combatientes de ISIS de las ciudades que formaban el califato, todavía quedan muchos en las fronteras de los pueblos y en el desierto.

Una a una, tras años de tormentos, algunas mujeres yazidíes regresan a casa, ya que los combatientes de ISIS se están deshaciendo de sus esclavos, generalmente a cambio de grandes sumas de dinero que pagan los traficantes.

“No creí que pudiera suceder”, cuenta Gazal, visiblemente exhausta, en su primer día en casa, después de que su familia reuniera decenas de miles de dólares junto con familiares y vecinos para liberarla de los captores que la retenían en Siria.

El emotivo reencuentro con la familia

Dalia, su hija de nueve años, la sigue en silencio. Es una niña desconcertada, en cuyos ojos se puede ver el horror que ha vivido. “Me golpeaban en la cara, golpeaban a mi niña. Golpeaban a mis cuatro hijos. Tenía mucho miedo por ellos”, señala Gazal.

Las palizas le han paralizado un lado de la cara y la parálisis se extiende hasta el brazo. Pero incluso si sus ojos han perdido brillo, el alivio que siente es palpable. Gazal pensaba que su martirio no acabaría nunca.

“El Estado Islámico me mintió”, recuerda con voz más aguda. “Nos decían que nuestras familias nos matarían si intentábamos volver, así que yo tenía mucho miedo de regresar. Pero me sorprendió mucho la bienvenida que nos dieron”.

En un vídeo de móvil de los primeros momentos juntos, Gazal llora mientras la abrazan su madre y sus hermanas. Las rodillas le fallan y se derrumba en el suelo, abrumada por la emoción del reencuentro y el alivio.

Gazal había esperado lo que le pareció una eternidad antes de contactar con sus familiares: otra chica yazidí tenía escondido un teléfono y Gazal finalmente se vio lo suficientemente fuerte como para enviarle mensajes de voz a su familia, que entonces contactaron con los traficantes.

A los pocos días de haber regresado a casa, Gazal viajó al templo sagrado yazidí en Lalish, un conjunto de santuarios con característicos tejados coloniales, en medio del valle. Igual que a todas las mujeres que fueron esclavizadas por ISIS, la bañan en agua bendita en un ritual que limpiará su pasado ante los ojos de su comunidad. Sin esta ceremonia, no podrían aceptarla.

La preocupación por la situación de las mujeres yazidíes hizo que algunos países, incluidos Australia, Alemania y Canadá, ofrecieran refugio a un número determinado de mujeres y a sus familias.

Todas las familias yazidíes dicen querer marcharse y todas están buscando a sus seres queridos. En la pequeña oficina de secuestrados, montada por la comunidad en el vecino pueblo iraquí de Duhok, el director, Hussein al-Qaidi, habla con una voz que resuena como si tuviera un megáfono, como si quisiera que lo escuche todo el mundo. “No nos ayuda nadie”, afirma. “Si esto estuviera sucediendo en otro lado, todo el mundo ayudaría. ¿No somos humanos nosotros también? ¿No nos merecemos algo más que esto?”,se pregunta.

La primera ayuda que llegó fue de la oficina del primer ministro kurdo para pagar los importantes rescates que a menudo piden por los secuestrados, pero esos fondos se están acabando. Agencias más grandes, como el Comité Internacional de la Cruz Roja y las Naciones Unidas están haciendo algún esfuerzo por rastrear a las personas, especialmente a los niños, que están perdidos en campos de refugiados u orfanatos, o son vendidos a otras familias, pero es un tema sensible y complejo.

“Hace cuatro años que no vemos a nuestros padres”, cuentan Adiba y Asia, dos mujeres de más de 20 años que lograron salir del cautiverio. Han perdido a ocho miembros de su familia –padres, abuelos, dos tías y dos hermanos–. Nos encontramos en un camino en un campo de refugiados yazidí, un terreno muy cuidado que las familias han intentado hacer propio plantando árboles, cultivando menta y otras hierbas, incluso impresionantes girasoles amarillos.

Esta familia le llamó la atención a Sally Becker, la trabajadora humanitaria británica que se hizo conocida en los años 80 durante el conflicto en Bosnia porque cruzaba los frentes de batalla y sorteaba la burocracia para rescatar a niños heridos.

Utilizando sus contactos en la comunidad yazidí, Becker ahora está en misión con su pequeña organización humanitaria, Road to Peace (Camino a la Paz), para que encontrar a niños yazidíes sea una prioridad.

“Esta es mi primera pista, de 1.700 niños que todavía están desaparecidos”, dice, compartiendo la fotografía de Sabir, una niña de cuatro años sobrina de Adiba y Asia, que fue arrebatada de los brazos de su madre y retenida en cautiverio por ISIS cuando solo tenía nueve meses.

Sylvana, la hermana de seis años de Adiba y Asia, se sienta junto a ellas. La niña escapó por poco de las garras de los traficantes de órganos que la llevaron a Turquía. “Querían sacarme el riñón, pero un médico me robó del hospital”, susurra, mientras narra con su voz titubeante de niña el viaje que finalmente le trajo de regreso a Irak, donde sus hermanas lograron encontrarla.

Becker advierte: “Si no se toman más medidas rápidamente para encontrar a los niños que están perdidos en campos y orfanatos, más niños podrían acabar en manos de los traficantes, como Sylvana”.

Hay una sensación de urgencia e impaciencia. Las familias yazidíes saben que algunas de las respuestas que buscan están sepultadas en las fosas comunes que hay por toda esta región arrasada.

En Kocho, sólo unos pocos soldados y un débil cerco de malla resguardan los campos de exterminio. Sólo el viento rompe el silencio, el mismo viento que ya ha expuesto algunos huesos y trozos de ropa. Hace un año, el consejo de seguridad de la ONU aprobó por unanimidad una resolución, liderada por Reino Unido, que autoriza a un equipo a reunir pruebas de los crímenes del Estado Islámico, incluyendo la exhumación de fosas comunes.

“La gente está perdiendo la esperanza”, señala Farhan Dakheel de Yazda, una organización global que ha estado ayudando a documentar lo que la ONU ha denominado genocidio. “Muchos yazidíes me dicen que si este año no sucede nada, exhumarán los cuerpos ellos mismos”.

La semana pasada, el primer equipo de la ONU estuvo en el lugar junto a una unidad médica iraquí tomando muestras de sangre de los superivientes de otro pueblo cercano a las montañas de Sinyar. “Es sólo el comienzo”, dice Farhan con precaución, en un tono que subraya el temor de los yazidíes de nunca ser la prioridad de nadie.

Traducido por Lucía Balducci

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