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The Guardian en español

La extraña visita de una delegación masái a un museo de Oxford en proceso de descolonización cultural

Imagen del Museo Etnográfico de la Universidad de Oxford.

Yohann Koshy

Cuatro miembros de la tribu masái inspeccionan un pequeño objeto alrededor de una mesa amplia. Están en una luminosa sala del Museo Pitt Rivers, perteneciente a la Universidad de Oxford. Un miembro del museo con guantes especiales ha depositado cuidadosamente el objeto frente a ellos. Los masái, procedentes del este de África, dicen que se trata de un brazalete. Un 'orkatar'. Los masáis debaten entre ellos en su idioma sobre los usos del brazalete.

“Esto es algo que no se puede vender ni regalar”, afirma Yannick Ndoinyo, una figura conocida de Loliondo (norte de Tanzania). El orkatar simboliza la muerte de un padre y es una herencia que se transmite de generación en generación. ¿Cómo ha terminado en un museo de Oxford? Tal vez se lo robaron al dueño original o tal vez alguien lo regaló bajo coacción. Según la base de datos, fue “donado” al Pitt Rivers en 1904 por Alfred Claud Hollis, uno de los administradores coloniales en el África oriental británica.

El encuentro entre los masái y el Pitt Rivers, uno de los principales museos etnográficos del mundo, forma parte de un proceso de descolonización cultural. La relación comenzó en noviembre de 2017, cuando el activista masái Samwel Nangiria visitó el museo para asistir a una conferencia. Muchas de las más de 300.000 piezas en la colección del Pitt Rivers fueron “adquiridas” por funcionarios coloniales, misioneros y antropólogos durante el apogeo del imperio británico.

El modo de presentación de las colecciones en el museo sigue un criterio peculiar. De acuerdo con el deseo de su benefactor, Augustus Pitt Rivers, están organizadas por el tipo de objeto y no por el lugar de origen. Una estética victoriana que se ha mantenido firmemente. Al Pitts River lo suelen llamar “museo de museos”. En él hay cabezas reducidas del Amazonas, herramientas rudimentarias de la India y un soberbio tótem de la comunidad Haida, de Canadá, que se eleva sobre el oscuro atrio central.

Nangiria caminaba por el museo cuando una visión inesperada detuvo su marcha: su propia cultura, sepultada dentro de una vitrina. “Me quedé un poco sorprendido cuando vi objetos de la comunidad masái”, me dijo. “[Estaban] mal descritos, faltaban los usos del objeto y su significado cultural”. Su corazón empezó a latir tan rápido que sintió como si vibrara: “Porque sé que nuestra cultura no está muerta, es una cultura viva”.

Nangiria, un hombre de aspecto decidido y diplomático, hizo llegar su desaprobación a la directora del museo, Laura Van Broekhoven. Ella le envió una copia del plan estratégico para el futuro del museo y le invitó a volver.

El Pitt Rivers es uno de los muchos museos que, conscientes del problemático origen de sus piezas, están tratando de involucrar a las “comunidades de origen” (en la jerga museográfica) para reapropiarse del relato en torno a sus objetos.

Nangiria y otros cuatro masái de Tanzania y Kenia regresaron este noviembre al Pitt Rivers con la ayuda de InsightShare, una ONG de Oxford. Uno de los objetivos de la visita, que duró una semana, era proporcionar información más precisa al museo. La base de datos estaba llena de lagunas y errores: un objeto marcado como brazalete masái era en realidad una tobillera; una baratija hecha para un propósito desconocido jugaba en realidad un papel crucial en los rituales de circuncisión.

Tras depositar una espada masái sobre la mesa, la codirectora de las colecciones, Marina de Alarcón, cuenta a The Guardian que en el museo tienen mucho cuidado al sostener las flechas: asumen que sus puntas están envenenadas, siguiendo la costumbre masái. El anciano masái Francis Shomet Ole Naingisa lo confirma: “Si el veneno se mezcla con tu sangre, te quedan cinco minutos”.

De los 60 artículos examinados, los masái se encontraron con cinco objetos sagrados que “no esperaban encontrar en ningún lugar fuera de su comunidad”. Uno de ellos era el 'orkatar'. Otro fue la 'isurutia', un collar que se usa como dote de boda. Nangiria envió una fotografía a los ancianos del pueblo a través de WhatsApp. “Se asombraron al oír que había algo así aquí”, afirma. “Dicen que este objeto en concreto podría haber traído malos augurios a la familia [que perdió su posesión]”. Para los masái, estos objetos no son curiosidades históricas. Son parte de una cultura que está viva.

La relación entre los museos europeos y los pueblos saqueados de los que se nutren sus colecciones nunca ha sido tan tensa. La misma semana de la visita de los masái, la gobernadora de la Isla de Pascua, Tarita Alarcón Rapu, suplicaba al British Museum la devolución de la estatua de Hoa Hakanananai'a. El triste mensaje de su petición se hizo viral: “Vosotros, los británicos, tenéis nuestra alma”.

Pocos días después salió a la luz un informe encargado por Emmanuel Macron en el que el presidente de Francia expresa su deseo de hacer regresar a África los objetos de la época colonial francesa. Macron tiene sus propias razones para hacer diplomacia cultural (facilitar la cooperación económica y militar con el África francófona), pero el informe es un atrevido avance en el que se recomienda a Francia devolver los tesoros africanos cuando sean solicitados por los gobiernos respectivos.

Los museos tratan el tema de la repatriación con el mismo cuidado que a sus objetos. “Una cuestión compleja que involucra factores emocionales, éticos, legales y políticos”, dice la declaración de políticas de la Asociación de Museos.

Muchas personas del mundo de los museos sospechan de los motivos políticos de estas transacciones entre Estados. También dudaban por la ambigüedad del marco legal que regula las devoluciones, como demuestra el caso de la recuperación de obras de arte robadas durante la Segunda Guerra Mundial. El British Museum aceptó mantener conversaciones por Hoa Hakanananai'a, pero lo más probable es que la devuelvan en préstamo y de forma temporal, como ocurrió con los bronces nigerianos de Benín.

Pero la repatriación no es la única forma de descolonización. Para la activista Alice Procter, que en sus visitas extraoficiales a los museos londinenses destaca las historias de colonialismo y esclavitud, tan necesario como la repatriación es transformar la propia institución. “La descolonización implica repensar la estructura del museo”, señala. “No habrá un auténtico cambio institucional hasta que las personas de las comunidades [de origen] no trabajen de verdad con sus colecciones en los museos de forma permanente y a largo plazo”.

Procter me dijo que el Pitt Rivers era un buen ejemplo de institución que trabaja en serio para “repensar el papel, el poder y el estatus de los museos” y que Van Broekhoven era sorprendentemente directa. Según Procter, no alcanza con tener a las comunidades de origen de visita durante una semana hablando de sus costumbres. Habituada al lenguaje de los estudios de descolonización, Procter advierte por la dinámica de poder que se da entre los participantes. “[En estos intercambios] hay veces que piensas: '¿Qué estamos haciendo aquí? ¿Descolonizando o neocolonizando?' Por eso es tan importante pensar en los equilibrios de poder de estas relaciones. Lo que es seguro es que no debe hacerse como una cosa meramente simbólica. La descolonización es un proceso y, dado que pone profundamente en cuestión las prácticas institucionales, a menudo es difícil”.

¿Lograrán los masái que se facilite la devolución de los objetos sagrados? Van Broekhoven responde con palabras cuidadosamente elegidas que “en principio”, y siempre que encontrasen los fondos para hacerlo, el museo estaba dispuesto a “aprender juntos cómo imaginar nuevas formas de reparación”.

El siempre diplomático Nangiria sugiere una solución alternativa: invitar a los ancianos a realizar una ceremonia espiritual para “desconectar” los objetos de su función cultural. Eso permitiría a los masái tener un papel más activo en su donación al museo. El museo está a la espera de recibir noticias de los ancianos para “decidir conjuntamente” cuáles serán los próximos pasos de la relación.

El último día de su visita, y dirigidos por Escolástica Ene Kukutia, una activista por los derechos de las mujeres de Kenia, los cinco masái protagonizaron un ritual público en el museo. De pie en el palco sobre el que se divisa la colección, el grupo cantó un melódico hechizo en el que se hablaba de un encuentro de “grandes culturas”. Lucían shukas rojas y joyas con pendientes y collares que sonaban al moverse. Los asistentes lloraron. Nangiria también lloró y dio gracias al museo por “abrirles sus puertas”.

Pero la historia siempre encuentra una forma de meterse en el presente, sobre todo en una ciudad como Oxford. Un día antes, los masái acudieron a la biblioteca Weston de la universidad y, soportando el frío de noviembre, posaron para una foto en un balcón que enmarcaba el horizonte de la ciudad: durísima piedra caliza que habla de siglos de riqueza imperial.

En el interior, les enseñaron unos mapas antiguos del territorio masái. A principios del siglo XX, los británicos organizaron una migración de los masái a punta de pistola. Los trasladaron desde una de las llanuras más fértiles de Kenia hasta una parte más seca de Tanzania. Nangiria leía cuidadosamente los mapas para ver los contornos cambiantes de su tierra.

'El último de los masai'. Así se llamaba uno de los libros en el archivo de la biblioteca, escrito en 1901 por Sidney Langford Hinde, funcionario médico en el África oriental británica. Es una obra de antropología colonial. A Kukutia le intrigaba y leyó una parte: “Todos los masái aprenden rápido y, como son callados e inteligentes, son sirvientes magníficos”. Eso le dio risa. Luego leyó unas cuantas líneas más y se le escapó un quejido de hartazgo. Afirmó estar contenta de haber venido a Oxford. Le hace feliz mejorar la información del museo Pitt Rivers para que la gente aprenda sobre su cultura. Y no sólo eso. “Ahora al menos nos han permitido saber dónde están nuestras pertenencias”.

Traducido por Francisco de Zárate

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