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Hablar es ya delito y sentarse, traición

Santiago Carrillo y Adolfo Suárez se saludan en 1996, dos décadas después de la legalización del Partido Comunista

Raquel Ejerique

Los partidos nacionalistas e independentistas son legales en España. Deslegitimarlos a ellos y sus votantes es lo que la filósofa Adela Cortina llama “agresión moralista”, es decir, hay que apartarlos porque no me gustan, porque yo soy moralmente superior y ellos, por tanto, inmorales. Sin embargo, en las reglas que nos hemos dado, son y deben ser considerados interlocutores válidos pese a nuestras preferencias. Al igual que los individuos que se salten las leyes deben ser responsables de sus actos.

La situación de presión exterior contra el nacionalismo catalán en su conjunto tras las elecciones del 10N, por su necesaria concurrencia para la formación de un gobierno, ha llegado a tal punto que ya no sería posible siquiera hablar. Sentarse en una mesa hasta ahora ha sido difícil. Con los nuevos vientos, sentarse sería directamente una cesión y una traición.

Por una parte, el independentista que hable o apoye un Gobierno de España será considerado 'botifler' por el sector más radical, y en ese dilema está ERC mientras en el Parlament, junto a JxCat y la CUP, está sacando por la impresora todo tipo de iniciativas que lleven al límite la legalidad. Por otra parte los partidos como PP, Ciudadanos, Vox y una serie de medios y periodistas mesetarios atornillan en Madrid la idea de que no se puede dialogar con ningún partido nacionalista catalán, porque se saltaron la ley (están en la cárcel) y dialogar sería ceder y ceder sería sedición y sedición, el fin de España. Dijeron lo mismo tras la moción de censura, buscaron las monedas de plata, y al final lo que llegó fue la caída de los Presupuestos Generales del Estado y por tanto el fin del Gobierno de Pedro Sánchez.

Llegados a este punto, y si se atiende la opinión de unos y de otros extremos, solo quedaría esperar y ver el tiempo pasar, llamar a la Fiscalía, a los jueces y empuñar el Código Penal mientras sucede la historia. Eternizarnos. Repetirnos. Esperar a que pasara algo o que algunos independentistas rebasaran la línea de la ley. Luego, llamar a la puerta de la justicia a que pusiera un remedio a toro pasado.

Por hacer memoria, en España, un gobierno nada bolchevique como el de Adolfo Suárez negoció con el Partido Comunista cuando era un partido ilegal y se hizo en conversaciones fuera del Congreso de los Diputados, a oscuras, en secreto. El Partido Popular y el PSOE han negociado con ETA, no en su disolución, sino cuando aún pegaba tiros en la nuca. Más recientemente y dentro del Estado democrático, el PP ha negociado con Vox, un partido xenófobo y negacionista del machismo. No ha pasado nada, nos guste más o menos, no es ilegal. También el PP negoció con el independentismo en la época de Pujol, eso sí, cuando el partido no había emprendido el camino de la unilateralidad. Cuando se llena la boca con las palabras tolerancia y respeto y diálogo, hay que ser conscientes de que el significante adquiere significado cuando se practican ante situaciones incómodas y de desacuerdo.

La criminalización pública de las ideologías y de los partidos independentistas -cuyos líderes fueron juzgados y cumplen condena- construyen una barrera ficticia que se basa solo en opiniones y juicios morales, no en las normas del Estado de Derecho.

Algunos líderes independentistas deben bajar el tono, dejar de alentar los incendios físicos en las calles, destensar la cuerda de la ley, estar verdaderamente dispuestos a escuchar y ser escuchados, dejar de disfrazar de voluntad de diálogo lo que parece más bien ansiedad por un choque de cuernos que mantenga viva la llama de la república que no existe y que ningunea a la mitad de los catalanes. Si no saben bajar al terreno de la empatía, la legalidad y la tolerancia, deberían cambiar de líderes. Los políticos nacionales deben bajar el tono, dejar de alentar los incendios ideológicos y estar verdaderamente dispuestos a escuchar y ser escuchados sin miedo a ser llamados traidores a la patria. Si luego no sale, o sale mal, habrá que buscar otra receta.

No deja de ser sorprendente el escándalo general tras la propuesta de Pere Aragonès de una mesa de partidos. No sé si escandaliza que sea una mesa o que se sienten líderes de partidos legales. A priori, la posibilidad de sentarse y hablar se habría convertido en España en 2019 en una cesión, una traición y un crimen. Un país que vivió una dictadura, donde cedieron los franquistas en las Cortes del harakiri, los comunistas, las víctimas de la represión o las de ETA, un país que derrotó al terrorismo, se habría convertido en un lugar donde se defiende no hablar, por si acaso, por si mancha. Está bien si a alguien se le ocurre una solución alternativa, como leerse el pensamiento o denostar ideas hasta su ilegalización o el ostracismo. Pero cuando se vuelva a abrir los ojos, el nacionalismo catalán seguirá allí.

Lamentablemente, el ruido general y la presión en la derecha y en el independentismo en Catalunya pueden acabar como el experimento de los monos y los plátanos: cada vez que los primates intentan alcanzar las bananas les cae agua encima, hasta que dejan de intentarlo. El momento cumbre de la prueba es cuando se mete en la jaula a un mono nuevo, que jamás se ha mojado y se autocensura solo viendo la reacción de sus congéneres. Ya nadie toca los plátanos, aunque no esté muy claro cuál fue el motivo que dio origen a la autocensura. Comportémonos como homo sapiens, hablemos, no como monos repetitivos.

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