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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Cataluña en España: La Constitución desahuciada

Bartolomé Clavero

¿De qué hablamos cuando hablamos de la Constitución? ¿De qué cuando se la enarbola frente al actual proceso de consulta a la ciudadanía catalana en curso accidentado? Hablamos de la Constitución como si nos estuviéramos refiriendo sustancialmente todavía, salvo un par de retoques, al texto constitucional refrendado a finales de 1978 cuando en realidad hoy la Constitución es algo bien distinto a lo que entonces vino a representar. Lo es particularmente en lo que se refiere a la estructura territorial y comunitaria de la ciudadanía que constituye España. No se ha producido reforma alguna del texto constitucional a este respecto, pero la Constitución ha sufrido una serie de mutaciones solapadas que le han llevado a un estado bien distinto al de 1978.

La Constitución de 1978 reconocía el derecho a la autonomía de las nacionalidades, cierto es que sin identificarlas, pero ofreciendo pistas en sus disposiciones adicionales y transitorias para que la identificación pudiera hacerse sin mayor problema. Aquí, hacia sus finales, se reconocían los derechos históricos de los territorios forales, sin identificarlos tampoco, y se revalidaban, a efectos de iniciativa autonómica, los referéndums celebrados durante la II República, único momento en que esta Constitución tiene el detalle de reconocer un precedente republicano. Si relacionamos unos cabos que andan ciertamente un tanto sueltos en el texto constitucional, las nacionalidades o naciones interiores reconocidas son, al menos, tres: Cataluña, Galicia y, con la posibilidad expresa de incorporación de Navarra, el País Vasco. Y no parece que por entonces, en 1978, se predicase seriamente el carácter nacional, de ningún otro territorio o comunidad.

Siendo un extremo tan transcendental, ¿cómo es que la Constitución no lo articuló de forma menos opaca? ¿Por qué la misma no se expresó en los términos lógicos del federalismo, lógico desde el momento que se partía del reconocimiento de nacionalidades o naciones interiores? Conviene recordar aunque sea sumariamente. La Constitución se hizo bajo unas presiones militares e internacionales, encauzadas en parte a través de la monarquía, que, aunque esto no se reconociera en los debates constituyentes, no dejaron de incidir severamente. En lo que se refiere a la estructura del Estado, pugnaban por poco más que un arreglo de fachada de la dictadura franquista. También recordemos que la Constitución se fraguó por la confluencia de un franquismo reciclado y un antifranquismo entreguista. En su punto de encuentro, la palabra federal resultaba tabú. La articulación de la plurinacionalidad española mediante un federalismo que pudiese acabar estando a la altura quedó tan completamente cancelada que hoy sigue, para las fuerzas políticas predominantes, fuera del horizonte.

Aquellas circunstancias explican otra singularidad de la Constitución de 1978. Para no cerrarse el horizonte federal, el régimen de las autonomías quedó abierto. Como observó algún constitucionalista, la estructura del Estado resultó desconstitucionalizada. En lo que se refería a las nacionalidades pudo entenderse que quedaba a su disposición en términos incluso de ejercicio de un poder constituyente prorrogado a través de Estatutos de Autonomía. Esto es precisamente lo que intentó Cataluña con su Estatuto de 2006, un estatuto de entidad constitucional, para encontrarse con que, primero, la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados (y las Diputadas) y, a continuación, el Tribunal Constitucional lo desnaturalizaron completamente. Se argumentó que el texto aprobado por Cataluña invadía y suplantaba al poder constituyente de la nación española, cuando en realidad venía a hacer uso de una posibilidad de participación en la constituyencia que la Constitución había dejado abierta para tiempos mejores que los suyos. Esos tiempos mejores resulta que no llegaban. O que no se les permitía llegar. La presidencia de dichos organismos desmochadores, la Comisión y el Tribunal Constitucionales, estaban a la sazón presididos por personas que cabe decir de izquierdas.

Los tiempos puede decirse que eran de hecho peores y que la iniciativa reconstituyente catalana intentaba reconducirlos. Dicho de nuevo sumariamente, la Constitución desde un primer momento empezó a desarrollarse de modo que cegaba el derecho de las nacionalidades y pronto comenzó a evolucionar en una línea recentralizadora. Obsérvese tan sólo lo ocurrido con la justicia. De entrada no se dejó espacio a una autonomía judicial y de salida se han reforzado unas instancias centrales que se encuentran hoy dotadas de un poder central imprevisible en 1978. Se trata no sólo del Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, sino también de un órgano judicial indefendible a la luz de la Constitución, la Audiencia Nacional con sus Juzgados Centrales de Instrucción. En cuanto a la recentralización directamente política, la reforma constitucional de 2011 ha tenido, entre otros efectos perversos, el de fortalecer enormemente al gobierno central frente a los gobiernos de las autonomías. Al situar las obligaciones de la deuda por encima de las políticas sociales, ha permitido la intervención de las autonomías en un grado constitucionalmente imprevisto.

A estas alturas, ¿cabría recuperarse la apertura de la Constitución en la dirección de una articulación federal de la plurinacionalidad española? Parece difícil. Por una parte, quienes propugnaban un federalismo en serio allá por 1978 hoy apenas lo hacen, entendiendo que lo que ayer pudo abrir horizontes ahora puede bloquearlos. El federalismo es una referencia tan elástica que puede contener casi todo, incluso un régimen de autonomías mucho más restrictivo que el actual español. Por otra parte, quienes hoy proponen una reforma constitucional en línea federal no se avienen a concretar los términos de una referencia tan ambigua. La concreción debería venir por supuesto mediante el lenguaje de la plurinacionalidad, cuya propuesta menos ambigua que la federal se ha desarrollado bastante por Europa y por las Américas desde aquella fecha de 1978, con participación además notable precisamente de una intelectualidad catalana. Ante esto, la divisa del federalismo sin más resulta tan vacua que hoy la predica en España un partido de estructura interna presunta y nulamente federal.

El federalismo plurinacional puede de partida despejar el terreno de un debate hoy trufado de malentendidos no poco ventajistas. Podría comenzar por superar de una vez unas categorías anacrónicas, tan poco defendibles en términos constitucionales, como la de la soberanía de la nación, cualquiera que sea, española o catalana, o la del corolario del poder constituyente indivisible e incompartible de un pueblo que, como el español, resulta ser plurinacional o que, como el catalán, tampoco presenta caracteres tan homogéneos como para atribuirse legítimamente el derecho a constituirse por sí solo. La plurinacionalidad federal también permitiría un mejor ejercicio de la solidaridad.

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