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El psiquiatra que se aburrió y empezó a lanzar los dados

Dados

David Sarabia

En El hombre de los dados (Malpaso) todo es lo que parece. Nueva York es esa ciudad brillante y a la vez tan oscura que acostumbramos a ver en las películas. Los psiquiatras curan a las personas de sus locuras, los hospitales salvan vidas y la rutina que persigue al laureado doctor Luke Rhinehart (alter-ego del autor, George Cockcroft) vive con él como un tatuaje en la espalda. ¿Pero qué ocurre cuando el único mundo que conocemos se rompe?

Es un problema clásico. Como al desasosegado Arturo Bandini de John Fante o al pesimista Álvaro de Campos de Fernando Pessoa, la realidad un buen día les voltea y les escupe; es por eso que el uno bebe, el otro se ofusca y el psiquiatra de Cockcroft entra en una crisis personal y vital que le lleva a buscar en los dados el sentido a su existencia.

No hablamos de un libro nuevo. El hombre de los dados se editó por primera vez en 1971 y estuvo prohibido en muchos países por sus pasajes de sexo explícito (en los que hay violaciones, orgías e incluso curas practicando sexo con menores), violencia, drogas y escenas disparatadas que bien podrían recordar a la que protagoniza el posterior Ignatius Reilly de La Conjura de los Necios. Ahora se reedita de la mano de la editorial Malpaso.

Pongámonos en situación. Estamos en los 70 en Nueva York, la psiquiatría se presenta como la gran ciencia para salvar las mentes humanas y los psiquiatras como los únicos capaces de lograrlo. Una noche, el doctor Rhinehart (casado y con dos hijos) recibe en su casa a un colega de profesión y a su mujer. Tras discutir con ellos, los echa. Es tarde y ha bebido demasiado. Mientras sube dando tumbos por la escalera, encuentra unos dados y decide escribir una lista con variables. Una de ellas es violar a su vecina Arlene: caprichosamente, los dados quieren que así sea.

El destino es aleatorio

Si un número hubiera sido diferente, Rhinehart quizá se hubiera ido a la cama. Pero al ser cosa del azar, el doctor no encuentra culpa ni remordimiento en su acción. Si planteásemos la vida como una cinta transportadora en la que hay que extender el brazo y elegir si agarrar o no lo que va sucediendo a nuestro paso, el protagonista de El hombre de los dados rompería la maquinaria, trocearía la banda y la reconstruiría en función de la aleatoriedad de su destino.

Luke Rhinehart se erige así sobre todo y todos. El azar le llevará a convertirse en otras personas según el día de la semana, a ser el mejor padre, el peor, a no hablar, a decir cosas que en realidad no piensa, a hacerse pasar por personas que no son, a utilizar los dados para tratar a sus pacientes e incluso a fundar una secta cuyo único dios sean los dados.

De George Cockcroft poco se sabe. Hay quien ha fundado un club de fans en su honor, quien se ha dedicado a buscarle por todo el mundo o a escribir cartas a su editor para comprobar si de verdad seguía vivo. En una entrevista con el diario británico The Independent hace tres años, el autor de lo que la crítica ha considerado como “una de las novelas más influyentes del siglo XX” decía que en su vida había alternado momentos de Rhinehart y momentos de Cockcroft, pero que en 2010 se cansó del primero y lo “enterró”.

Cuando el periodista del Independent le pregunta por qué escribió el libro, Cockcroft le contesta que precisamente porque le rechinaba en la conciencia la idea de que la libertad quizá no tuviera que ver con tomar cada decisión en base a unos dados. Un pensamiento que inevitablemente le surge tras haber estado usándolos desde que tenía 15 años. No le ha ido mal: ha conseguido vender más de dos millones de ejemplares de su libro. ¿Sería el dado quien le mandó escribirlo?

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