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No nos gusta la palabra “discapacitado”. Preferimos retrón, que recuerda a retarded en inglés, o a “retroceder”. La elegimos para hacer énfasis en que nos importa más que nos den lo que nos deben que el nombre con el que nos llamen.

Las noticias sobre retrones no deberían hablar de enfermitos y de rampas, sino de la miseria y la reclusión. Nuria del Saz y Mariano Cuesta, dos retrones con suerte, intentaremos decir las cosas como son, con humor y vigilando los tabúes. Si quieres escribirnos: retronesyhombres@gmail.com

Otras Voces: “Tener una enfermedad mental no es ningún obstáculo para llevar una vida normal”

Lorena

Lorena

Si estoy aquí delante de mi ordenador es porque considero que ya es hora de que las personas con enfermedad mental seamos tratadas con dignidad y con mi testimonio quiero demostrar que, a pesar de las dificultades que he podido tener que afrontar, las mayores barreras han sido aquellas construidas a base de la incomprensión y la ignorancia de la gente.

Desde mi más tierna infancia, supe lo que era ser diferente. Con cuatro años me diagnosticaron epilepsia infantil y, aunque puedo afirmar que tuve una infancia realmente feliz, en numerosas ocasiones me sentí un bicho raro. Ningún niño de mi edad iba al comedor con mi arsenal de pastillas y por eso evitaba tomar mi medicación delante de otros niños. A pesar de lo que pueda pensar la gente, nunca fui una niña conflictiva. Era excesivamente responsable y muy trabajadora.

Con 16 años, parecía que mi sueño de ser una joven normal se vería hecho realidad. Tras muchos años estable sin ningún tipo de crisis el neurólogo dio por finalizada la retirada de la medicación. A los ojos de mi familia mi vida era perfecta. Su “pequeña”, por fin, estaba sana, tenía unas notas excelentes y contaba con buenas amigas. Lo que no podían imaginar es que de la noche a la mañana un manto de oscuridad cubriría mi vida. Empecé sintiéndome atrapada por un enorme vacío y el dragón de la depresión se apoderó de mi vida tejiendo enormes pesadillas. Durante meses, oculté a mi familia todos esos sentimientos. A sus ojos yo seguía siendo la hija perfecta, o eso creía. Pero llegó un momento en que la situación se hizo insostenible y supe que tenía que pedir ayuda.

Mis padres desorientados fueron a una psicóloga que tras verme determinó que eran “cosas de la edad”. La falta de diagnóstico me precipitó a un laberinto emocional sinsentido. Noches enteras sin dormir, escribiendo de manera compulsiva un raudal de sentimientos descontrolados. Esta situación hizo que mis padres se vieran obligados a ingresarme en el Sanatorito Esquerdo, un auténtico manicomio de los de antes. No voy a recrearme dando detalles, solo diré que si sigo viva es gracias a mis padres que, bajo su responsabilidad, me sacaron de allí. Aunque esa experiencia marcaría un antes y un después en mi vida porque salí sin andar y con múltiples secuelas que a base de esfuerzo y rehabilitación pude superar. Por cierto, dicha situación la denunciamos y ganamos el juicio; pero esa es otra historia.

Cuando logré recuperarme psicológicamente y ya mi vida no corría peligro,los médicos pensaron que mis circunstancias podían ser desencadenante de una nueva crisis depresiva, pero para mí esa situación supuso el impulso necesario para luchar y me juré que conseguiría volver a andar, a pesar de que los especialistas no sabían si esto sería una realidad. Estuve un año de rehabilitación en casa, y cinco más en clínicas de rehabilitación.

Tras ese duro año, sin poder moverme decidí partir de cero y para ello me cambié de instituto no quería saber nada del sitio donde las nubes cubrieron mi cielo. Quería caminar hacia delante y con paso firme. El diagnóstico: trastorno bipolar, para mí no fue un trauma. De hecho, viví el proceso con mayor naturalidad que mi antigua enfermedad. La verdad, en ese aspecto tengo mucho que agradecer a mis padres ellos siempre me trataron con normalidad y nunca ocultaron a nadie mi situación, consiguiendo superar el curso con matrícula de honor.

Mi vida en la universidad transcurrió con toda normalidad, hice buenas amistades, conocí al que es mi novio, al cual no le importó la etiqueta. Supongo que la divina ignorancia ahí jugó a mi favor y ya cuando quiso darse cuenta nos habíamos hecho inseparables. Tenía todo lo que podía necesitar para sentirme una persona normal.

Pero la etiqueta de enfermo mental es una losa que va erosionando lentamente la personalidad y la seguridad en uno mismo. Con los años, fui siendo consciente de que la imagen que la sociedad proyectaba de los enfermos mentales distaba mucho de la realidad. Comencé a ser más cauta a la hora de hablar de mi enfermedad y, por mi bien, decidí que no debía ser tan sincera al hablar de mi problema. A pesar de que, según me explicaron, lo mío era como una diabetes y tenía que limitarme a llevar una vida saludable, tomar mi medicación y hacer mis revisiones periódicas. Pero la realidad no era así, una recomendación que recibí cuando comenzaba a buscar trabajo: “Mejor no digas nada a nadie en tu entorno laboral”, supuso para mí un jarro de agua fría. ¿Pero en qué mundo vivimos? Nadie le diría a un diabético que oculte su enfermedad. ¿Acaso somos apestados?

Con el tiempo, supe canalizar la rabia que sentía ante el muro de incomprensión que la sociedad había construido en torno a nosotros y me dispuse a demostrar que tener un trastorno bipolar no era impedimento para llevar una vida normal. Tras acabar mis estudios, comencé buscando trabajo en empresas ordinarias, eso sí, ocultando siempre mi discapacidad. Como la crisis no facilitaba la búsqueda opté por el empleo protegido. Y cual fue mi sorpresa que, desde los propios centros especiales, mi diagnóstico parecía un obstáculo para presentarme a muchas de sus ofertas de trabajo.

Después de mucho buscar, conseguí un empleo en una empresa ordinaria con mi certificado, aunque tuve que aguantar que tras entregar mi tarjeta, donde pone: física y psíquica, ya con el contrato firmado, me preguntasen si me habían despedido del anterior trabajo, a lo que les contesté con una sonrisa: “No, se me acabó el contrato, ¿algún problema?”.

Los primeros meses fueron duros para mí, sentí cierto rechazo por parte de algunos compañeros, pero decidí no dejarme llevar por mis sentimientos y centrarme en todo lo que me motivaba del entorno laboral. A pesar de no contar con las condiciones idóneas para trabajar, no me facilitaron una silla adecuada para mi escoliosis, teníamos que hacer noches; y, a pesar de que sabían cual era mi problema, no me permitieron renunciar a hacerlas. Me mantuve firme y estuve trabajando dos años y medio sin tener que pedir una sola baja.

Pero mi mala pata, y nunca mejor dicho, me llevó a tropezar y me rompí un hueso y me vi obligada a pedir la baja que tantas veces había esquivado. Fue, en ese momento, cuando la empresa rompió el contrato con nuestro principal cliente y pasé a formar parte de la lista negra de nominados y expulsados. Si algo puedo reconocer es que no se me despidió porque no fuera capaz de desempeñar mis funciones, un miedo que me acechaba desde antes de empezar a trabajar, fue una decisión de la empresa ante una situación de “crisis”, ya que mi coordinador, en cuanto supo de mi despido, me llamó asegurándome de que él no estaba informado y que desde luego estaba muy satisfecho con mi trabajo.

Por aquel entonces ya andaba metida en Podemos, quise incorporarme a colaborar en comunicación, pero como persona con diversidad funcional, cuando supe de la existencia del Círculo de Discapacidad, pensé que podía ser más útil ahí. Comencé colaborando como redactora y en agosto del 2014, aprovechando mi baja, decidí entrar a participar en el equipo de accesibilidad para la asamblea de Vista Alegre y así pude evitar pensar en mi situación. Colaborando con el proyecto mantenía mi mente alejada de los fantasmas del pasado porque esta rotura podía conllevar ciertas complicaciones porque, tras el ingreso, perdí sensibilidad en ambos pies y este incidente me obligaba no solo a tener que mantener reposo sino a reeducar mi pisada.

El caso es que hicimos un excelente trabajo en materia de accesibilidad, personalmente, no tenía muy claro si quería continuar con esto de la política porque era imprescindible para mí encontrar un trabajo y reconducir mi vida laboral. Pero entonces pasé a colaborar como asistente del consejero encargado de llevar el Área de Accesibilidad/Diversidad Funcional y me sumergí un proceso apasionante de elaboración de programa. El camino no fue fácil porque no todo el mundo entiende lo que supone ser diferente al resto.

Desde el área, peleamos con uñas y dientes para que se incluyeran en el programa de manera trasversal todas nuestras propuestas y cuando llegó el momento de elegir candidatos para la lista el entonces consejero del área apostó por mí. En ese momento, no pensé lo que esto suponía. Simplemente, me di cuenta de que era la oportunidad perfecta para defender nuestro trabajo y aprovechar para luchar contra el estigma haciendo pública mi circunstancia. Sabía que no entraría porque mi puesto era más bien de relleno, número 38, pero el paso que daba para mí no tenía precio. Pude aprovechar para difundir otra imagen de lo que es la enfermedad mental de un modo natural y sin complejos.

Actualmente, continúo mi labor como activista política desde el Círculo de Discapacidad con el fin de defender nuestros derechos. Unos compañeros y yo hemos creado el Círculo de Discapacidad de la Comunidad de Madrid y juntos trabajamos para que el empoderamiento ciudadano se produzca en igualdad de condiciones. Porque no se pueden hacer políticas sobre nosotros si se desconoce nuestra realidad y es fundamental que consigamos estar presentes en las instituciones como cualquiera.

Con mi testimonio si algo pretendo es conseguir normalizar la situación de las personas con enfermedad mental y que la sociedad se dé cuenta de que no somos individuos peligrosos que deban ser apartados del sistema. ¡Nosotros también Podemos!

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No nos gusta la palabra “discapacitado”. Preferimos retrón, que recuerda a retarded en inglés, o a “retroceder”. La elegimos para hacer énfasis en que nos importa más que nos den lo que nos deben que el nombre con el que nos llamen.

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