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Sólo la presión de la sociedad puede romper el bloqueo económico europeo

Draghi se mueve ahora a un ritmo que no es el de Alemania.

Carlos Elordi

Mucho más que sus consecuencias reales sobre la economía europea, que no se cree que vayan a ser sustanciales, lo significativo de las medidas anunciadas este jueves por Mario Draghi es que expresan que algo muy próximo al miedo –algunos comentaristas hablan incluso de “pánico”– que domina el aire que se respira en el Banco Central Europeo. Miedo a una nueva recesión, pero, sobre todo, miedo a la deflación. Un fantasma que según destacados especialistas ya es una realidad y que puede postrar a la economía europea durante décadas. El continente se encuentra, de nuevo, en una situación de emergencia, aunque sus líderes, sobre todo Angela Merkel y su amigo español, el complaciente Mariano Rajoy, se sigan empeñando en mirar para otro lado.

Draghi ha empezado a hablar en otro lenguaje. Tras negar durante muchos meses que la deflación fuera un riesgo real, lo ha reconocido tras saberse que el PIB de Alemania e Italia ha empezado a caer y que el de Francia está en el nivel del cero. Y el jueves sorprendió a casi todo el mundo anunciando un recorte del tipo de interés del euro –hasta el 0,05%, con el fin de que la cotización del euro respecto del dólar caiga aún más y eso ayude a las exportaciones europeas- y un plan de compra de títulos de la deuda privada de los bancos, destinado, sobre todo, a aliviar la cada vez más difícil situación de las cuentas de estos últimos y no tanto a facilitar la concesión de créditos para animar la actividad económica, que es lo demagógicamente repiten los comunicados oficiales al respecto.

El presidente del BCE ha adoptado esas medidas en contra de la opinión de una parte del consejo del BCE, posiblemente los más próximos a las posiciones alemanas. Y no se ha atrevido a ir más allá porque Berlín no se lo habría permitido: la mayoría de los expertos coincide en que la acción verdaderamente eficaz habría sido la compra de títulos de deuda pública de los estados, particularmente de los más endeudados, como España, porque eso les permitiría volver a invertir para dinamizar sus economías. Pero Angela Merkel ha prohibido hasta que se hable de esa posibilidad. Alemania no quiere compartir los problemas de sus socios de la UE porque está convencida de que podrá solventar sus problemas actuales por sí sola. Y si hasta ahora no ha dicho nada contra la compra de deuda privada es porque la bajada del tipo de interés va a ayudar, sobre todo, a las exportaciones alemanas.

Pero más allá de eso, lo nuevo es que, tal vez sintonizando en alguna medida con las posiciones del primer ministro italiano Matteo Renzi, Draghi ha dejado entrever, no el jueves, sino dos semanas antes, que él cree que es necesario modificar, al menos en parte, la rígida e insoportable política de austeridad que Angela Merkel ha impuesto a toda la UE desde hace más de cuatro años. Y puede que lo que le haya hecho levantar la mano haya sido la evidencia de que la deflación ya está aquí, y con ganas de quedarse, y también la de que la causa principal de la misma es justamente la política de austeridad.

Las voces contra la misma claman desde los más diversos ámbitos de la opinión cualificada de la UE. Desde la izquierda y desde amplios sectores de la derecha. Los únicos que callan o que la apoyan expresamente son los bancos y las grandes empresas europeas. Por no hablar de nuestro ínclito Rajoy, que es prácticamente el único de los líderes continentales que osa cantar sus bondades.

Es fácil entender los motivos de nuestro presidente de Gobierno, aunque éstos sean patéticos. Poco tienen que ver con los intereses globales de la economía española. Para Rajoy, lo importante es que la prima de riesgo esté baja, porque eso le afianza en su cargo aunque no alivie el dramático endeudamiento de nuestro Estado, y también estar a buenas con la señora que manda en Europa, aunque eso le aleje de Italia y de Francia con quienes debería coincidir pues muchos de sus problemas son similares a los nuestros.

Que la austeridad haya privado al Estado español de un arma tan decisiva para animar la economía como son las inversiones públicas no parece preocupar a Rajoy. Que, junto a alguna de las barbaridades de su reforma laboral, tienda naturalmente a aumentar el paro y a bajar los salarios, tampoco. Que el tono económico del país siga bajo mínimos, que el volumen de crédito se siga reduciendo -un 2,2 % en julio– y que la morosidad siga subiendo, aún menos: la propaganda falaz y el férreo control de la mayoría de los medios se ocupa de ocultarlo. Aunque ahora, terminada la excelente temporada turística y cuando los índices de paro empiezan a repuntar, pueda no ser tan fácil seguir engañando: el BBVA acaba de sugerir que el crecimiento del PIB del tercer trimestre será inferior a las previsiones.

Con todo, lo peor puede venir más tarde. Incluso antes de que se lleven a cabo las municipales y autonómicas. Todo indica que la economía y las secuelas de la crisis van a volver al centro del debate político. En España y en Europa. Porque nada indica que Angela Merkel y quienes la apoyan vayan a ceder en sus postulados. Y son cada vez más, incluso personajes poco sospechosos de mínimas veleidades izquierdistas, los que opinan que sólo una presión desde abajo, desde la sociedad civil o desde la calle, según las distintas posiciones al respecto, puede romper ese bloqueo. Lo que está claro es que esta situación no puede continuar mucho tiempo.

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