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Nosotros también deberíamos 'ocuparnos': sobre la lucha por la democracia en Hong Kong

Protestas prodemocracia en Hong Kong, en junio pasado. / Efe

Mar Llera

Lo que está sucediendo en Hong Kong no debería pasar inadvertido al mundo. Tampoco a un país como el nuestro, soliviantado por la corrupción y excitado por las posibilidades de cambio. Aunque no lo sepamos, lo que ocurra en esa esquina de Asia va a condicionar lo que Podemos y no podemos hacer los Ciudadanos y ciudadanas de España. En un escenario donde “globalización” se escribe con caracteres chinos, quienes no comprendan el código perderán la partida.

El Gigante Asiático ha prometido al mundo que el Chinese Dream generará paz y prosperidad para todos. Se trata de una estrategia win-win, de ésas que hoy enseñan los coach en las escuelas de negocio: si yo gano, tú también; por lo tanto, te compensa “colaborar”. Y si alguien tiene alguna duda al respecto, que pregunte a los socios del emergente Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras.

Ahora bien, gran parte de quienes residen en Hong Kong no lo tienen tan claro como el capitalismo internacional: cada día que pasa sorprenden al Gobierno central desdiciéndose de sus promesas y estrechando el control. La Ley Básica –de rango cuasi constitucional– con que se selló la devolución de la colonia en 1997 garantiza el desarrollo de elecciones democráticas por sufragio universal, pero éstas han sido aplazadas por influencia de Pekín hasta 2017. Además, en el verano de 2014 las autoridades han matizado el alcance del voto, restringiéndolo a un máximo de tres candidatos que, para poder presidir el Ejecutivo de Hong Kong, han de contar con la aprobación del establishment.

Éste ha sido el detonante de la pacífica Revolución de los Paraguas, que estalló durante el pasado otoño impulsada por el movimiento Occupy Central with Peace and Love y por dos asociaciones de estudiantes: Scholarism y la HK Federation of Students. En una exhibición del emergente potencial de la tecnopolítica, estas agrupaciones pro-democracia lograron organizar un referéndum online en el que participaron alrededor de 800.000 personas, uno de cada cinco ciudadanos con derecho al voto. La victoria supuso un duro revés a los dictados de China continental, que continúa empecinada en despejar la ecuación “un país, dos sistemas” multiplicando el primer factor y detrayendo el segundo.

Vetando a Pekín

Las ocupaciones de los paraguas fueron desmanteladas por las fuerzas de seguridad a finales de 2014, pero el movimiento continúa y la prensa internacional le hace eco consciente de la envergadura del embate. Tras una primavera agitada, a mediados de este pasado junio, el Parlamento de Hong Kong (Legco) se ha superado a sí mismo al vetar la propuesta de Pekín. Esto ha sido posible gracias a la fallida estrategia de un grupo de legisladores pro-régimen, que abandonaron la sala en el  momento clave para boicotear la votación por falta de quórum, sin saber que no todos sus aliados estaban al corriente.

En el desarrollo del pulso ha sido muy inquietante la “batalla semántica”: todas las partes se autodenominan “demócratas”, de modo que quienes rechazan el simulacro que promueve el Gobierno central son sorprendentemente acusados de desprecio a la democracia. Más allá de esta coyuntura hay que considerar, sin embargo, que su objetivo principal no es el veto, sino la construcción de un futuro para los ciudadanos de Hong Kong que algún día pueda ser también el futuro de China y una garantía para los países del mundo sobre los que ejerce una creciente influencia.

Jacques Martin, en un ensayo que recomiendo vivamente, se pregunta qué sucederá When China Rules the World (Penguin Books, 2009). Y su respuesta queda bastante lejos de ese sucedáneo interculturalista hoy a la moda, más propio de folletos turísticos que de personas bien informadas. Lo que pone en juego el avance de China no sólo afecta a los mercados, tiene que ver con otra forma de entender la sociedad y la vida; ¿en qué consiste?

Hace poco más de un año, el ministro García-Margallo ofreció un dato escandaloso: “China tiene un 20% de la deuda pública española y bastaría un clic con el ratón de un ordenador chino para que este país se encontrara una prima de riesgo como la que teníamos hace años,  y por tanto, más colas en los servicios de empleo”. Al tiempo de esta confesión, quedaba derogada la Ley de Justicia Internacional con la que el juez Ismael Moreno pretendía enjuiciar a dos ex presidentes del Gigante Asiático por crímenes en el Tíbet. 

Quizá para aplacar los ánimos de quienes vislumbramos lo que se nos viene encima, el Real Instituto Elcano se ha encargado de cuestionar los cálculos del Sr. Ministro, matizando esas cifras. Pero, al hacerlo, ha puesto sobre el tapete otros hechos que encienden todavía más nuestra inquietud: China no publica datos acerca de la compra de deuda externa de otros países. Entonces, ¿podemos saber con quién estamos estrechando alianzas? ¿Quién está ocupando el papel del decadente imperialismo yanqui?

Joshua Wong podría explicárnoslo con un lenguaje contundente, porque aunque sólo tiene 18 años ya ha merecido una portada de la revista Time y está empezando a pagar el precio de la fama, que en yuanes es todavía más caro. Tras haber cometido el innombrable crimen de sacar a la calle varios cientos de miles de paraguas, a este adolescente le acaban de dar otra paliza. No es la primera y, como una vez más “no se sabe quién ha sido”, no se puede hacer nada. Así es como se prepara el terreno para la inminente prosecución judicial de Wong y de varias decenas de líderes de las movilizaciones sociales en lo que hasta hace poco era considerada la única isla de libertad en China.

Para entender con profundidad esta inquietante deriva de Hong Kong hay que atender a varios frentes al mismo tiempo: la lucha por los derechos cívicos, la reivindicación identitaria y la resistencia anticapitalista. Como acabamos de apuntar, un aspecto fundamental de todas las manifestaciones públicas frente al régimen de Pekín es que evidencian un grado de libertad de expresión, prensa, asociación y manifestación ausentes en el continente. No obstante, esta vitalidad social está cada vez más amenazada. Tanto el Pen Report como el último informe de la Asociación de Periodistas de Hong Kong denuncian graves retrocesos: agresiones físicas contra periodistas, obstrucciones que dificultan su trabajo, una creciente vigilancia sobre las expresiones de la ciudadanía en internet, cambios en la dirección de corporaciones periodísticas debidos a injerencias políticas, prácticas de censura y autocensura en los medios… Como botón de muestra, el Next Media Group y el diario am730 están padeciendo muy importantes pérdidas en su negocio publicitario debido a su línea crítica, y la plataforma de información digital House News se ha visto obligada a cerrar de la noche a la mañana por apoyar las ocupaciones. 

En cuanto a la reivindicación identitaria, nadie debería negar que Hong Kong is different. A lo largo de siglo y medio, primero bajo el imperialismo británico y después como Región Administrativa Especial, la idiosincrasia hongkonesa ha ido adquiriendo características distintivas. Su cultura social, política y económica marca una clara distancia con el resto de China. Por eso sus ciudadanos quieren decidir libremente si conformar una comunidad particular –para algunos, autónoma; para otros, independiente–, o dejarse absorber poco a poco por un Estado-Civilización que consideran demasiado vasto y atávico para ser gobernado con justicia. 

China admira a Hong Kong, se ha contemplado en su espejo para impulsar las reformas que la han convertido en locomotora del mundo, pero Hong Kong no admira del mismo modo a China aunque la denomine motherland. Y aquí el orden de los factores es crucial. Quienes atraviesan la bahía Victoria en dirección al centro de la isla para realizar compras masivas de leche infantil, por ejemplo, no tienen sólo un afán lucrativo. Hay también razones de seguridad. El gran escándalo de la leche contaminada que sacudió a China en 2008, con cerca de 300.000 menores afectados, no fue un incidente aislado: la falta de garantías sanitarias en el sector de la alimentación es una de las quejas más recurrentes del consumidor chino. Y esa falta de garantías revela por lo menos dos cosas: una, que las instituciones responsables de los controles no funcionan bien; la otra es que abunda la corrupción y que ésta afecta, en primer lugar, a la esfera pública y, en segundo lugar, a la privada. No son problemas de carácter coyuntural, sino deficiencias estructurales de hondo calado.

Ahora bien, algunas de estas deficiencias no nacen únicamente del totalitarismo comunista, sino de su conjunción con un capitalismo desbocado que está desequilibrando también a la sociedad de Hong Kong. No todo el mundo sabe que en intersticios de sus enjambres-rascacielos se hacina un 20% de la población, 1,3 millones de personas que viven por debajo del umbral de la pobreza: 425 euros al mes, en una de las ciudades más caras del planeta.

Los inmigrantes también sufren las consecuencias. Los fines de semana, cuando el International Finantial Center acristala sus galerías para agasajar el consumismo de los nuevos ricos, muchos de ellos procedentes de la China continental, cientos de helpers acomodan sus horas de asueto sobre cartones en las pasarelas adyacentes. Se trata de una peculiar manifestación “feminista”, pues todas son mujeres que han abandonado sus familias en Filipinas o Nepal para ser los pies y las manos –esta vez no “invisibles”- del capitalismo depredador. Sin ellas, los ejecutivos del HSBC y de otros garitos financieros no podrían sobrevivir a las extenuantes jornadas de 16 horas, imprescindibles para quienes compiten en este cruce de caminos donde copulan los capitales de Oriente y Occidente.

La juventud de Hong Kong se está comenzando a rebelar también contra este modelo de sociedad; por eso el movimiento Occupy reclama otro patrón de desarrollo: “Tenemos una economía poco saludable porque dependemos demasiado del sector financiero y de la actual estructura de propiedad, basada en el mercado. Pero no todo el mundo se beneficia de una economía de este tipo. Nosotros deseamos un desarrollo más equilibrado”, me decía recientemente Kinman Chan, en una entrevista privada: “Sin democracia, Hong Kong no puede gozar de buena gobernanza; a su gobierno le falta legitimidad social. Ha sido elegido por un círculo muy reducido de personas, frecuentemente gente del mundo business, muy bien conectada con Pekín. Por eso, a menos que tengamos democracia va a ser muy difícil el progreso”.  

La encrucijada de Hong Kong es, por tanto, la encrucijada del mundo, que hoy vive una tensión manifiesta entre el poder tecnocapitalista y la dignidad de las personas. La lucha de los demócratas contra el totalitarismo comunista es también una lucha contra el totalitarismo capitalista, porque en la conjunción del poder político y el poder del dinero se encuentra la bisagra sobre la que se sostiene la injusticia global. Del modo como se resuelva esta tensión dependerá, pues, no sólo la felicidad de los ciudadanos de Hong Kong, sino también de China y, en último término, del planeta. 

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