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Las lenguas como castigo

Grabado titulado 'La confusión de las lenguas', de Gustave Doré

Elena Álvarez Mellado

Hace unos días, el periódico ABC publicaba en su tercera un artículo de opinión titulado El engaño firmado por José María Fernández de Sousa. Hacia el final del artículo, aparecía la siguiente afirmación traída muy por los pelos a raíz de la situación política en Cataluña:

“Conviene recordar la maldición bíblica de la Torre de Babel: hablar diferentes lenguas es una maldición. No une a los hombres, los separa. Que haya muchas lenguas no es un enriquecimiento, sino un empobrecimiento. En Papúa Nueva Guinea se habla una lengua diferente en cada pueblo y no se comunican, lo que da lugar a luchas constantes. Se estima que en el Mundo se hablan unos 7.000 idiomas diferentes. Una auténtica maldición. Así que ese es otro engaño, el que existan muchos idiomas es empobrecedor y no enriquecedor como se nos dice”.

La idea que subyace en la columna de ABC es que la existencia de distintas lenguas es una maldición y que lo deseable sería vivir en un mundo donde imperase el monocultivo lingüístico y se hablase un único idioma. A pesar de que este tipo de afirmaciones categóricas obvian la existencia de personas plurilingües y de profesionales cuya labor consiste precisamente en tender puentes entre comunidades lingüísticamente diferentes, no es esta la primera vez (ni será la última) que se interpreta la existencia de diversas lenguas como una desgracia. Entendemos el plurilingüismo como una catástrofe (o, por lo menos, un engorro) del que solo la utopía tecnológica a golpe de traducción automática (o, en el peor de los casos, el darwinismo lingüístico desaprensivo) podrá salvarnos.

La idea de que la existencia de múltiples lenguas es un castigo nos viene de lejos y está fuertemente arraigada en nuestra cultura y en nuestra forma de pensar. Quizá el mito judeocristiano de la Torre de Babel sea el más conocido o al menos el que más cerca nos queda, pero no es ni de lejos el único: son legión las leyendas procedentes de culturas y tradiciones muy distintas (desde los pueblos nativos norteamericanos hasta las tribus polinesias) que explican el plurilingüismo como resultado de catástrofes, inundaciones y otros castigos divinos. En todas ellas la estructura es siempre la misma: una población que vive inicialmente en armonía y concordia bajo una única lengua sufre algún tipo de desgracia que desencadena la fragmentación de la lengua única primitiva en diferentes idiomas mutuamente ininteligibles. De acuerdo con estos mitos, la lengua original es una especie de Arcadia perdida de la que emanaba la fraternidad y el entendimiento entre los humanos frente al ominoso plurilingüismo, que solo nos trajo desarraigo, incomprensión mutua y enemistad entre semejantes y que es, en definitiva, la fuente de buena parte de nuestros males.

Pero la multiplicidad de lenguas no es un castigo ni un inconveniente que haya que sortear, y mucho menos una causa de empobrecimiento o hostilidad. Las lenguas son el vehículo de la cultura, el pensamiento y el conocimiento de las sociedades que las hablan y constituyen una parte fundamental del patrimonio humano común. Las lenguas son herramientas colectivas creadas colaborativamente por todos los hablantes y que representan y modelizan el mundo que nos rodea. La realidad es poliédrica e inabarcable y las distintas lenguas intentan dar cuenta de esta complejidad desde distintos puntos de vista y a través de estrategias variadas. Hay algo asombroso y emocionante en descubrir que algunas lenguas consideran el azul y el verde distintas gamas de un mismo color o que en muchos idiomas distinguen número dual o trial además de nuestros tradicionales singular y plural. Estas diferencias trascendentales entre idiomas (algunas más radicales, otras más sutiles) nos permiten asomarnos a cómo otras sociedades interpretan, experimentan y conceptualizan la realidad. En último término, asomarnos a otra lengua es una manera fascinante de admirar cómo entienden el universo otros seres humanos.

Disfrutamos con la ficción porque, de algún modo, las historias son versiones en miniatura que narran y reflejan cómo percibimos el mundo. De una forma no muy distinta a cómo funciona la ficción, las lenguas son a su manera modelos que captan y recogen cómo experimentamos nuestro entorno. Solo a un descerebrado o a un fanático se le ocurría defender que nos iría mejor si viviésemos bajo un relato único que aspirase a dar cuenta de toda la complejidad de este mundo. La diversidad lingüística es una fuente de riqueza y asombro tan valiosa y fascinante como lo puede ser la diversidad de especies en biología. El drama no es que existan muchas lenguas distintas; el drama sería que solamente existiese una, o unas pocas. Lejos de ser un castigo o una desgracia, las lenguas son un tesoro colectivo y merecen ser protegidas, fomentadas y celebradas.

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