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Sobre la iglesia, 'El Club' y los abusos
No tengo ningún respeto por la Iglesia católica. Sospecho que comparto este sentimiento no solo con un amplio sector de la sociedad en general, sino en particular también con un buen número de cristianos, asqueados con una institución que ha pervertido hasta el horror una doctrina de corte humanista. De eso pueden dar buena cuenta sus hijos devorados, empezando, por no remontarnos demasiado, con aquellos curas de la liberación, a la postre excomulgados por su “opción preferente por los pobres”. En realidad, a nadie se le escapa que la interminable lista de deméritos de esta entidad es casi tan larga como su propia fundación y que, como cualquier organismo ávido de poder, por regla se ha situado siempre del lado de los opresores. Agarrarse a cualquier excepción para contradecir esta obviedad no deja de ser pura demagogia.
La Iglesia es, seguramente, la máxima representante institucional del patriarcado en occidente. De modo que, por muy dolorosa que resulte, no es en absoluto sorprendente su connivencia con todos esos violadores de niños y mujeres que acoge en su seno. Tradicionalmente, ha protegido a esos violadores, a veces en retiros con todos los gastos pagados y a merced de una vida ociosa. Fue uno de los descubrimientos que llevó a Pablo Larraín a rodar El Club, con la que de manera muy merecida ganó en 2015 el Gran Premio del Jurado en el Festival Internacional de Cine de Berlín.
Aquí en Andalucía hemos conocido en estos días la historia de ese cura de la provincia de Málaga que lleva años, ya desde su destino en Melilla, narcotizando a feligresas para luego violarlas y grabarlo. La hemos conocido nosotros ahora, pero no así la Iglesia, que al menos desde enero sabía que el sacerdote mantenía una relación de pareja y, posterioremente, que era un violador recalcitrante, según el testimonio de su ex pareja. Solo al saltar el escándalo mediático han arrancado los trámites de inhabilitación. En Sacramento, una formidable novela de Antonio Soler, se cuenta la historia real del párroco malagueño Hipólito Lucena, que en los años cincuenta se sirvió del confesionario para captar feligresas a las que unía a una especie de secta secreta que fundamentalmente consistía en convertirlas en sus esclavas sexuales. No han cambiado muchos las cosas, ya que parece que el del confesionario era el mismo modus operandi de este cura.
La Iglesia católica solo ha modificado su actitud cuando la valentía de las víctimas y un exhaustivo trabajo periodístico han permitido que la sociedad descubra lo que ellos ya sabían desde siempre
El asco que uno llega a sentir por una institución encubridora como la Iglesia católica no tiene límites cuando, poco a poco, las denuncias por abusos sexuales crecen hasta alcanzar cifras espeluznantes. La actitud del Vaticano, comandado ahora por un papa supuestamente más sensible, roza el esperpento. Ni siquiera ha tomado medidas para evitar que un cardenal que ha confesado violar repetidamente a una niña durante tres años pueda presentarse a un hipotético cónclave en el que eligir nuevo papa.
Me entero ahora, mientras escribo esto, de que el periodista Gonzo ha dedicado a este asunto su último Salvados, ya que él mismo fue alumno de uno de los colegios donde era habitual que los curas abusaran sexualmente de los alumnos. A raíz de ello, la Compañía de Jesús, a la que pertenece el colegio, y que por lo visto ha colaborado con el programa, ha emitido un comunicado en el que se lee que “solo en los últimos años, escuchar a las víctimas nos ha permitido comprender la dimensión de los abusos y la insuficiencia de la respuesta dada”. No me lo creo. No me creo que “solo en los últimos años” hayan comprendido que violar niños exigía una respuesta contundente.
La Compañía de Jesús, como el resto de la Iglesia católica, solo ha modificado su actitud cuando la valentía de las víctimas y un exhaustivo trabajo periodístico han permitido que la sociedad descubra lo que ellos ya sabían desde siempre. La herida a su reputación causada por la repercusión mediática y, repito, ese sobrecogedor coraje que han demostrado las víctimas, es la verdadera causa de las tibias muestras de arrepentimiento que ahora, a cuenta gotas, van cayendo. En el mismo sentido cabe también interpretar el comunicado emitido por la diócesis malagueña.
Dice una máxima clerical, precisamente en lo que se refiere a la confesión, que “no hay arrepentimiento sin propósito de enmienda”. Y no lo habrá mientras la Conferencia Episcopal obstaculice todas las investigaciones año tras año. Por algo se llamaba El Club la película de Larraín, porque se trata de proteger a sus socios.
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