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¿Cómo nacen los monstruos?

‘Monstruos, demonios y psicópatas: psiquiatría y cine de terror’, Fernando Espí

Ana I. Bernal Triviño

No tengo recuerdos en mi niñez de sentir miedo por monstruos imaginarios. Pero sí que, desde muy pequeña, sentía como monstruoso todo aquello que no estaba en los relatos fantásticos, sino que formaba parte de la realidad y me originaba auténtico pavor.

Por ejemplo, me daba miedo la enfermedad y la muerte en cuanto vi cómo se llevaba a mi compañera de pupitre. Me daban miedo los atentados y asesinatos, los ladrones que entraban por la escalera del patio, o cuando se me acercaban desconocidos. Me daba miedo que yo pudiese desaparecer, como había ocurrido con el niño pintor de Málaga. También me daban miedo cosas sencillas, como que mi madre tirase la basura, porque muchas veces en el programa “¿Quién sabe dónde?” describían que las personas desaparecían cuando bajaban al portal.

Crecemos y, poco a poco, creo que descubrimos que los monstruos de los libros o del cine no son los que hacen daño. Porque revisas la historia y compruebas que los verdaderos y mayores perversos estuvieron entre tus antepasados o viven hoy día. Que son personas sin escrúpulos y sin conciencia que ordenaron atrocidades como crear campos de concentración, ordenar fusilamientos, disparar bombas nucleares, dejar morir a personas congeladas en campos de refugiados o ahogadas en el mar, silenciar los casos de niños que desaparecen en rutas de emigración o que los condenan a la explotación sexual... Cientos de acciones aberrantes y vergonzosas.

Después descubres que tu propio sistema económico es otro monstruo que engulle, que merma a la sociedad, que la hace menos humana y más egoísta, más pobre y más desigual y que puede llevar incluso a la muerte a quien se queda sin recursos ni esperanzas. Que, en resumen, es una monstruosidad de sistema que devora al más débil para fortalecer al, ya de por sí, más fuerte.

El tú a tú

Y luego hay otro nivel, el del tú a tú. Cuando empiezas a sentir miedo de las personas conocidas o de tu confianza, las que menos esperas: tus jefes, compañeros de trabajo, amigos, vecinos… o aún peor; tus hermanos, tus padres o tu pareja. Y detrás de su encantadora apariencia, que no crea ninguna sospecha, se esconde un pedófilo, un mafioso, un psicópata o un maltratador. Nacen poco a poco, sin apenas darte cuenta.

Son esos casos, bien por poder de tu superior o por los lazos de cariño previos que existen, en los que asumir que compartes vida con un posible monstruo genera tanto pavor que casi deja sin opción a defensa. ¿Cómo es posible que duermas, desayunes, o compartas confesiones y mesa con uno de ellos a diario?

También es la situación que más frustración y shock genera, porque si quieres a esa persona por lo que ha representado para ti, no entenderás que te haga daño o que te amenace. También aparece la rabia y la impotencia porque todos los esfuerzos que hagas por querer salvarle, por querer que cambie, serán en vano salvo que asuma que es el monstruo que no quiere ver.

Cuando a comienzos de año se denunció el caso del catedrático de la Universidad de Sevilla que había abusado de unas compañeras fue desolador el silencio de la propia universidad durante años y del entorno que lo conocía.

¿Por qué guardamos silencio frente a quienes hacen daño con intención, desde una humillación o desprecio hasta cualquier agresión verbal o física?

¿Por qué nos da miedo difundir la verdad sobre determinadas personas y hacer frente a las calumnias con las que pretenden salvar su propio pellejo?

¿Por qué, si conocemos la verdad, nos atemorizamos, no contamos las cosas como son y les paramos en seco?

Supongo que será la sensación y el bloqueo que producen esas personas, sin pensar que esa actitud ocasiona dos cosas. Una, que les alimenta y los hace más grandes. Dos, que sufrimos la terrible consecuencia de transformarnos, un poco, en uno de ellos porque oculta una realidad muy sencilla: el silencio es el mayor de los monstruos.

Los monstruos no aparecen de la noche a la mañana, nacen poco a poco. Toca convivir con ellos y sobrevivir a ellos. Yo he conocido a algunos que se han dejado arrastrar y sobre sus espaldas se acumulan todos sus hechos. Pero también he conocido a otros, más valientes, que hicieron autocrítica antes de transformarse por completo en uno de ellos. La única forma de descubrirlo está en ponerse cada mañana frente al espejo, mirarse a los ojos y preguntarse: ¿Me estoy convirtiendo en un monstruo? Y reaccionar a tiempo antes de que sea demasiado tarde.

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