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Mi sobrina de diez años me explica el racismo

Aspecto de la concertina barbada instalada en Melilla. Foto: Jesús Blasco de Avellaneda

Santi Fernández Patón

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Una de las conversaciones más difíciles que he tenido en mi vida fue con una niña que, por entonces, rondaría los seis años: mi sobrina. Me llamó llorando desde el teléfono de mi hermana porque acababa de ver en las noticias que “hay una valla en España llena de cuchillos para que los africanos no entren y se corten los pies. Se les llenan de sangre. Es horrible”. Era incapaz de entenderlo, las palabras se le entrecortaban, casi no lograba hablar.

Por alguna razón mi hermana le había dicho que yo podría explicárselo. Mucha gente en África, me dijo, ni siquiera puede comprarse zapatos, “¿por qué les quieren hacer daño, tío?”. La mitad de la familia de mi sobrina, la de su padre, es tanzana. Ella les ha visitado en varias ocasiones. Ha pasado temporadas allí con su padre, sus tíos, su abuela y sus primos. Incluso antes de que dominara el inglés, con el que ahora se comunican, se sentaba en el suelo con su abuela y, mientras la ayudaba a desgranar maíz, mantenían largas charlas, la una en suajili y la otra en español. Se entendían, era increíble. Ni siquiera el tremendo contraste cultural le chocaba demasiado. Se daba cuenta de que el pueblo de su familia apenas contaba con calles asfaltadas ni alumbrado público. Nadie en España tendría una cabra en el patio de su casa y no era raro ver a gente descalza. Pero en el fondo, para ella, supongo que se trataba de detalles superfluos… Al menos hasta el día en que descubrió que en su país había una valla erizada de concertinas sin otro destino que el de herir a la gente con el mismo color de piel que el de ella, solo porque habían nacido del lado de su padre. Mi hermana se equivocaba. No fui capaz de explicarle por qué.

Mientras escribo esta columna ella y mi hermana sobrevuelan el Atlántico desde Estados Unidos, rumbo  por fin a casa después de innumerables vicisitudes. Los últimos tres años los han pasado en Estados Unidos, donde mi hermana enseña español en un instituto público del estado de Maryland. Desde allí, hace unas semanas volví a recibir una llamada de mi sobrina, que ahora acaba de cumplir diez años. En esta ocasión no me preguntaba por qué la policía de Minneapolis acababa de asesinar a un ciudadano cuya mayor falta parecía ser negro. Simplemente me contó que Donald Trump ni siquiera había expresado sus condolencias. Desde que vive en Estados Unidos todos sus amigos son negros, “afroamericanos”, los llama. “Se es negro por dentro y por fuera”, le explicó un día a mi hermana, así que ya no hace falta contarle qué es el racismo, ni siquiera el racismo institucional: el presidente de Estados Unidos se había callado. Ella misma me lo estaba contando.

Su sorpresa acerca del silencio de Trump tenía más que ver con esa otra falacia que ahora hay que desmontarle, de lo que espero que se encargue mi hermana: la democracia no consiste en el Gobierno de todos, en la voluntad popular expresada en el parlamento, etc. El presidente, sencillamente, puede obviar el asesinato de un conciudadano dependiendo del color de su piel. Las vidas negras no siempre importan. Ni allí ni en España, donde a poco que indague ahora que está de vuelta comprobará que abundan ejemplos como el de  Minneapolis, que en nuestras comisarías y centros de internamiento también se tortura y se mata, por acción directa o indirecta, y que el mar Mediterráneo es una fosa común, y que el ministro que en la actualidad pone los cuchillos en las vallas siempre tiene una excusa a mano para justificar todo eso.

Seguramente, cuando lo descubra no me llame a mí, sino a su familia de Tanzania y les pregunte por qué. Espero que ellos sí tengan una respuesta, puesto que yo jamás la he encontrado. 

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