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Día 43 en estado de alarma: Estampida de niños, como en un día de Reyes Magos

Los niños salen a jugar en la Alameda de Hércules, el primer día fuera de casa tras 43 jornadas de confinamiento.

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Con las carnes abiertas. Muchos padres no se han atrevido a sacar este domingo a sus niños, por el panorama que se podían encontrar. Yo he hablado con dos o tres papis en cuarentena y me han soltado lo mismo: ¡Este domingo no salimos ni de coña! Mi amiga Irene tuvo mellicitas y salió del hospital en pleno estado de alarma y los abuelos no las han podido ni besar. ¿Las ha sacado? Ni hablar del peluquín.

Mi vecina Isa está igual. Sus bebotes de tres años, Pablo y Manuel, llevan ya unas semanas al borde del motín, pero a su madre le horroriza tener que salir a la calle con los niños totalmente desatados. El viernes, sin ir más lejos, tuve que lanzar un mensajes de SOS in extremis para rescatar a Manuel de la tragedia: Pablo le estaba haciendo una llave de lucha libre y había pasado del rojo tomate al azul islandés.

Puestos así, no me quiero ni imaginar a estos dos toritos bravos el primer día que pisen la calle. Me lo imagino saliendo a la plaza como miuras en la Maestranza… y a estos nos los torea ni Morante de la Puebla. (La ventana de Alejandro)

Un poco de virus en la calle

“Como todavía queda un poco de virus en la calle, mejor dejo a mi bebé en casa”. Reflexión de Lola (5 años) poco antes de salir, no muy convencida de si este primer paseo después de más de 40 días de confinamiento se le brinda por su bien o si forma parte de un experimento cruel. Desecha, pues, el carrito con el muñeco, pero se plantan en la puerta listas para bajar y suman entre ambas un monopatín, dos pares de patines, una pelota y sendas bicicletas. Negociamos que solo estas últimas.

Las bicicletas resultan útiles para mantener la distancia de seguridad en el inevitable encuentro con amigos por el barrio. Porque por mucho que la mayoría nos hubiéramos planteado dejar el paseo para la tarde, somos menos los que hemos podido contenerlos. Ha habido hora punta este mediodía de un domingo de indulgencia. Porque hemos visto a quien ha aprovechado para correr -¡que es el 2 de mayo!- y también muchos grupos de papá, mamá y los dos hijos -¡que es uno y tres niños!- pero casi que da igual cuando tienes la sensación de ver unicornios cada dos por tres.

No es que hayamos tirado a los niños por delante como quien mete la jaula con el canario en la mina, que es lo que habrá pensado Lola, pero creo que sí hemos aprovechado, como ensayo, su aplastante capacidad de sobrellevar unas nuevas normas que con sus risas se nos harán menos duras. (La ventana de Olga)

Como un día de Reyes

Día 43 de confinamiento y estampida. En casa nos lo hemos tomado con calma y hasta ha habido tiempo para un zoom interprovincial. Bici, patinete y a las calles, una horita antes de comer. Ha sido curioso ver a muchos niños como si se tratara de un 6 de enero cualquiera haciendo girar sus ruedas, como si fueran nuevas, y he imaginado que a los que no han sido buenos, los pobres, sus majestades les han traído mascarillas en lugar de carbón.

El objetivo, por tener alguno y no deambular demasiado, era saludar a un amigo que vive y que se iba a asomar a su ventana a nuestro paso. Su madre, temerosa, decía que se estaba pensando salir o no,y ponía de excusa que estaba nublado. “Yo es que veo virus por todos lados”.

Luz al final de un túnel es la sensación que me ha quedado tras la rueda de prensa del sábado y el paseo del domingo. Cada vez más convencido de que los errores detrás de los cuales sólo hay buena intención no deben ser criticados más allá de lo justo, hoy estoy optimista y así ha de ser, porque ver el vaso medio lleno siempre será mejor que verlo medio vacío. (La ventana de Javier)

Niños desencadenados

Hace mucho que no voy a las carreras de caballos al hipódromo de Pineda, y no es que me vistiera como si fuera a ir a Ascot, simplemente cubría las carreras para el periódico. Siempre me emocionaba el nerviosismo de los caballos en los momentos previos a la salida, el sonido de los caballos piafando, golpeando los cajones inquietos, hasta que suena la campana de salida, se abren los cajones y los caballos salen galopando como alma que lleva el diablo.

Pensé que esta mañana, primer día en que los niños salían a la calle después de más de un mes, sería algo parecido, que se abrirían las puertas de las casas y saldrían los niños gritando y corriendo.

No ha sido esa mi percepción. He paseado por toda Sevilla y me he encontrado padres llevando a sus hijos de la mano, niños en bicicleta pegaditos a sus progenitores, mucha mascarilla y no demasiadas caras de alegría. “Les hemos dado tantas instrucciones al pobrecito”, me cuenta una madre, “que no se atreven ni a moverse: no toques los bancos, no te acerques a tus amigos, no puedes lanzar la pelota lejos, no te agaches al suelo.... en fin que le hemos cortado todo el rollo”.

Casi me ha llamado más la atención algunos corrillos de padres, a la distancia de seguridad, charlando animadamente mientras tenían a sus hijos agarrados de la mano, más entretenidos ellos que los chavales. Mucho patinete , bici y alguna pelota, en general, mucha tranquilidad. Avenidas y calles vacías. En algunas plazas, la Policía Local vigilando que se mantengan las normas de seguridad. “De momento, nada que resaltar, buenas maneras y tranquilidad”, me comenta la autoridad. Así que, como tantas veces, una cosa es lo que uno piensa que va a ocurrir y otra muy distinta la realidad con la que se topa, y yo hoy me he encontrado poca algarabía y mucha prudencia. (La ventana de Luis)

La Gran Evasión

He pasado la Gran Evasión igual que todos los días del último mes y medio: encerrado en casa. Se asume con naturalidad que los padres son los más beneficiados de estas excursiones infantiles, y es cierto. Gana el que acompaña porque se airea; gana el que se queda en casa, porque alcanza la verdadera-y-ansiada-libertad: una hora solo. Un hortera diría que es un win win.

Por todo esto hemos decidido que sea Cristina quien vaya con Mario a explorar los confines del mundo. De los tres, es ella quien más necesitaba el aire. Mario está en esa edad (poco más de dos años y medio) en la que comprende más de lo que parece. “Ten cuidado con el bichito”, implora cada vez que salgo, algo así como el “tengan cuidado ahí fuera” de estos días. Ayer se extrañó de que fuese a volver a la calle, pero no ha tenido miedo. Intuye que algo malo pasa y ha asumido con extraña madurez y sin aspavientos que no se toca nada.

Así que a las 11 ha cogido la moto y ha salido a darse un garbeo, con la soltura con la que Steve McQueen saltaba aquella valla a lomos de una Triumph. De los mundos que han descubierto sólo sé lo que me han contado: han conocido a María, la vecina del dinosaurio; han pisado muchas hojas; han echado un vistazo melancólico y furtivo a un parque, precintado como la escena de un crimen; han visto niños con mascarilla y niños sin ella, todos jugando. Al regresar, algunos vecinos los han saludado desde sus balcones, como a soldados victoriosos que desfilan tras la guerra. Cristina se ha emocionado hasta la lágrima y han vuelto a casa con la certeza de que son fascinantes los mundos que hay ahí fuera. (La ventana de Néstor)

Cogerse de la mano

Con niñas de corta edad (casi 3 y 6 años) la gran pregunta, el gran temor de este día, era si aún le cabría el calzado que habían estado usando hasta hace exactamente 45 días, que son los que hacen que no pisan la calle. Desde entonces, descalzas todo el santo día a pesar de las sugerencias, amables peticiones, súplicas y broncas de la que suscribe. La pequeña hereda de la mayor, y la mayor tiene un carácter más dócil, ésa ha sido mi suerte en esta hora de permiso fuera de casa.

Otra de mis suertes en esta época extraña, la mayor, es vivir en una casa con jardín, por lo que no echaban tanto de menos el sol, ver el cielo o corretear, como caminar más de 100 metros seguidos. Asomarse a la calle, a los lugares más próximos que conocen y comprobar cómo las hierbas están más altas que ellas. No sabían dónde querían ir, y cuando han elegido destino, no sabían para qué querían llegar allí, pues los columpios estaban precintados, las terrazas cerradas. No han querido coger bicis, ni patinetes, han querido ir de la mano.

Lo más extraño y difícil para ellas y para mi, es mantener la distancia social cuando encuentran a sus amigos o a sus primas, con las que solían jugar casi a diario antes de todo esto. Se quedan pegadas a mí cada vez que me paro al encontrarme con algún vecino y charlamos un rato a dos metros de distancia. Me pregunto cómo perciben esa nueva forma de relación. Cómo impacta en su cerebro el “no te puedes acercar”. De momento no lo cuestionan. Por primera vez ven a adultos con mascarillas en la cara y guantes en las manos, pero tampoco preguntan nada.

A mitad de nuestro paseo nos hemos encontrado con sus primas. Las dos familias vivimos pared con pared y hemos mantenido a rajatabla el confinamiento. Llevan más de 40 días viéndose y escuchándose desde uno y otro lado del muro medianero. Las cuatro se han cogido de la mano y se han echado a correr por un parque que ha estado cerrado hasta hoy. Por un momento casi las he perdido de vista, y no me ha dado miedo. (La ventana de Carmen)

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