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El ‘olivo de Lorca’: donde se esconden los muertos

Olivo de Lorca.

Miguel A. Ortega Lucas

En 1966, exactamente 30 años después de su asesinato y del comienzo de la Guerra Civil, el biógrafo irlandés Ian Gibson –apenas un muchacho por entonces– apareció por Granada, con motivo de una investigación universitaria, para ir en busca del fantasma del escritor que le había cambiado la vida, en lo que sería el principio de una aventura que para él –y para muchos– aún hoy no ha terminado. Preguntó aquí y allá (un trabajo titánico, teniendo en cuenta la época, y el sitio); y acabó dando con Manuel Castilla, ‘Manolo el comunista’: un hombre que contaba 17 años cuando la muerte de Lorca, y que aseguraba haber participado en el enterramiento del cadáver, aquella noche de agosto del 36. Fue Castilla quien le señaló el lugar donde –afirmaba, y corroboraron otros testimonios años después– Lorca había sido sepultado junto con tres personas más, bien conocidas ya para todo aquel que haya seguido la historia: el maestro Dióscoro Galindo y los banderilleros Francisco Galadí y Joaquín Arcollas. Allí, aseguraba: en un perímetro de apenas 5 metros alrededor de un olivo casi al pie de la carretera que une las pequeñas poblaciones de Alfacar y Víznar, en las proximidades de la Fuente Grande, a escasos kilómetros de Granada.

El gobierno andaluz aprobó levantar un parque con el nombre del poeta, en 1986, como protección del terreno señalado. Pero tuvieron que pasar otras dos décadas, hasta las excavaciones aprobadas en 2009 e impulsadas por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, para que se acabara sabiendo que Lorca, si alguna vez estuvo allí, en el lugar donde siempre se creyó, no estaba allí; ni sus compañeros de presidio y asesinato.

Pudieron matarlo y enterrarlo allí, pero quizás no exactamente allí. Pudieron matarlo en otro sitio y trasladarlo luego; y también matarlo, enterrarlo allí, y exhumarlo muy poco después para volver a sepultarlo en otro lugar… Las especulaciones, las posibilidades, los chismes y las leyendas en torno al caso son numerosos y de todo tipo (e implicaciones). Pero el lugar ya se había ido convirtiendo, de manera imparable con la llegada de la democracia, en el lugar de referencia de demasiadas cosas.

Es fácil llegar: un agradable paseo en autobús (sin el embotellamiento imposible del centro) si se va desde el centro de Granada, desde una parada cercana al Arco de Elvira. Ya en el término de Alfacar, casi en pleno campo, colindando hoy con algunos terrenos particulares, el Parque Federico García Lorca es una suerte de templo a la intemperie en que sólo se oye el rumor de las abejas y de los pájaros –más si tiene uno la suerte de encontrarse solo al mediodía–.

En primer término, una plazoleta condecorada con inscripciones de poemas del homenajeado. A la izquierda, tras subir y bajar el desmonte (el lugar de los disparos, se pensó durante mucho tiempo; siguen pensando muchos, hoy), se presenta ya un monolito que recuerda a Federico García Lorca “y a todas las víctimas de la Guerra Civil”. A la izquierda del monolito, casi tocando ya con la verja de un pinar cercano (y acotado: también Gibson dijo cosas, en 2009, respecto al lugar), se levanta el olivo, ‘el olivo de Lorca’Catalogado como árbol singular por la Junta de Andalucía no por su diversidad biológica, sino por su “referencia cultural e histórica”. De 5,5 metros de alto y más de 4 de diámetro en su copa esférica.

El escondite

Un árbol que da buena sombra y que dice más de lo que calla, si se le escucha, en la tarde de junio ahí a su orilla. Los frecuentes peregrinos que lo visitan le dejan, a veces, papeles con poemas entre sus grietas; como dándole así de beber. Cabría preguntarse cuántas veces ha escuchado ese árbol, durante casi ochenta años ya, las oraciones íntimas y silentes de todos aquellos que pararon alguna vez allí, con respeto monacal, con miedo casi a despertar a los muertos. Ya lo hemos dicho: los muertos que buscaban ahí no están ahí (o no exactamente ahí), pero en cualquier caso, y más allá de la leyenda lorquiana, todo ese paraje entre Víznar y Alfacar no deja de ser un estruendoso mausoleo de tierra que todavía oculta lo que quede de los miles (miles) que se calculan fueron enterrados o fusilados allí mismo, según, durante la guerra y la posterior represión (feroz) en la provincia de Granada, una de las más cruentas de todo el país.

Ese árbol habrá escuchado, también, alguna que otra confesión clandestina que será polvo a su vez, seguramente, a día de hoy, como tantos testimonios perdidos u olvidados; como el de quienes quizá supieron, también, más de lo que callaron, pero no quisieron (o no pudieron) hablar nunca.

Decía Lorca, en la Fábula y rueda de los tres amigos (un llanto por él mismo y por quienes perdió, tal vez), de Poeta en Nueva York:

(…) “Cuando se hundieron las formas puras

bajo el cri cri de las margaritas

comprendí que me habían asesinado.

Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias.

Abrieron los toneles y los armarios.

Destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro.

Ya no me encontraron.

¿No me encontraron?

No. No me encontraron.

Pero se supo que la sexta luna huyó torrente arriba

y que el mar recordó ¡de pronto!

los nombres de todos sus ahogados.“

Los muertos siguen jugando al escondite, en esos montes de Alfacar, y el olivo de Lorca será el favorito, seguramente, a la hora de contar hasta diez.

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