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Hay fechas que no se marcan sólo en el calendario: se graban en la piel de un país. El 3 de julio de 2005, España dejó de mirar hacia otro lado y miró, por fin, de frente, a miles de sus ciudadanos y ciudadanas. Ese día se aprobó la Ley 13/2005, que modificaba el Código Civil para permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo. Hoy, veinte años después, no celebramos sólo un texto legal: celebramos una conquista colectiva, una victoria del amor sobre el prejuicio.
La ley fue pionera. España se convirtió en el tercer país del mundo en reconocer este derecho, después de Países Bajos y Bélgica. Lo hizo en un contexto donde muchas voces auguraban el caos moral, el fin de la familia tradicional y la disolución del tejido social. Pero sucedió algo muy distinto: el mundo siguió girando. Las familias se diversificaron. Los niños y niñas crecieron sabiendo que el amor no tiene un único molde. Y millones de personas ganaron algo que el derecho no siempre sabe nombrar con precisión: legitimidad emocional.
Porque, como escribió Federico García Lorca, “el amor está en lo que tendemos, en lo que dejamos”. El matrimonio igualitario tendió un puente entre lo íntimo y lo legal, entre lo simbólico y lo material. No fue una simple reforma normativa. Fue una reparación histórica, una forma de decir: vuestras vidas también importan. Vuestros amores también cuentan. Vuestras alianzas, vuestras casas, vuestros cuerpos también merecen protección.
Quienes hemos trabajado en el ámbito de la diversidad LGTBI lo sabemos bien: la ley no solucionó todos los problemas, pero sí cambió el punto de partida. La visibilidad aumentó. Las parejas dejaron de ocultarse. Se empezaron a contar otras historias en las escuelas, en las familias y en los medios. La igualdad jurídica abrió paso —con todas sus tensiones— a una transformación cultural más honda. Y, como afirma aquel verso de Maria-Mercè Marçal, “a la intemperie crecí y fui sembrando nombres”: lesbianas, gais, bisexuales, personas trans. Nombres que antes eran susurros, hoy son banderas.
Sin embargo, la memoria no debe convertirse en complacencia. Veinte años después, todavía hay quienes cuestionan estos derechos. Se reactivan discursos ultraconservadores. Se recortan programas de educación afectivo-sexual. Se insinúa, con una sonrisa gélida, que “ya se os ha dado bastante”. Pero los derechos humanos no se conceden: se conquistan, se defienden y se actualizan. El matrimonio igualitario fue una estación en el camino, no la meta.
A veces olvidamos que la ley no fue un regalo. Hubo activistas que dieron la cara en dictadura, madres que acompañaron a sus hijos a los juzgados, abogadas que pelearon sentencias y políticos que asumieron un coste electoral. Hubo incluso bodas clandestinas, simbólicas, con anillos de papel y promesas más fuertes que cualquier cláusula legal. A todas esas personas, muchas de ellas anónimas, les debemos esta posibilidad: decir “sí, quiero” sin tener que pedir permiso.
Hoy, al mirar atrás, podemos afirmar sin titubeos: el matrimonio igualitario no destruyó la institución. La ennobleció. Le devolvió su sentido esencial: ser un pacto libre entre iguales, basado en el respeto y en el afecto. Amplió su definición, no la redujo. Y así, la hizo más humana.
Y en esta celebración caben muchas formas de ternura. La de los hombres que bailaron por primera vez en una boda sin miedo. La de las niñas que saben que pueden casarse con quien amen. La de los abuelos que, por fin, pudieron ver a sus nietos prometerse amor ante la ley y la vida. La de quienes lloraron en silencio, viendo que otro mundo era posible.
Como canta Rozalén: “no hay quien detenga la primavera”. El amor, cuando florece, no pregunta si tiene permiso. Sólo florece. Y hace veinte años, por primera vez en España, el amor floreció también en el BOE.
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