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Superemos miedos y vayamos a una Reforma Constitucional que ya toca

Fernando Rivarés

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La Constitución ha sido violada y el pacto del 78 que la alumbró, destruido. Hoy se trata de superar y adaptar el texto a una realidad que no se parece a aquella y de aprovechar la circunstancia para hacerlo, como el espíritu democrático exige. El diseño institucional que se hizo en 1978 abrió muchos caminos y permitió avances positivos en una sociedad que lo necesitaba todo. Pero las traiciones políticas a ese espíritu, tomaron solo uno de los caminos posibles entregándose a los mercados. Hoy eso puede y debe cambiarse. Reformar la Constitución no es difícil. Decir lo contrario sería decir que la inclusión secreta, nocturna y sin consenso del cambio en el art. 135 que viola la mayoría del articulado anterior y el carácter social del texto, fue algo muy difícil de lograr. De lo que se trata ahora es de hacerlo abiertamente, con transparencia, con acuerdos y tras un debate, que ya se está produciendo hace tiempo en la sociedad española.

Desde 1978 se han ido vaciando de contenido real algunos artículos de la Carta Magna, los que para mí son los más importantes en la vida cotidiana de la mayoría, y que son hoy de difícil aplicación porque sobre ellos rige el citado 135. Cualquier promesa de política avanzada en materia social, fiscal o de protección que hoy se quiera hacer, está supeditada a una realidad cuyo control no está en nuestras manos: el déficit. Y son las políticas más importantes y necesarias siempre, y especialmente en los malos momentos como este. Somos un país intervenido. Hay tres argumentos perceptivos para defender la idea de que es imprescindible y urgente la reforma constitucional. Los tres se basan en que la Constitución ya no cumple su papel esencial de garante de la convivencia y la democracia real. Y estos tres argumentos son: la contradicción insostenible en la que la han sumido, la incomodidad de su sistema territorial y modelo de Estado y su inutilidad emocional.

Con respecto al primer argumento, las razones están claras: Artículos como el 128 que dice que “Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general…”, y los que hablan del derecho de todos y todas a vivienda, empleo, cultura o igualdad ante la ley, son una ficción en la vida de mucha gente. Son cotidianamente y conscientemente incumplidos.

Las reformas que deberían plantearse pues, tras una discusión real entre la ciudadanía, abierta, transparente y votada son: la supresión de este artículo 135, y la salvaguarda real y efectiva de los derechos de la ciudadanía como la vivienda, la salud, la alimentación y la educación en todos sus niveles.

Vayamos con el actual modelo de Estado, y aquí voy a englobar varios aspectos. Lo primero: no hay que tener miedo a preguntar a la ciudadanía si España debe o no ser una República. Una vez diluidos los mitos -que quizá fueran reales pero que, en cualquier caso, ya no lo son- de que el rey aseguraba la unidad de nuestro País, recién salido de una dictadura, han pasado cuarenta años, y somos una sociedad madura.

Las nuevas generaciones formadas reclamamos decidir entre Monarquía o Republica, (yo, Republica sin duda) y qué modelo de ellas hay que aplicar. Se está viendo estos días, en ámbitos universitarios el resultado de las consultas que se han llevado a cabo, es imprescindible que el pueblo hable ante este dilema para alcanzar realmente una mayoría democrática en nuestro País.

Hay más cosas que revisar en el modelo de Estado, como la mayoría de edad para votar. ¿Por qué no a los 16 si con esos años ya se es sujeto de derecho matrimonial, parenteral, familiar y laboral en el ordenamiento jurídico español, se puede decidir sobre una operación estética, y se es protagonista máximo de las políticas educativas? En Aragón, además, el derecho foral reconoce nuevos derechos a partir de los 14 años.

Hablemos ahora de la representación de la ciudadanía en los órganos establecidos para ello. Hay muchas voces que reclaman desde hace tiempo la supresión del Senado, que no tiene ninguna función territorial real, cuando en nuestro País existen 17 parlamentos autonómicos y a las diputadas y diputados del Congreso se les elige en listas provinciales que les exige ser representantes de la ciudadanía de su territorio. Yo soy una de esas voces. Y comparto también que es necesaria la modificación de la ley electoral y los criterios territoriales de representación, para que se refleje realmente la realidad política de la población. Y reformar el Parlamento, sometido hoy a una ausencia de debate real con la aplicación de peligrosas mayorías de madera y sin transparencia en su funcionamiento y sus gastos.

Se hacen imprescindibles los cambios que consigan la participación real de la ciudadanía en la toma de decisiones: referéndums ante decisiones trascendentes, revocatorios de cargos y gobiernos por incumplimiento esencial de programas y promesas, y posibilidad de presentar iniciativas sociales en las Cortes. Todo esto es fundamental para hablar de una auténtica democracia.

Y ahora hablemos de cómo entramos todos y todas, de una forma coherente y justa con todo lo expuesto hasta ahora, en un nuevo modelo territorial recogido en la Constitución: yo creo que es perfectamente compatible la singularidad de cada territorio con la universalidad de derechos y la igualdad política. La semejanza engendra la concordia y el respeto a la diversidad conlleva la comodidad y la justicia. Deberíamos ir hacia la construcción de un Estado Federal reconocido con el seguro de justicia financiera para todos igual. Y aquí, amigos y amigas, está la gran madre del cordero: cómo combinamos extensión territorial y cantidad de población para garantizar igualdad de servicios. No es lo mismo 48.000km2 de extensión con un millón 200mil personas que con tres millones. Hoy soportamos la contradicción de que puede violarse el derecho constitucional de usuario del mismo servicio en todo el territorio del Estado y que somos un Estado injustamente asimétrico. Realmente la política auténtica debería llevarnos a desbrozar el bosque de todas estas realidades para encontrar caminos amplios donde nos encontremos la mayoría, y mantener, así, un sistema de derechos.

Por último, el argumento emocional. No es lo mismo la realidad que su percepción en un nivel emocional y político. Si la gente que debe sentirse amparada y a la vez defensora de la Constitución, como norma máxima y marco de su convivencia y su orden político y social, no se siente ni amparada ni defensora, no sirve de nada.

Vivimos bajo la semántica intervenida, con la sensación de que los dueños de las cosas lo son también del lenguaje y, a menudo, se nos habla de asuntos de aparente gran valor político e intelectual, que son incomprensibles por la mayoría. Y son incomprensibles, no porque seamos incapaces de hacerlo o nos falte el conocimiento, sino porque esos asuntos no tienen que ver con la realidad cotidiana de la gente. Hay desafección porque hay abandono de la realidad emocional de lo que realmente importa.

En el mundo del derecho quizá es una virtud sustraerse a las emociones. Pero para redactar el gran documento que debe regular nuestra gran convivencia hay que ser consciente de cómo las emociones y los sentimientos condicionan la percepción de las cosas. Los axiomas son poco negociables y poco comprensibles.

Insisto. Todo esto es lisa y llanamente política. Algo maravilloso, utilísimo, necesario y que, lejos de lo que algunos y algunas se empeñan en contar, cada día se practica más. Seguramente en otros formatos, poco habituales hasta ahora, lo cierto es que cada día hay más gente haciendo más política. Si ya no estamos cómodos, cambiamos las cosas, si la norma de convivencia básica ya no nos ayuda a convivir a gusto de todos o de la inmensa mayoría, se cambia. Hace falta un poco de valor, eso sí, y de visión de futuro y de percepción de la realidad un poco alejada de los despachos.

La sociedad es otra de la que era en 1978. Sus anhelos y circunstancias son otros. Las cosas que entonces se dejaron parcialmente hilvanadas se pueden redefinir, las que se cosieron a perpetuidad se pueden disolver, las que se ensayaron se pueden reformar porque ya toca. Ya hemos experimentado, y sí se puede.

Nada que no obtenga una respuesta clara a un por qué, merece ser tenido por intocable. Todo sobre lo que se pueda discutir y dialogar es susceptible de cambiarse. Y hay que hablar siempre sin miedo a descubrir otras posturas y las aparentes disensiones que pueden convertirse en acuerdos. Ese era el espíritu ¿no?

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