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Arqueología de altura (I parte)

Íñigo Jáuregui Ezquibela

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El 1 de diciembre de 1952, dos montañeros pertenecientes al Club Andino de Chile lograron coronar los 6.739 metros del Llullaillaco, uno de los volcanes más altos y activos del mundo. Los protagonistas de esta hazaña se llamaban Bión González y Juan Harseim y el motivo que les animó a emprenderla fue su convencimiento de que el objetivo al que se encaminaban era una cima virgen, jamás hollada por el hombre. Sin embargo… no podían estar más equivocadas. Esta, cuyas vertientes se extienden a uno y otro lado de la frontera que separa Chile (Antofagasta) de Argentina (Salta), ya había sido conquistada en numerosas ocasiones. Las más recientes se remontaban a los años 1950 y 1951, y las más remotas a los siglos XV o XVI.

Los primeros en darse cuenta de que la cumbre recién ascendida distaba mucho de ser lo que ellos habían imaginado fueron los propios interesados. Al recorrer los últimos metros que les separaban de su meta, no solamente pudieron observar los restos de lo que parecía ser una pared artificial, levantada por manos humanas, sino que, además, encontraron y desenterraron una bolsa de piel de aspecto y hechuras indígenas. Inicialmente, la reacción de los dos andinistas fue restar credibilidad o dudar de lo que estaban viendo, pero enseguida empezaron a darse cuenta de que lo que acababan de descubrir no estaba allí por casualidad y de que quienes se les habían adelantado lo habían hecho muchos siglos atrás. Es muy probable que tanto el uno como el otro se sintieran desengañados por no ser los primeros en la cima, sin embargo su frustración se vio compensada con una proeza mucho mayor: ser los descubridores del yacimiento arqueológico más elevado del mundo.

Aunque resulta imposible precisar con exactitud cuántas ascensiones y visitas se produjeron a la cumbre y laderas del Llullaillaco durante el período pre-colombino, todo parece indicar que éstas fueron numerosas y recurrentes. Esa es, al menos, la tesis que defienden los arqueólogos que han explorado y excavado los diferentes yacimientos que han ido saliendo a la luz en las campañas emprendidas desde 1971 hasta la actualidad. En ese lapso de tiempo se han localizado un recinto funerario integrado por seis tumbas, otros tantos esqueletos y su correspondiente ajuar; un complejo ceremonial compuesto por un altar, un edificio de dos habitaciones, un cercado para animales domésticos y una calzada empedrada; una variopinta representación de deshechos de toda índole: fragmentos de cerámica, retales, fibras vegetales, semillas, carbón… y, finalmente, los restos de tres sacrificios humanos.

El principal responsable de este último descubrimiento fue Johan Reinhard (Illinois, 1943), el arqueólogo norteamericano que, a lo largo de las últimas décadas, ha alcanzado mayor especialización en esta clase de empresas y exploraciones. Durante las excavaciones llevadas a cabo en marzo de 1999, los miembros de su equipo rescataron los cuerpos momificados de dos niños de seis o siete años de edad (“el niño” y “la niña del rayo”) y de una mujer de unos dieciséis (“la doncella”). La mayor diferencia entre este y otros hallazgos semejantes fue que las autoridades argentinas, a la vista del extraordinario estado de conservación que presentaban los cadáveres y de la posibilidad de que se produjeran nuevos descubrimientos, decidieron tomar diversas medidas a fin preservar y difundir este legado. La más inmediata consistió en otorgar una figura de protección a la cima del Llullaillaco declarándola Lugar Histórico Nacional (20-VI-2001); la segunda, en crear una institución museística en la ciudad de Salta (Museo de Arqueología de Alta Montaña) con el propósito de exhibir las tres momias y los 46 objetos que componían el ajuar con el que fueron enterradas.

Estas y otras evidencias arqueológicas desenterradas en circunstancias muy similares a las descritas ponen de manifiesto que los europeos no fueron los primeros seres humanos en conquistar grandes o grandísimas montañas. Los primeros en hacerlo fueron, como acabamos de señalar, los pueblos originarios de Sudamérica y, más concretamente, los pobladores del Tahuantinsuyo o del vulgarmente conocido como Imperio incaico. En este territorio que se extendía a lo largo de tres millones de kilómetros cuadrados, entre el océano Pacífico y la selva amazónica, surgió la iniciativa o la necesidad de ascender a lo más alto y –lo que es mucho más insólito– de hacerlo por motivos completamente diferentes de los exploratorios, deportivos, económicos o científicos. Los que acometían estas empresas no exentas de peligros y levantaban construcciones rudimentarias en cotas que superaban los 6.000 y 6.500 metros de altitud no buscaban gloria ni reconocimiento. Sus aventuras tenían una dimensión religiosa o espiritual. Como señala Julius Évola en un ensayo titulado Meditaciones de las cumbres: “El hombre antiguo no escogía al azar la montaña como medio de expresión simbólica de significados trascendentes; a ello le indujeron razones de analogía, pero, además, un presentimiento de aquello mismo que la experiencia de la montaña puede sugerir a la parte más profunda de nuestro ser, una vez que ella haya sido adecuadamente realizada”.

(continuará)

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