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Los andaluces

Iñaki Ochoa de Olza

Parece mentira que ya ha pasado un año. Cuando estábamos, 12 meses atrás, en el campo base del K2 el tiempo discurría ciertamente a otro ritmo, impuesto por la maravillosa meteorología pakistaní, que es vana y caprichosa como pocas, y que puede hacer que pasen los días y que el cielo no deje de descargar una nieve pesada y copiosa como el sueldo de un futbolista. Era el aniversario de marras, y sobre la morrena del glaciar más de cien tiendas daban cobijo a muchos sueños y anhelos. Se vio un poco de todo. Había todo tipo de gente: soñadores, alpinistas de elite, personajes de alma corrompida, románticos empedernidos, vividores, peliculeros, y también gente de esa que te abrasa con su interminable logorrea. Españoles, italianos y suizos, ingleses, colombianos, rumanos, coreanos, japoneses, rusos y, joder, hasta un francés.

Pasamos muchas horas juntos, de tienda en tienda, de país en país. Visto lo oído y publicado a posteriori, podría parecer que el ambiente en aquellos dos meses fue tenso y polémico, pero nada más lejos de la realidad. En esas semanas de espera, hubo gente que no salió del perímetro de sus propias tiendas, encerrados en su propio ego y encantados de conocerse, o en otros casos únicamente buscando cierta paz, pero también hubo otros que sólo volvíamos a nuestro campo para dormir o comer. Yo era de estos últimos y en ningún sitio encontré tanta buena gente por metro cuadrado como en la tienda de los andaluces.

Los había conocido en el año 2003, cuando llegué al campo base del K2 con un grupo kazajo después de subir al Nanga Parbat y al Broad Peak. Entonces el tiempo no dio opción, y sólo pisé la montaña un día. Pero los andaluces eran el centro de reunión, y aunque ya se marchaban tras dos meses de espera, pude comprobar que eran amables, hospitalarios y divertidos. Aquel año habían hecho la mayor parte del trabajo, y estaban decepcionados. Hicimos una gran comilona de despedida, y en la alcohólica juerga que siguió, uno de los suizos se atizó entre las piedras una galleta olímpica, lo que anima cualquier fiesta. Este 2004 algunas caras habían cambiado, pero no su espíritu abierto y generoso, y compartimos tapas y cafés, jamón y chistes, y resultaba imposible ir a darse un paseo porque siempre acababas con ellos, que eran “lo más grande”.

Salí hacia la cumbre cinco o diez minutos antes que su grupo. Esperaba que también subieran, pero no fue así. Cuando bajaba por la travesía del cuello de botella, me percaté de que su grupo se había dado la vuelta a 8400 m., medio envueltos en la tormenta que se avecinaba (y que mataría a tres personas). Nervioso, dejé de lado las cuerdas y les adelanté sin pedir permiso, casi sin saludar. Aún así no me chillaron.. No subieron al K2, eso está claro, pero ¿y qué?. Espero que no sean ustedes de esos que clasifican a la gente según el grado que escalan, según el número de ochomiles que tengan, o según por qué ruta los hayan subido. Discúlpenme, pero eso solo son gilipolleces. Lo que perdura un año después es el calor y la amistad incondicional que salía siempre de aquella gran tienda naranja, siempre llena de alegría, hospitalidad y de andaluces, por supuesto.

Columna publicada en el número 19 de Campobase (Septiembre 2005).

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