En solitario en el Makalu. Los límites de Ueli Steck
Mientras escribo estas líneas, me encuentro aquí sentado, a 5.250 metros sobre el nivel del mar, en el campo base del Makalu. Arriba, la cima del Makalu, a 8.463 metros de altitud. Exactamente me separan 3.213 metros de mi sueño.
Hace justo una semana, me encontraba a los pies del Pilar Oeste. Instalé el campamento a 6.700 metros. Estaba muy motivado. Quería completer el proyecto. Sé que estoy preparado para lograrlo. Empecé a ascender a las 3 de la madrugada. Estaba totalmente seguro de que: “… escalaría el Pilar Oeste en solitario y sin cuerdas fijas hasta la cima”. Pero una vez allí todo fue distinto…
La gran cantidad de nieve fresca caída me mostró dónde estaban mis límites. Sin embargo, luché hasta el final. En ningún momento me rendí. No va en mi naturaleza decir a las primeras de cambio que algo no funciona. Sé exactamente que si no lo hubiese dado todo, si hubiese tirado por la borda todo el esfuerzo, una vez me encontrase en el salón de mi casa, ¡me hubiese arrepentido y avergonzado por ello!
Avancé lo mejor que puede por la nieve. Durante la primera parte no me supuso ningún problema. Pero entonces me encontré con esas enormes rocas salientes y amenazadoras. La nieve del monzón se había acumulado hasta los 30 centímetros en los pasajes más verticales de la pared. No podía hacer otra cosa más que apartar la nieve con la pala, hasta dar con la estructura rocosa que se encontraba bajo la nieve, lo que me ofrecía la suficiente garantía para intentar seguir escalando. Y así alcancé, totalmente extenuado, los 7.000 metros.
Es como escalar la norte del Eiger bajo condiciones extremadamente adversas. Entonces pensé: ¿estaría en casa escalando el Eiger bajo estas condiciones?… descendería inmediatamente y volvería a casa, a tomarme una taza caliente de café, y a escalar en el rocódromo por la tarde.
El primer paso en roca estaba dado. Sin apenas aliento… me encontraba solo allí arriba. Avancé hacia la derecha, desde la repisa hasta el borde. Me encontraba ante un campo de nieve muy vertical, entre 45º y 50º. La nieve era profunda, pero lo intenté. El riesgo de avalanchas era sin lugar a dudas crítico. Los cristales de nieve no se hallaban unidos unos con otros debido al intenso frío… estaban sueltos. Gateé empujado por mis últimos resquicios de fuerza. Y logré seguir avanzando hasta los 7.100 metros. El borde acababa en un escarpado canal. Tenía que llegar hasta allí. Tan pronto como aumentó la verticalidad, pude echar una ojeada a la gran masa de nieve suelta que acababa de dejar atrás. Se me paró el corazón. Unas veces me deslizaba un metro, otras dos. Hasta el último músculo de mi cuerpo estaba en tensión. Entonces, ¿por qué desapareció de repente? No tengo ni idea. Tan pronto me detuve, la tensión comenzó a desaparecer al tiempo que mi cabeza empezaba a funcionar con rapidez. Obtuve un respiro. Empecé a avanzar por el canal, que me recordaba a un tobogán infantil. Luchaba por cada metro. Una y otra vez. Tenía los nervios a flor de piel. Todo se repetía de nuevo. Entonces alcancé el siguiente tramo de roca. Tuve que apartar toda la nieve. Y después de la roca, una nueva pendiente de nieve.
Dudas e incertidumbre
Esta masa suelta acabó mentalmente conmigo. Nunca supe si me encontraba apoyado de forma firme y estable cuando me encontraba allí arriba, o si en cualquier momento resbalaría y me deslizaría directamente fuera de la pared. Estaba en un estado de tensión permanente. La masa de nieve era mayor a cada metro que avanzaba. A los 7.200 metros alcancé mediante una travesía nuevamente el borde del Pilar, esperando que la concentración de nieve fresca fuese menor allí. Subí por el enorme saliente rocoso hasta una plataforma que se asomaba al vacío. Este descanso me permitió quitarme la mochila y asegurarla a un piolet.
Bebí casi medio litro de agua y me comí una barrita de muesli, esperando recuperar fuerzas y poder descansar un poco antes de proseguir. Una mirada hacia arriba, y la simple visión de lo que me esperaba era algo destructivo. El Pilar yacía bajo un frío y profundo manto invernal. Un rápido vistazo al reloj me mostró que necesitaba cuatro horas y media para recorrer los siguientes 500 metros. El tiempo: un profundo cielo azul. Mi confianza alcanzó su punto más bajo. ¿Qué debía hacer? ¿Continuar? ¿Regresar?
Esta incertidumbre, el no saber nunca donde y sobre qué me apoyaba, y el hecho de que en cualquier momento la nieve pudiese ceder, me acabó por desgastar.
Escalar sin cuerda provoca un gran desgaste mental, pero puedo evaluar mis puntos de reposo, puedo ver los agarres y los siguientes pasos. Quizá me encuentre a unos 1.000 metros sobre el abismo. Todo mi cuerpo cuelga de una repisa de tan solo 7 mm de ancho. Miro al borde rocoso, pero no puedo ni tan siquiera juzgar desde aquí si es sólido o no. Sé si puedo llegar hasta él o no, pero eso no importa, da igual el tamaño que tenga.
Ahora sé que me encuentro atrapado durante horas en este precario entorno. Ya no soy capaz de valorar la situación de ninguna de las maneras. Tomo la decisión: ¡voy a descender! 7.200 metros y comienzo el descenso.
El descenso me supone también toda una guerra de nervios. Pierdo la noción del tiempo. En esos momentos me dí cuenta de lo tenso que estaba realizando el descenso. Una vez alcancé mi campo de altura a 6.700 metros me senté agotado sobre la nieve. Toda la euforia del día anterior había desaparecido. Bebí algo, ya que hacía mucho tiempo que no me encontraba en un lugar seguro. Sin embargo, no sentí ninguna señal de alivio.
Mi cabeza empieza a acelerarse y los pensamientos se suceden vertiginosamente. ¿Qué hago aquí? Pienso sobre mis últimas horas y,… ¡me enfado conmigo mismo!
Bajo las condiciones en las que me encuentro es imposible escalar una vía de las características y la dificultad que presenta ésta. De nuevo pienso: “¡estoy demasiado débil! ¿Sufro de falta de motivación?”.
Estuve allí sentado al menos una hora. Mi gran deseo durante aquellos momentos era volar de vuelta a casa inmediatamente.
Una hora después ya estaba guardando todas las cosas en el macuto. Lo único que ansiaba en aquellos momentos era poder descender. Se acabó el alpinismo… ¡ y sorprendentemente no encontraba ninguna razón para refutar esa idea! Ya tenía media mochila llena cuando me puse a desmontar la tienda.
Pero, de alguna forma, sentí que me invadía una nueva ola de coraje. “Es solo 13 de septiembre” pensé. Aún tengo al menos un mes más para intentar pisar la cima del Makalu. Inmediatamente comencé a desempaquetar la mochila de nuevo. En esos precisos momentos carecía de plan alguno para ascender por el Pilar Oeste. Pero sabía que en un mes las cosas pueden cambiar mucho.
Clavé nuevamente la tienda y metí todo el material dentro. Quizá las condiciones meteorológicas mejorarían pronto. Aunque a decir verdad, en aquellos momentos no tenía muchas expectativas puestas en ello. Empecé el descenso hasta el campo base con un cúmulo de sentimientos mezclados. Casualmente mientras descendía, el tiempo mejoraba notablemente…
¿Es realmente necesario exponerse a semejante riesgo? Estaba deprimido. Me había embarcado en este proyecto con una increíble motivación y mucha confianza en mis posibilidades, pero ahora parecía que todo se había acabado. El torrente de pensamientos seguía ocupando mi mente.
A las 12 en punto, me puse en contacto por radio con Andy Waelchli. Él y Robert Boesch ascendían por la ruta normal rumbo a la cima. También se hallaban hundidos en la nieve. Me llegó como una efímera consolación… Ese día alcanzaron los 6.500 metros: menos de lo que yo había alcanzado. Robert ascendió al siguiente día 300 metros más antes de retirarse. Por lo visto, la decisión que había tomado no era tan desacertada…
Reflexión
Por fin estaba de vuelta en el campo base. Me duché. Comí unas patatas calientes con queso y algo de carne seca. No sabía que hacer… Al día siguiente Andy bajó hasta el campo base. Y al siguiente hizo lo propio Robert. Hablamos sobre la situación. Todos estábamos de acuerdo que bajo esas circunstancias era imposible llevar acabo la ascensión. Por lo menos el clima había mejorado: el sol brillaba y ya no había precipitaciones.
Esto hacía que todo fuese incluso más difícil de sobrellevar: sentados allí en el campo base sin hacer nada mientras el tiempo era fabuloso…
Por la noche los pensamientos eran insoportables. La historia del alpinismo muestra que todo debe encajar perfectamente si se quiere hollar la cima de un ochomil. En aquellos momentos nada encajaba. Incluso emocionalmente hablando no pasaba por mi mejor momento. Reconsideré diferentes opciones. ¿Quizá una vía por la cara sur? La radiación del sol es mucho mayor y la transformación de la nieve se acelera. Podría hacer la travesía desde el Pilar Oeste. Pero al final descarté la idea. Si no funcionó por el Pilar Oeste, tampoco lo haría por la cara sur.
Tomé la decisión de regresar al campo de altura a 6.700 metros. Andy me acompañó. Era miércoles 16 de septiembre. Las huellas del domingo seguían ahí. Eso quería decir que no había cambiado el estado de la nieve. Sin equipo alguno alcanzamos los 6.700 metros a las seis en punto de la mañana. Hacía un frío terrible. El sol seguía oculto detrás del Makalu.
Empaqueté todo lo más rápido que pude para no tener que pasar mucho tiempo a la intemperie. Estaba contento de que Andy me hubiese acompañado. Después de un buen rato meditando llegué a la conclusión de que un intento de hollar la cima por el Pilar Oeste no era posible bajo esas condiciones. La ruta normal era una opción mucho más realista.
Dejé comida, la tienda y el hornillo a 6.700 metros. El resto del equipo me lo llevé de vuelta al campo base. De esta forma aún dejaba una pequeña puerta abierta a la posibilidad del Pilar Oeste.
Nuevo objetivo: la normal
Me encuentro de nuevo sentado en el campo base, contento por haber bajado todo el material. Ahora tengo abiertas todas las posibilidades. En estos momentos el Pilar Oeste es una ilusión. Solo un sueño. La ruta normal: si tenemos suerte, nos ofrece una oportunidad palpable. Aún nos quedan tres semanas hasta que aumenten las rachas de viento a 8.000 metros y la idea de intentar alcanzar la cima sea algo imposible. Son tres semanas…
Lo más importante es, sin lugar a dudas, regresar sanos a casa. Cuando acabe el viaje todos nos habremos enriquecido por la experiencia. Yo, personalmente, sé que he alcanzado mis límites allí arriba.
Estudiamos con nerviosismo el pronóstico del tiempo. En un primer momento, los tres queríamos haber empezado a ascender el día anterior, sábado. Las previsiones apuntaban a una mejora del tiempo, pero el sábado el Meteosat indicaba que la cosa quizá no mejorase como creíamos. Un cambio en el tiempo parecía acercarse. Lunes… Martes…Sin embargo, el tiempo no es malo del todo. ¿Deberíamos creer lo que anuncian las previsiones meteorológicas?
Seguimos esperando. Si el Meteosat no se equivoca y subimos de todas formas y llegan las precipitaciones, nos encontraremos atrapados allí arriba. Las condiciones para que se produzcan avalanchas serían las idóneas. Decidimos esperar, aunque el cambio del tiempo no es tan acusado como se había previsto. Es preferible quedarse en el campo base comiéndonos las uñas que subir y que las previsiones se hagan ciertas y nos sorprendan arriba. Al fin y al cabo, las previsiones meteorológicas no son más que predicciones. Sin embargo, éstas pueden ser vitales. Nos pueden prevenir de situaciones críticas y desagradables.
Está siendo una temporada muy larga. En diciembre escalé las Grandes Jorasses por la vía Colton-MacIntyre en un tiempo de 2 horas y 21 minutos. Poco después ascendí por la vía Schmid en la cara norte del Matterhorn, en un tiempo récord de una hora y 56 minutos. Ambas escaladas las realicé a vista. Poder completarlas de la forma que lo hice me supuso una inyección de confianza. Sabía, después de mi récord de velocidad en el Eiger, que podía escalar muy rápido. Ahora también sé que puedo escalar rápido sobre terreno desconocido.
En junio escalé en libre el Golden Gate, en El Capitán, cayéndome tan solo en un largo, y completando a vista el resto de la ascensión. Poco después me dirigí a Pakistán, donde el 10 de julio hice cima en el Gasherbrum II (8.036 metros) por la vía normal.
Todas estas ascensiones implicaban que debía seguir un trabajo específico. Para cada disciplina me tuve que preparar de una forma especial. Todas estas actividades estaban orientadas de cara a mi principal objetivo en otoño: escalar en solitario el Pilar Oeste del Makalu.
Cima y vuelta a casa
Finalmente alcancé la cima del Makalu el 24 de septiembre de 2009, aunque no por el Pilar Oeste, como había planeado en un primer momento. Llegué a la cima ascendiendo por la ruta normal, y en tan solo dos semanas ya me encontraba de vuelta en Suiza. Las congelaciones en los pies van mejorando poco a poco, por lo que ya he podido comenzar con mis entrenamientos diarios de escalada. Ya estoy volviendo de nuevo a la rutina diaria. Nunca antes en mi vida había necesitado tanto este descanso. El Makalu me ha obligado a luchar hasta el final.
La expedición ha sido todo un éxito, aunque no logré alcanzar la cima por la vía inicialmente prevista que discurría por el Pilar Oeste. Las condiciones meteorológicas ya eran de por si muy difíciles por al ruta normal, por lo que intentarlo por el Pilar Oeste era simplemente una temeridad y algo imposible.
Desde el campo 2, a unos 6.500 metros de altitud aproximadamente, Robert Boesch y yo tenemos que luchar con todo para alcanzar la cima. Nos vamos relevando continuamente para ir abriendo huella, siempre atentos y buscando donde la acumulación de nieve es menor. Buscamos los tramos donde el sol lleva más tiempo brillando, donde el viento ha soplado y arrastrado la nieve, o –incluso mejor- donde ya ha habido avalanchas que han barrido todo. Mediante este lento proceso ascendemos hasta los 7.100 metros y descendemos hasta el campo 2, siguiendo las huellas que hemos abierto antes durante la ascensión para no echar al traste el trabajo ya realizado. De esta forma tendremos suelo estable y firme bajo nuestros pies cuando ascendamos. Al siguiente día Andy Waelchli toma la decisión de no seguir ascendiendo. Mientras, Robert y yo continuamos hasta el campo 3: el último campo de altura que montamos. Se encuentra a 7.350 metros sobre el nivel del mar. Desde este punto en concreto restan 1.113 metros hasta la cima. Una y otra vez Robert y yo nos vemos obligados a luchar por cada paso para avanzar entre la enorme masa de nieve, que nos llega hasta las rodillas. Ya ha anochecido, y todo está negro como el carbón. Abandonamos el campo 3 a las tres de la mañana.
Durante uno de los descansos tengo que masajearme los pies. Robert me echa un vistazo al pie derecho, el cual ya siento como si fuese auténtica madera. Juntos seguimos avanzando hasta los 7.900 metros. En ese punto, Robert toma la decisión de descender. Afirma que ya es muy tarde para él. Yo en cambio decido darme hasta las 4 de la tarde. Si entonces no he alcanzado ya la cima, bajaré también. Creo que también podría descender por la noche, ya que me limitaría a seguir la huella que dejaría al subir. Así que me pongo en marcha nuevamente. Solo, metro a metro... El sol es cegador, pero no ofrece calor en absoluto. Sigo luchando. Me obligo a comer y beber. El aire es muy ligero. La arista, que llega directamente hasta la cima, parece interminable. Ya he dejado incluso de mirar hacia arriba. Pero, finalmente, lo logro… ya estoy en la cima. La cima es muy angosta y afilada. Sin embargo, no me hace sentir como que es algo especial. Me hago una foto rápidamente, me pongo los guantes y comienzo el descenso hacia el campo 3, a 7.350 metros, donde hago noche antes de bajar al campo base al día siguiente.
Ascender el Makalu me ha obligado a esforzarme al máximo. Ha sido un reto que me ha llevado al límite. Y aún ahora, sigo sufriendo las consecuencias de semejante error. Nunca, en toda mi vida, me he visto obligado a luchar como en esta ascensión. Al final todo se redujo a un simple asunto de cabeza. La razón me había instado hacia tiempo a poner fin a esa tortura… pero mi voluntad me empujaba a la cima.
Afortunadamente, ya estamos todos de vuelta a casa sanos y salvos. Mis pies se siguen recuperando poco a poco. Gracias a Robert, que hizo un espléndido seguimiento y se encargó de masajearme los pies cuando nos encontrábamos en el Makalu, logré hollar su cima. Sin embargo, siento mucho que él no pudiese alcanzar la cima. Hubiese supuesto un gran éxito colectivo. Gracias también a Andy, otra parte muy importante de la ascensión, logré alcanzar la cima del Makalu.
Ahora tengo las pilas totalmente descargadas… Sin embargo, la cabeza la tengo llena de ideas y planes. No obstante, primero quiero descansar, recuperarme y disfrutar de este fructífero año.
Extraído del diario personal de Ueli Steck. Campo base del Makalu – Domingo, 20 de septiembre de 2009
Reportaje publicado en el número 71 de Campobase (Enero 2010).