Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
La cuna de oro o el 'völkisch' cántabro
Todo pueblo que se autoidentifique como tal necesita una cuna de oro —a veces, varias—. Un origen mítico que poder añorar, un pasado que nos instala en la melancolía de lo perdido pero que, ante todo, nos abre las puertas a una unidad emocional en el sentimiento de patria, de pueblo, de nación que, aunque no nos alimente, sí nos aglutina. O, al menos, así parece ser desde que se impuso en el siglo XIX el pensamiento civilizatorio que, según Josephine Quinn, “tergiversa los fundamentos de nuestra historia”.
Parece que ahora todos necesitamos un origen identitario que nos defina. Pregunta el ICANE a la ciudadanía en su Encuesta Social de Cantabria cuál es el “grado de identificación con la región” y un 35,32% dice sentirse totalmente identificado mientras un 42,71% dice que bastante. La pregunta es tan vaga como absurda, pero imagino que debe traducirse por algo así como “¿cuán cántabro se siente usted?”.
Que necesitamos identidad es indiscutible, que esta esté relacionada con el lugar donde se nace o con la bandera que ondea en las dependencias oficiales de la comunidad —y que van cambiando con el devenir histórico—, es otro cantar.
Explica la historiadora británica Quinn que “no son los pueblos los que hacen la historia, sino las personas, y las conexiones que crean entre ellas. La sociedad humana no es un bosque lleno de árboles, con subculturas que se ramifican a partir de troncos individuales, sino que es más bien como un lecho de flores, que necesita una polinización regular para volver a germinar y crecer de nuevo. Las culturas locales van y vienen, pero son creadas y sostenidas por la interacción, y una vez que se establece el contacto, ninguna región está realmente aislada”.
Todas y todos somos fruto de esa floración/contaminación y, por muy seductor que parezca, poco tiene que ver el trazado fronterizo o la bandera bajo la cual compitamos en deporte con los vacíos existenciales o con la calidad humana que cada cual detenta. La cosa, como siempre, es más compleja que eso. Lo demás es protofascismo, folclore —a veces inofensivo, a veces terrorífico— o estrategia electoral.
Por ejemplo, celebrar las Guerras Cántabras es celebrar la violencia y es en la violencia de las guerras, de hecho, donde se fundamenta buena parte de la identidad nacional o patriótica de todos los autodenominados como 'pueblos'. Pasa igual con las fiestas de Moros y Cristianos en el Levante español o con los vergonzosos —y muy populares— espectáculos de un parque temático innombrable en Toledo. En ese lugar con decenas de miles de visitantes, el nuevo show de 2025 se titula “El tambor de la libertad”, y promete “un espectáculo grandioso que emocionará a 3.000 personas en cada función. El Tambor de la Libertad resuena sin cesar, como el martillo en el yunque, forjando el espíritu de un pueblo que se niega a morir. ¿Lo escuchas? Es el latido de una tierra que jamás se rendirá, un recuerdo grabado en el alma”. Para resumir, es una bazofia nacionalista con banderas rojigualdas para relatar “la gesta de un pueblo invencible” que echó con violencia a los franceses del suelo patrio —por cierto, como me ponga a enumerar las derrotas del pueblo invencible no hay artículo que lo aguante—.
Las identidades nacionales o autonómicas —sucedáneo postdictadura que permite que cada territorio tenga su propio juguete “identitario”— tienden a centrarse en gestas heroicas o a confundir el territorio con la división política. Por lo tanto, en nuestro caso, nos sentimos orgullosos de los pintores de bisontes de Altamira —que de cántabros tenían lo mismo que de conquenses—, evocamos a un Corocotta del que casi nada sabemos, y mitificamos a algunos esclavistas blanqueados como “indianos” porque nacieron en tan noble suelo. De ahí al völkisch cántabro hay poco trecho y ya sabemos cómo terminó la estupidez del völkisch en la Alemania de la primera mitad del siglo XX.
Hay que defender el territorio, su cultura y sus peculiaridades —ni mejores ni peores que las de otros lugares—, creo yo, por razones diferentes. Una muy básica: es el espacio que habitamos y, por lo tanto, lo queremos limpio, sano, seguro, vibrante y hermoso. Una, tan importante como la primera: porque es el lugar donde nos interrelacionamos y hacemos que se mueva la historia. ¿Eso significa identificarse con el cantabrismo? No necesariamente. Se puede ser internacionalista y defender el territorio; se puede no creer en los estados ni en las banderas y defender el territorio; se puede defender al alteridad al mismo tiempo que se defiende el territorio. Es más: se puede defender el territorio propio y el del vecino al mismo tiempo.
Me da miedo identificar una cantidad de discursos del territorio que parecen buscar cierto aislamiento que conserve un presunto estado de pureza cántabra. Inversiones foráneas sí, pero no 'papardos' fastidiando; vender mi cabaña pasiega en ruinas por un precio desorbitado sí, pero nada de turistas irrumpiendo mientras me gasto los beneficios del negocio en mi región; molinos de viento sí, pero en otro lado; parking de caravanas sí, pero en otro lugar que no me moleste; incendios… qué pena, pero mejor si no fastidian el negocio en Liébana; turismo sí, pero que no inunde mi calle ni mis chiringuitos. Yo prefiero decir molinos no, en ningún lado; consumo desenfrenado de energía y recursos ni en Cantabria ni en Normandía ni en Bocas del Toro; turismo sobre ruedas para contaminar y trasladar la división de clases al mundo de las autocaravanas, en ningún lugar; cero especulación con las viviendas y los terrenos la haga quien la haga; masificación y obsesión por movernos en vacaciones, las menos posibles…
Este artículo se podría escribir igual sobre Asturias, Extremadura, Galicia o Gibraltar —ah no, que Gibraltar es parte inmutable de la patria española—, pero estamos en Cantabria y torcer la historia para construir una cuna de oro retórica solo alimenta los peores fantasmas de la xenofobia y la exclusión. ¿Para cuándo unas fiestas de interés turístico internacional que celebren los encuentros y no las guerras?
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