Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Hay un hombre violento que debes reconocer
Hay estructuras que parecen soldadas al ADN. Lo están porque se repiten y reproducen en los espacios de formación de los imaginarios: la familia, la escuela, las iglesias y los centros de trabajo. Y la estructura patriarcal lleva siglos de adherencia por lo que despegarla de nuestra forma de pensar y actuar es especialmente difícil. Pero no sólo se puede lograr sino que a cada esfuerzo vamos perdiendo una de las terribles costras de la forma de vivir patriarcal.
No he utilizado la expresión “forma de vivir” al azar. Los hombres, en general, tenemos normalizada una “forma de vivir normal”, “natural”, aquella que entra dentro de nuestra capacidad de razonar y que, al tiempo, está condicionada por esa estructura en la que la mayoría nos hemos formado y en la que nos movemos como pez en el agua.
Esta “forma de vivir”, al final de cuentas, es una forma de ejercer el poder: en las relaciones personales, familiares, laborales, políticas, sindicales, culturales… Se nos sale por los poros, en la gestualidad, en el tono de voz… pero, ante todo, en la forma hegemónica de pensar.
Pensamos que es “natural” tener la palabra, la razón, incluso el control de las conversaciones, de los dineros de la familia o de los movimientos de las mujeres con las que convivimos. Nos parece “normal” ser los primeros, los aguerridos, los fuertes y los dominantes (en la calle, en el curro, en la cama). Nos cuesta identificar que nuestra “forma de vivir” es una forma violenta de ejercer el poder. Ya sé que me dirán algunos que no se puede generalizar, pero la experiencia me hace afirmar que es fácil identificar al bajísimo porcentaje que está trabajando para deshacerse de esas formas, pero que es muy difícil que la mayoría nos miremos al espejo dispuestos a desaprender lo adherido.
Esta semana veía el vídeo que han grabado varios hombres voluntarios de UNATE y tengo que confesar que no por conocerlo me ha impactado menos. Estamos acostumbrados a campañas que animan a las mujeres a identificar las situaciones de violencia de género a las que están expuestas —y que muchas veces también normalizan— pero es casi imposible ver y escuchar a hombres —¡en este caso mayores!— interpelar a otros hombres para que se den cuenta de que muchas de sus actitudes cotidianas son violentas con las mujeres que son sus parejas —y, añadiría, con las que no lo son—. No significa que los hombres que nos hablan en este vídeo sean ejemplares —seguro que tienen que revisar actitudes bajo la lupa de la violencia— pero se atreven a ponerse ante un espejo público para decir aquello que nos molesta en extremo: la inmensa mayoría de nosotros lleva dentro un ser que ejerce violencia y no nos gusta reconocerlo.
Y quizá eso es lo que está generando esta asquerosa reacción antifeminista que se detecta en las infectas redes sociales: que ante el miedo de (re)conocerse es mejor seguir machacando al objeto de nuestra gran o pequeña tiranía, las mujeres.
La violencia de género es terrible porque hace saltar por los aires toda la estructura de confianza y seguridad en la que las mujeres deberían apoyarse: la del ser que, en teoría, las ama. Cierto que hay un trecho inmenso del amor sano al amor tóxico, pero también es cierto que hay un largo recorrido por hacer de la teoría de la igualdad a la modificación de los comportamientos patriarcales.
Y una forma de empezar a recorrer ese camino es diferenciar entre la espuma y la estructura. Muchos hombres hemos limpiado la “espuma” del machismo —modificamos vocabulario, cambiamos algo el discurso, eliminamos bastantes micromachismos— pero mantenemos casi intacta la estructura patriarcal que nos hace ejercer el poder y el micropoder de una forma concreta que es violenta. Una violencia que, en la mayoría de los casos, no se traduce en golpes o asesinatos, pero que, como la ‘gota malaya’ va destrozando a las mujeres: control físico y financiero, manipulación, violencia sicológica, humillaciones pequeñas que luego crecen como tumores, imposiciones sexuales…
Reconozcamos la parte —grande o pequeña— del hombre violento que llevamos dentro, comencemos a trabajar para sacarlo de nuestra cabeza y de nuestros actos, seamos conscientes de que nuestro papel es imprescindible si queremos construir una sociedad más decente y no neguemos la evidencia: aunque sea imposible que salga en las estadísticas, la inmensa mayoría de hombres ejercemos violencia muchas más veces de las que somos capaces de imaginar. Hay tarea.
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