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Comer en tiempo de pandemias

Raquel Alvarez / Anna Munyos / Marta Ribó

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Estas semanas ha circulado por las redes sociales una ilustración con una modesta proposición. La imagen muestra una niña que, sosteniendo un coronavirus en la mano, plantea la siguiente pregunta: ¿Qué tal si aprovechamos esta situación tan compleja y extraordinaria a la vez para sacar algunas cosas en claro? La imagen invita, entre otras cosas, a ver lo sencillo y rápido que es reducir las emisiones y limpiar el aire de nuestras ciudades, a poner fin al turismo depredador, a valorar los servicios públicos como algo esencial, a comprobar que el teletrabajo es viable y en definitiva, a experimentar cómo podría ser una sociedad en decrecimiento.

Como ésta, se han hecho numerosas llamadas a la reflexión profunda sobre la forma en que estamos organizando nuestras vidas y se han abierto interesantes debates. Entre otros temas, se ha puesto sobre la mesa la necesidad de atender lo común desde perspectivas más cooperativas y la falta de tiempo para los cuidados en un sistema que vive de espaldas a la interdependencia. Son muchas las voces que invitan a tomarse la epidemia como una oportunidad para pensar sobre las necesidades básicas y cómo las satisfacemos en sociedad. Sin embargo, todavía no se ha generado una reflexión profunda en relación a una de las necesidades humanas más básicas y que continuamos realizando a diario: comer.

En los últimos tiempos, nuestra alimentación ha cambiado radicalmente. Los alimentos locales de temporada en los que se basaba tradicionalmente nuestra dieta han sido sustituidos por alimentos que recorren miles de kilómetros para llegar a nuestras mesas y que son producidos de manera muy perjudicial para el medio biofísico del que dependemos. El consumo de productos animales (principalmente carne y lácteos) ha aumentado en todo el mundo, lo que incrementa la demanda de recursos naturales para alimentar a la población mundial. Entre la producción agraria y el consumo final de alimentos hay un gran número de actividades económicas (transporte, envasado, embalaje, procesamiento, almacenamiento, distribución, refrigeración) que requieren de cantidades ingentes de energía fósil y materiales, contribuyendo de manera decisiva a la crisis ecológica y climática.

La manera en que producimos y distribuimos los alimentos está siendo responsable de la deforestación de bosques en todo el mundo, la pérdida de toneladas de suelos fértiles, la transformación de los océanos en inmensos vertederos de plástico, la reducción de biodiversidad silvestre y cultivada y el cambio climático. La destrucción de ecosistemas en todo el planeta compromete la capacidad de producir alimentos a medio y largo plazo y en definitiva, la supervivencia de la especie humana en la Tierra. Rod Wallace, biólogo evolutivo y fitogeógrafo para la salud pública, decía en una entrevista realizada hace unos días, que el aumento de la aparición de virus como el COVID-19 está estrechamente relacionado con la producción de alimentos y la rentabilidad de las corporaciones multinacionales, y culpaba del aumento de la peligrosidad de los virus al modelo industrial de agricultura y, más específicamente, a la producción ganadera.

Por otro lado, este sistema alimentario y sus largas cadenas alejan cada vez más a personas productoras y consumidoras, favorecen la ruptura de vínculos entre el mundo rural y urbano, y provocan falta de empatía con las dificultades que están denunciando en los últimos meses las personas que viven de la agricultura y la ganadería. Estas dificultades para las personas que trabajan en el campo contribuyen de manera decisiva a la falta de relevo generacional y en última instancia, a la despoblación de las zonas rurales, todavía ligadas a la producción primaria de alimentos.

Un sistema alimentario tan complejo, deslocalizado y dependiente del petróleo es un sistema frágil, extremadamente vulnerable ante las restricciones a la circulación y el cierre de fronteras. Asimismo, la distancia física y relacional entre personas productoras y consumidoras apareja una pérdida absoluta de soberanía alimentaria. Nuestra necesidad más básica se ha convertido en el negocio de unos pocos, la gran distribución, a la que hemos otorgado un enorme poder sobre nuestras vidas. Los aplausos colectivos han celebrado y agradecido en estos días difíciles el trabajo del personal sanitario, el personal de los supermercados y otros servicios básicos pero, como siempre, nos olvidamos de personas imprescindibles para el sostenimiento de la vida: los trabajadores y las trabajadoras del sector primario.

Estos días, productores/as de todo el Estado han denunciado algunas prácticas sin sentido como vetar los mercados al aire libre para concentrar la venta de alimentos en locales cerrados, o cómo las medidas de restricción de la movilidad física dificultan las tareas de recolección y obstaculizan los canales de distribución de alimentos de kilómetro cero. También hemos asistido a la denuncia de la Federación de AMPAS Madrileña (F.A.P.A Francisco Giner de los Ríos), que exige a la Comunidad de Madrid reconsiderar la decisión de recurrir a grandes empresas de comida rápida como Telepizza y Rodilla para alimentar a los colectivos más vulnerables tras el cierre de los comedores escolares. Este tipo de medidas podrían ahogar todavía más a los/as productores/as y agudizar el problema de la mala alimentación en las clases más populares, mientras se siguen engordando los bolsillos de las grandes empresas, poniendo nuestras necesidades básicas en cada vez menos manos y aumentando así la fragilidad de nuestro sistema alimentario.

En la Comunidad Valenciana, la Generalitat se está haciendo cargo del personal de los comedores escolares y ha creado el “vale beca comedor” para que las familias en situación de vulnerabilidad puedan comprar alimentos en Consum. Se trata de una decisión mucho más acertada que la del Telepizza, pero que aún permite mucho margen de mejora. Ahora más que nunca, es necesario que la compra pública apueste por la producción local y las pequeñas y medianas empresas alimentarias.

También creemos que es vital que las medidas de restricción de la movilidad decretadas por el Gobierno no comprometan la continuidad de iniciativas que estos últimos años se han puesto en marcha con el objetivo de impulsar la soberanía alimentaria. Nos referimos a grupos y cooperativas de consumo, supermercados colaborativos, venta directa y otras alternativas que, no solo pueden ser claves en un momento de crisis, sino que están mostrando el camino hacia un sistema alimentario más resiliente.

Entre todos los debates abiertos, nos ha llamado mucho la atención un artículo de David Trueba donde describe una situación distópica pero fácil de imaginar: el coronavirus se extiende por Europa, mientras que en el continente africano no tiene apenas incidencia, por las condiciones climáticas. Ante esta situación, las familias europeas se lanzan aterradas a cruzar el estrecho, pero les impiden el paso a África las vallas que ellas mismas construyeron.

Haciendo una oscura analogía, reproducimos el texto cambiando tan solo unas palabras: Imaginen que el contagio del coronavirus se extiende por las ciudades de manera incontrolada. Imaginen que hubiera problemas de suministro alimentario y que mientras tanto, en las zonas rurales, menos masificadas y todavía vinculadas a la producción primaria de alimentos, la epidemia no tuviera incidencia. Aterradas, las familias urbanitas escaparían de la enfermedad y del hambre de manera histérica, camino de la España vaciada. Imaginen que al llegar a los pueblos se encontraran con la insolidaridad que diariamente se encuentran los trabajadores y las trabajadoras del campo. Siguiendo las mismas reglas del juego, ganaderos y agricultores atravesarían sus tractores en las carreteras sin piedad y les gritarían: iros a vuestra casa, dejadnos en paz, no queremos vuestra enfermedad, vuestra necesidad, vuestra hambre...Como plantea Trueba en su relato, en un momento cambiaría el orden de las cosas y los despreciadores se convertirían en despreciados. No olvidemos nunca que en las ciudades no se produce nada que se pueda comer.

Es momento de replanteárselo todo. Es urgente construir sistemas alimentarios que garanticen la conservación de los ecosistemas que permiten la vida en la Tierra y en el que las comunidades locales tengan el poder de decidir qué se produce y cómo, por encima de los beneficios económicos de la agroindustria y la gran distribución. Sistemas alimentarios diversos y adaptados al territorio, poco dependientes del petróleo, basados en un compromiso mutuo entre zonas rurales y urbanas. Es imprescindible cuidar al sector primario y atender las necesidades del mundo rural. Garantizar la producción de alimentos en el entorno próximo no se trata ya de una cuestión de solidaridad, sino de nuestra propia seguridad porque, por mucho que aplaudamos a la gran distribución, la comida no nace en los supermercados.

*Raquel Alvarez, Anna Munyos y Marta Ribó. Equipo Justicia Alimentaria Valencia. Justicia Alimentaria es una organización que trabaja para transformar el sistema de alimentación agroindustrial y lograr una alimentación saludable, local y justa con el campesinado.

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