La manipulación televisiva como una de las bellas artes
He de admitir que, como genios del mal, los encargados de programar una corrida vintage (valga la redundancia) el pasado sábado por la tarde no tienen precio. Que À Punt estuviera transmitiendo la muerte de seis toros a la misma hora que la ciudad de València hervía con el dolor y la indignación de decenas de miles de personas revela un punto de inteligencia demoníaca nada desdeñable. Que uno de los matadores de esa pieza de archivo de la tauromaquia patria resultara ser el maestro Vicente Barrera eleva la decisión de los prescriptores televisivos a unas cotas de crueldad manierista, de tan sofisticada, que no me queda más remedio que sacar el pañuelo blanco y pedir que les sean concedidos las dos orejas y el rabo.
Como Thomas de Quincey con el asesinato, nuestros preclaros capitostes audiovisuales se han propuesto sublimar la manipulación mediática a la altura de las bellas artes. Con una sutileza digna de encomio, se han situado al nivel de un Alfred Hitchcock, capaz de filmar un brutal apuñalamiento en primerísimos planos sin que, en ningún fotograma, el cuchillo penetre en la carne de la víctima.
También hay belleza en el crimen. La guerra, además de considerarse como la continuación de la política por otros medios, en la célebre formulación de Carl von Clausewitz, también es un arte. Mientras el chino Sun Tzu así lo explicitaba en su tratado, la Grecia clásica la enaltecía en los relatos de Heródoto sobre Maratón, las Termópilas y Salamina y en los de Tucídides a propósito de la Guerra del Peloponeso. Por no hablar de las gestas de Alejandro en Issos y Gaugamela. Hasta los cronistas romanos fueron capaces de reconocer la pericia de Aníbal cuando los sorprendió con su travesía de los Alpes y las tácticas envolventes en Cannas, la batalla que inspiró al general Norman Schwarzkopf en la Tormenta del Desierto, la primera invasión de Irak en 1991.
La mecanización y la tecnología han convertido a la guerra en algo mucho más prosaico. De Quincey publicó su irónico ensayo sobre el asesinato poco después de la caída de Napoleón, seguramente el último genio militar digno de ese nombre. Ahora las guerras se ganan por aplastamiento o se enquistan, como la de Vietnam, cuando las alternativas son la retirada o el genocidio (véase Gaza). La existencia de la bomba atómica y la posibilidad de convertir el mundo en un lienzo blanco sobrevuelan cada conflicto y anulan la tesis de Clausewitz.
Nada más alejado del arte que una guerra sucia, santa, fría, tecnológica o de guerrillas. Aunque hay más posibilidades. El no menos irónico Javier Krahe descubrió la belleza en los métodos de ejecución. Sin despreciar los méritos de la guillotina, el fusil, la horca, la cámara de gas, la silla eléctrica y algunos otros, Krahe declaraba su debilidad por “nuestro castizo garrote vil”, aunque su gusto se decantara por la hoguera. Precisamente, por tratarse de una preferencia estética no sabía explicar por qué. “La hoguera tiene ¿qué sé yo? que solo lo tiene la hoguera”, concluía.
Y es ese je ne sais quoi lo que a mí me ha cautivado en el crimen de los programadores de la televisión pública valenciana. Tampoco sé explicar muy bien el porqué. Me los imagino como un Doctor No jamesbondiano o un Doctor Maligno a lo Austin Powers, con gato siamés al hombro incluido, esbozando una estrategia que no solo permitiera ocultar lo que estaba ocurriendo en la ciudad, sino que enviara un mensaje a las personas que en ese momento sintonizaban el canal y, por extensión, a los manifestantes y a la población en general.
Podrían haber programado una corrida de toros en directo o, manteniendo el concepto vintage, un western más o menos clásico, o incluso una corrida antigua, pero sin Vicente Barrera. Lo que llama la atención es el conjunto, el efecto de obra bien pergeñada y mejor ejecutada, su composición perfecta y la maestría de los acabados.
Como su intención es hacer el mayor daño posible, todo está planeado para que cada pincelada intensifique el vitriolo y multiplique su acción corrosiva. La gratuidad de los detalles otorga al gesto una expresividad que recuerda al mejor Jackson Pollock.
Me meo y me cago en vuestras caras y os lo restriego para reforzar la sensación de abigarramiento sádico. Os pico, os banderilleo, os toreo y os doy una estocada. Por si no sucumbís en el acto, os clavo la puntilla que guardo bajo la taleguilla. Porque, no existís; hago chas y desaparecéis, como tampoco existe el cambio climático ni sus mortales consecuencias, magistral negación que explicaría la presencia del diestro en las pantallas vespertinas del pasado sábado.
Esta obra magna, aunque reciente, vaticino que pasará a los anales del arte periodístico criminal
Ceso aquí en mi extático elogio de esta obra magna que, aunque reciente, vaticino que pasará a los anales del arte periodístico criminal; por supuesto, muy alejada del arcaísmo rampante de María Consuelo Reyna, o del más elegante, aunque previsible, clasicismo de Lluís Motes. Por su barroquismo y mixtura de lenguajes, yo lo situaría ya en la fase helenística de la manipulación de masas. Buenas noches y buena suerte o, más propiamente, suerte y al toro.
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