À Punt, en la barricada
Recibí la tres dosis reglamentarias de la vacuna contra el Covid y, aun así, lo contraje al menos dos veces. No estaba inmunizado, claro. El maldito bicho era muy nuevo y mutaba a más velocidad que la versión de Carlos Mazón sobre sus peripecias la tarde del 29 de octubre de 2024. Cuando pensabas que lo tenías acorralado, se te escabullía como Messi entre los defensas del Valencia CF.
La inmunización es un proceso, a veces largo. Más de 20 años como periodista en activo me han curado de muchos espantos. Ya me escandalizan pocas cosas pero, precisamente por eso, tengo la sensación de que, a veces, las cosas no me afectan como deberían y me veo indiferente ante fenómenos que antes me llegaban a enfurecer.
Sostenía Ryszard Kapuściński, y lo plasmó en el título de un libro que ya es un clásico, que los cínicos no sirven para este oficio. Sin embargo, la profesión está infestada de gente así, dispuesta a tergiversar, manipular y mentir sin ningún pudor. Últimamente, además, ya hay quien hasta lo justifica, como si estas conductas entraran en el sueldo y fueran consustanciales al trabajo de la prensa.
Todos sabemos que un juicio es como un teatro, donde el fiscal que acusa y el abogado que defiende representan un papel más allá de lo que opinen, piensen o sientan sobre el acusado o los hechos. No hay problema en que no digan toda la verdad, exageren o tergiversen porque, en última instancia, será el tribunal el que restablezca el equilibrio en una sentencia donde la verdad quedará establecida.
La política también tiene un ingrediente de drama. En este caso, los actores de la representación deberían ceñirse a los hechos, aunque el margen para la interpretación más o menos sesgada sea lícitamente amplísimo y basado en visiones del mundo e ideologías. Además, la función del político, como la del abogado o el fiscal es, precisamente, convencer a la audiencia de las bondades de sus argumentos. Aun así, al político se le presupone la sinceridad y la coherencia con las ideas que defiende.
El periodista no debería actuar como acusador, defensor ni juez, y mucho menos como mercenario de cualquier partido, bandería o corporación. Puede tener su opinión y todo el derecho a expresarla, pero en el bienentendido de que su ágora no es un tribunal ni un parlamento, sino un espacio donde los hechos deberían ser tratados como materia sagrada, las interpretaciones, como consecuencias lógicas y razonables de aquellos y las opiniones, como honradas y sinceras conclusiones de todo lo anterior.
Como cualquier derecho, la libertad de prensa supuso el fruto de muchos sacrificios y de luchas. La propia configuración del periodismo como constructo humano y disciplina útil para la vida en sociedad es una herencia del trabajo de generaciones. En la actualidad hay periodistas que se dejan la vida por hacernos saber lo que otros no quieren que se sepa.
Al periodismo hay que defenderlo como un valor civilizatorio, como defenderíamos a la ciencia, a la filosofía o a la propia política, como frutos del ingenio humano que nos permiten vivir mejor
Por eso hay que defenderlo como un valor civilizatorio, como defenderíamos a la ciencia, a la filosofía o a la propia política, como frutos del ingenio humano que nos permiten vivir mejor; pero, no cualquier ciencia, filosofía, política o periodismo. Y, en el caso de los periodistas, no se trata de una defensa a base de proclamas y discursos, sino de una práctica diaria que no dilapide el tesoro de credibilidad acumulado con el trabajo y el riesgo asumido de tantos en el pasado y hasta hoy.
El periodismo padece pero no muere en una dictadura; se hace larva, hiberna y emprende el vuelo con el primer rayo de luz de la libertad. El periodismo se extingue cuando deja de serlo, cuando nadie le cree o cuando todos nos volvemos tan cínicos que asumimos que estamos asistiendo a una partida con las cartas marcadas, a una obra llena de personajes estereotipados y con final previsible, a un remedo de asamblea de sofistas sobornados.
Al contrario de la verdad, la mentira y sus secuaces acaban resultando aburridos y llevan a la desconexión. En sus estertores, no es que nadie creyera lo que Canal 9 decía; su tragedia culminó cuando nadie la sintonizaba. Por eso resultó tan fácil el fundido a negro.
Pasé la noche en vela en Burjassot, explicando a los oyentes de Catalunya Ràdio lo que estaba sucediendo, cuando el Gobierno de Alberto Fabra decidió que, para la poca leche que daba aquella vaca, mejor era sacrificarla. Salí de los últimos de aquel edificio muerto tras los exhaustos resistentes, una mezcla de cortejo fúnebre y ejército en retirada. Era una mañana soleada y, sentado en el bordillo del aparcamiento junto a una compañera de una agencia de noticias, preparé la última crónica o, más bien, el obituario de lo que una vez fueron los medios de comunicación públicos del País Valenciano.
Lo más curioso es que los primeros colaboracionistas se parecen mucho, aunque con más arrugas, a algunos de los de hace un par de décadas
Hoy soplan vientos parecidos en À Punt. La historia comienza a repetirse. Lo más curioso es que los primeros colaboracionistas se parecen mucho, aunque con más arrugas, a algunos de los de hace un par de décadas. Yo también estoy algo mayor para grandes alardes de indignación y golpes de pecho. Como algunos de ellos en la sumisión, también estoy bastante inmunizado para la ira.
Solo espero que el cinismo no se me haya inoculado hasta el punto de verme incapaz de sumarme con un mínimo entusiasmo a la defensa de algún postrer bastión de dignidad profesional y civil. Quedo a la expectativa de que, desde dentro, empiece a fraguarse una resistencia convincente ante el atropello que ya ha comenzado. Me ofrezco voluntario para la lucha; con poco ardor y menos confianza, pero con la convicción de que no puedo estar en otro lugar ni tras otra barricada.
0