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Catarsis

Carlos Mazón, en su comparecencia de este lunes 3 de noviembre en el Palau de la Generalitat

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No creo que Carlos Mazón sea una mala persona. Él tampoco lo cree. En cierto modo, poco importa. Nunca he hablado con él y las dos veces que he estado en su presencia y lo he visto interactuar socialmente (antes y después de ser president) me reforzaron en el prejuicio de encontrarme ante un sujeto liviano e intrascendente.

Como espécimen analógico y aún creyente en la gravedad de la política como un espacio donde los que llegan más arriba atesoran algún tipo de misteriosa cualidad, no concebía que un personaje que representaba la absoluta mediocridad y la banalidad más ramplona pudiera nunca acceder a una magistratura como la Presidencia de la Generalitat.

Me equivoqué, y no porque menospreciara los atributos del sujeto en cuestión, sino porque mis convicciones sobre la política como arte donde se acaba imponiendo algún tipo de aristocracia de la oratoria, el maquiavelismo o el carisma, caducaron hace tiempo.

Desde Platón, sigue sin resolverse el debate de la selección de las élites gobernantes. El problema se ha agravado en las democracias. Al debilitamiento de los partidos como filtros para la promoción de los más válidos hay que sumar la degeneración del debate público, con la crisis de la prensa y la irrupción de las redes sociales. Cuando la verdad, además, se ha convertido en un bufé libre y la moral, en pura retórica de conveniencia ya no quedan asideros a los que sujetarnos como sociedad. 

Carlos Mazón es el producto típico de esta época, ni mejor ni peor que otros muchos. Ha aguantado un año porque milita en un partido con una superlativa tolerancia al escándalo y porque estaba adaptado para bucear en las aguas pestilentes del tan viciado artificio político y periodístico actual. Ha caído solo cuando se vio obligado a asomarse a la superficie y respirar la atmósfera no controlada, incontrovertible y eterna del dolor humano.

Hace meses que quedó establecido que el relato alternativo sobre las responsabilidades durante la dana no era más que pura patraña. La instrucción judicial se cernía sobre él como una sombra inexorable. Las revelaciones de este diario sobre la sobremesa en el Ventorro no hicieron más que estrechar el cerco.

Pero llegó el Funeral de Estado y sobrevino la catarsis, en el sentido que esta tiene en la tragedia griega. Una sociedad enfrascada en el debate sobre el relato falsario y las conveniencias políticas asistió estupefacta al rito funerario, con el responsable de muchas de las muertes, por omisión y negligencia, presente.

Con Mazón en el papel de héroe (antihéroe, de hecho) y con los familiares de los fallecidos a modo de coro trágico que interactúa con el personaje y expresa la voz del pueblo, la representación desveló toda la verdad y produjo ese efecto purificador que permite liberar las emociones, en este caso el dolor, la compasión y el horror por lo sucedido desde el 29 de octubre de 2024.

Todos fuimos conscientes (Mazón el primero) de que algo había cambiado y ya no había vuelta atrás. Como un apestado o un intocable, su mera presencia, sin importar lo que diga o haga, atenta contra el decoro y la dignidad de todo lo que lo rodea.

Su ausencia durante el saludo de las autoridades a los familiares impidió que la Generalitat estuviera presente en un momento tan crucial. Su mueca mientras recibía los insultos de las víctimas se tornó en la máscara derretida de quien descubre, por fin, que su hora ha llegado.

Su mueca mientras recibía los insultos de las víctimas se tornó en la máscara derretida de quien descubre, por fin, que su hora ha llegado

El sainete posterior y la dimisión en diferido solo demuestran que, aun siendo consciente del efecto catártico del funeral en el resto, él sigue inmerso en su ficción, tan dolorosa para los afectados y corrosiva para la institución que todavía preside, aunque solo sea en funciones. 

Tal vez nunca se libere de ella y viva pensando que no es responsable de nada. Tal vez siga sintiéndose una víctima, un buen hombre que no hizo mal a nadie por no atender unas cuantas llamadas mientras departía agradablemente en un restaurante. O, tal vez, algún día se dé cuenta de la devastación causada por su incuria de esa tarde y el posterior intento de ocultarla. No lo creo y no sé si se lo deseo.  

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