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Vida y muerte de las pequeñas ciudades

María Oliver

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Está demostrado que cuando uno o varios señores planifican el desarrollo de su ciudad no pueden evitar dejar su huella para la posteridad. La relación del poder (patriarcal) con la arquitectura de las ciudades viene marcada por la necesidad de ejecutar hitos arquitectónicos, en especial torres cada vez más altas, en una viril carrera histórica por ver quién la tiene más larga.

En la València de las últimas décadas, tanto los gobiernos conservadores como los pretendidos progresistas, cayeron en esta dinámica y, con el argumento de liberar suelo para hacer parques, proyectaron, más que construyeron (afortunadamente), diferentes torres de manera a veces caótica, a veces temeraria y casi siempre irrespetuosa con nuestro patrimonio.

Caóticas son las torres de hoteles que rodean el Palacio de Congresos, convirtiéndolo en poco más que una gasolinera, temerarias son las torres de Sociópolis que se alzan sobre un inmenso espacio “verde” totalmente deshabitado, irrespetuosas serán las torres que se planifican en el entorno de la Marina junto al Edificio del Reloj o los Docks. Del PAI del Grao no diré nada porque tengo la firme esperanza de que lleguemos a tiempo de replantearlo.

València podría crecer pensando en conservar la escala humana que la hace una ciudad especialmente agradable para vivir. Podría defender que los edificios no demasiado altos generan barrios más amables y más seguros. No lo digo yo, lo dice Jane Jacobs en su “Muerte y vida de las grandes ciudades”, tan presente en nuestros discursos políticos como ausente en nuestro planeamiento. Podríamos defender la plaza como elemento de cohesión social, necesaria para el desarrollo de la vida en los nuevos barrios y las calles como la mejor manera de proteger a nuestros mayores, nuestros niños y el pequeño y mediano comercio. El tamaño de los elementos urbanos es importante y un parque gigante accesible por una vía rápida gigante y rodeado de torres gigantes, no es mejor solución que muchos parques de barrio entre calles arboladas de tráfico pacificado. Esto último, que para las gigantescas ciudades es un sueño, para València es su privilegiado día a día.

València conserva una escala histórica no megalómana, de la que deberíamos sentirnos orgullosas y que creo que podría defenderse como elemento diferenciador de cara al futuro. Deberíamos pensar el impacto que tendrán en nuestra ciudad los barrios fuera de escala que le estamos proyectando. València tiene la suerte de estar rodeada por un entorno natural productivo precioso y tal vez debería diseñar su encuentro con él de una manera más amable.

La decisión de no crecer a costa de este entorno natural no puede ser sólo una especulación política, a la espera de alguna realidad impuesta por el mercado, que consiga que el posibilismo progresista o el descaro conservador vuelva a ver “necesario” el crecimiento sobre la huerta protegida y nuestro maravilloso mar.

María Oliver es portavoz del Grupo València en Comú. Concejala de Vivienda, Patrimonio Educación y Acción Cultural del Ayuntamiento de València,  arquitecta y miembro del Consejo Ciudadano Autonómico de Podem.

 

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