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La escuela debe gestionar el acoso

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Son ya demasiadas ocasiones en las que cualquier noticia relacionada con el acoso entre menores incluye quejas de los padres sobre la falta de atención de la dirección del centro y del profesorado. Podría afirmarse, y seguramente sea cierto, que la falta de atención del centro es precisamente un componente de los hechos cuando el acoso no cesa y adquiere cotas graves. En este sentido, podríamos dibujar un panorama idílico en el que en realidad que una niña se suicide tras un sufrimiento continuado de violencia escolar es una cuestión puntual. Al dedicar unas líneas a reflexionar sobre esta cuestión estaríamos obligados a la prudencia y a la templanza tratando de no ofender a todos los esforzados docentes que sí hacen el esfuerzo de comprometerse en este ámbito. De hecho, no sería extraño que el autor sea objeto de dura crítica si se deslizase un solo milímetro más allá de lo políticamente correcto. Y sin embargo, se ha perdido una vida y no se puede desviar la mirada.

Por ello es necesario plantear una consideración previa. No se puede desconectar nunca una situación de acoso del contexto familiar y social de las personas que acosan y de la acosada. En consecuencia, bajo ninguna condición se propone aquí eximir de responsabilidad a padres y cuidadores. Sin embargo, varios casos sucesivos apuntan hacía una cierta falta de compromiso del centro escolar. Este aspecto es particularmente relevante en la gestión del riesgo en este tipo de situaciones ya que su tarea es determinante para la monitorización preventiva y para la articulación de procesos de mediación y remedio.

Según la Asociación Española para la Prevención del Acoso Escolar (AEPAE) el acoso escolar es cualquier forma de maltrato psicológico, verbal, físico, social y/o virtual producido entre escolares de un mismo centro, de forma reiterada a lo largo del tiempo, tanto en el aula y otros espacios del colegio, como a través de las redes sociales e internet. En 2023 el Informe sobre Convivencia Escolar en Educación Primaria del Ministerio de Educación y Formación Profesional señalaba que un 9,53% del alumnado declaraba haberse sentido acosado y un 9,2% haber sufrido ciberacoso. El 7,7% de las familias creían que su hijo había sido acosado.

Estos datos son coherentes con los del I Estudio sobre acoso escolar y ciberacoso en España (2023), realizado por la Universidad Complutense de Madrid y la Fundación ColaCao con datos más contundentes si cabe. El estudio, con un universo de 20.662 estudiantes de las 17 comunidades autónomas, de 325 centros educativos, revela que el 6,2% de los estudiantes entre 4º de primaria y 4º de secundaria manifestó haber sufrido acoso escolar en los últimos dos meses. Por otra parte, el 19,2% del alumnado reconocía haber sufrido situaciones de maltrato entre estudiantes que podrían derivar en acoso escolar, tales como llamar por motes o burlarse. En el caso del ciberbullying, las víctimas de estas situaciones ascendían al 10,3%. Asimismo, se afirma que haber sufrido acoso escolar incrementa el riesgo de sufrir ciberacoso y casi la mitad de las víctimas de bullying (46,4%) reconocía haber sufrido alguna situación de maltrato digital. Resulta alarmante conocer que según este estudio el 20,4% de las víctimas y el 16,8% de los acosadores declaran haber intentado quitarse la vida alguna vez. En el caso del ciberacoso, este dato es del 21,1% de las víctimas y del 24,9% de los acosadores. El estudio de Fundación ANAR y Fundación Mutua Madrileña (2024) revela que los insultos, motes y burlas son las formas de agresión más frecuentes (87,6%), seguidos del aislamiento (42,6%) y aproximadamente la mitad del alumnado (47,3%) que sufre acoso lo experimenta durante meses, y el 26,6% lo sufre durante más de un año. Por otra parte, cuando se presencia una situación de acoso, el 30,9% de los alumnos y alumnas indica habérselo comunicado a un profesor, el 20,17% a un familiar y el 14,8% a un compañero.

En su trabajo sobre la generación ansiosa Jonathan Haidt señala dos factores muy relevantes no sólo para la plaga de enfermedades psicológicas que padecen nuestros adolescentes sino también para los efectos del acoso escolar. El primero de ellos, consiste en la aparición de un fenómeno de sobreprotección de la infancia desde finales de los años 90 del pasado siglo. El efecto de ello consiste en que la vida social de niños, niñas y adolescentes se despliega fuera de la escuela en entornos reglados como gimnasios, piscinas, clases adicionales o clubes deportivos. Se ha perdido el juego en la calle o el parque y con él los escenarios de aprendizaje sobre conflicto y autorregulación. Además, ello tiene un efecto indirecto respecto de la capacidad de padres y madres a la hora de conocer el entorno social en el que crecen sus hijos. Por otra parte, Haidt subraya el efecto pernicioso de las redes sociales en los que las conductas a imitar pueden ser tóxicos y los referentes sociales influencers. A ello podemos añadir, como pueden retroalimentarse las relaciones tóxicas en juegos sociales interactivos violentos o el impacto de las redes sociales en la maximización de los acosos. Resulta sonrojante tener que explicar a estas alturas que una “broma” en una red social se mantiene 24 horas al día 7 días a la semana y puede no dejar de viralizarse y crecer nunca. En resumen, el escenario en el que el acoso se hace visible, el espacio en el que puede educarse, el ámbito en el que puede atajarse ni es el hogar, ni las relaciones vecinales: es la escuela.

Por ello, la respuesta “son cosas de niños” ante el acoso escolar incipiente constituye una de las formas más perjudiciales de normalización y relativización del problema. El acoso tampoco puede concebirse simplemente como una etapa normal del crecimiento y que las víctimas deben aprender a lidiar con ello por sí mismas. Cuándo un centro escolar no presta atención, cuando trivializa el acoso y no responde se convierte en parte sustancial del problema, lo acoge, lo alienta, lo propaga. Es imposible no intuir que el relativamente alto umbral de tolerancia al acoso se encuentre en la raíz del grave problema emergente. La hipótesis en la que el centro esquive su responsabilidad para proteger su reputación resultaría tan éticamente intolerable que no merece la pena explorarla.

Ni el centro escolar, ni el profesorado pueden seguir mirando hacia otro lado esquivando el problema se hace imprescindible pasar a la acción. Y no se trata sólo de aplicar los protocolos en caso de conflicto. Me refiero al despliegue de políticas proactivas y preventivas. Se supone que esa es la tarea primordial de un docente y promover la convivencia democrática y respetuosa con los derechos fundamentales de los demás un objeto central en el modelo educativo de la Constitución Española.

Al tiempo, es necesario reivindicar políticas públicas de soporte. Se suele afirmar que el profesorado se encuentra desasistido en recursos y menoscabado en su autoridad. Desgraciadamente desde el punto de vista de las situaciones humanas que analizamos no es justificación suficiente. Nunca un titulado superior, adulto y con capacidades debería éticamente rehuir su responsabilidad ante el acoso escolar, y queda por delimitar que piense un juez de su responsabilidad civil. En este sentido, más allá de campañas publicitarias y números de atención preocupa saber cómo están funcionando los planes de convivencia escolar y los eventuales planes de prevención del acoso, y bajo qué condiciones se desarrollan. Pero, sobre todo, como se articulan las políticas públicas que ayudan a su gestación.   

La Ley Orgánica 8/2021 de protección integral a la infancia obliga a todos los centros educativos a contar con un coordinador o coordinadora de bienestar y protección, figura clave para la prevención y respuesta ante el acoso escolar. Parece claro que el coordinador o coordinadora tendrán que desplegarse y su tarea será central. También, lo es, al menos si se atiende a la Guía Técnica publicada por educación editada en 2022, que las tareas de detección que se le asignan implican un cambio de rumbo. Si nos inspiramos en el ordenamiento laboral, al igual que en el caso del acoso psicosocial, se impone una primera etapa de análisis de riesgos y un marco de mantenimiento de los procesos de monitorización. De la misma forma que una empresa debe evaluar los riesgos psicosociales de sus trabajadores y actuar preventivamente, los centros educativos deben identificar sistemáticamente situaciones de riesgo de acoso y desplegar medidas antes de que el problema se consolide. La respuesta rápida, sistemática, ordenada a través de procesos claramente estructurados que generen evidencia verificable también parece imprescindibles.

No parece de recibo que tres años después de la publicación de esta guía se conozca que un centro no dispone de mecanismos ni preventivos, ni reactivos. Es obligación clara y precisa del centro escolar, es el entorno de detección y reacción más cercano a la víctima y es el espacio adecuado para la educación y la concienciación. Por ello se impone un cambio radical de actitud. Al centro escolar no se le debe rendir ni pleitesía, ni agradecimiento por hacer su trabajo, se le debe exigir responsabilidad profesional. Y, si quien me lee se siente desatendido debe tomar rápidamente el camino de la inspección educativa, de los servicios sociales o de la Fiscalía, o todos ellos a la vez. La intervención tardía tiene costes en términos de pérdida de rendimiento académico y consecuencias psicológicas que se extienden a la vida adulta. No olvide que lo que está en juego es el resto de la vida de su hijo o hija. Y a veces, desgraciadamente esa vida podría ser muy corta.

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