Mis estudiantes no me dejan dormir
Son las 5.35 horas de la madrugada. Se cumplen 24 horas sin dormir, apenas breves cabezadas que no alcanzan a ser consideradas una siesta o un duermevela. De hecho, mi reloj digital ha medido una siesta de 50 minutos a la 1 de la madrugada y algo parecido a un sueño leve de 3 a 5. Un colega de Granada puede atestiguar que le recomendé por WhatsApp no dormir jamás aquí a las 2.30 y a las 4.26.
Como buen universitario que se precie aproveché el festivo del Nou d’Octubre para participar en el encuentro de la Red de investigadores en Inteligencia Artificial TELSECTAI y a seguir viaje para celebrar un curso sobre la materia en Granada. Me preocupa pensar en cómo será este último cuando en unas horas lo imparta. Mientras escribo estas líneas suenan voces y retumba el techo con los juerguistas que regresan. Ellos y ellas sí van a dormir. El perfil de edad y apariencia, desgraciadamente es de universitario. También lo es el día: noche del jueves, y son fechas poco propicias para un turismo que por estas fechas es de fin de semana.
Hace una semana que hice la maleta y me fui de casa expulsado por los estudiantes erasmus que alimentan la cuenta corriente de un inversor alemán. Esta es la realidad de las ciudades universitarias como Valencia y por lo que vivo esta noche, Granada. Pero no crean que éste sea un fenómeno que se limita a italianos, franceses y alemanes disfrutando del país, los locales no son menos. Pregunten a los vecinos de la plaza de Honduras.
Es el elefante en la habitación. Este es el día a día de un país que ha exportado su imagen de marca: es el paraíso en el que puedes hacer lo que quieras. Aquí serás feliz, se cena tarde y mal, se está de fiesta hasta las mil y quinientas y nadie te multa o te arresta. Para un profesor que se debe al ejercicio de la razón se hace verdaderamente complicado huir de generalizar y que los lectores confundan la parte con el todo. Es evidente que todos los y las estudiantes no hacen estas cosas. Pero no podemos huir de la realidad, esa parte de ellos que hoy no me deja dormir genera un grave problema de salud pública.
Me pregunto a cuantas personas habrán perturbado el sueño hoy. Entre las brumas del medio sueño desde el que escribo puedo imaginar a personas mayores que no han podido huir de sus barrios de siempre, hoy explotados por depredadores sin escrúpulos para el negocio inmobiliario. Para ellos dormir es crucial. La vejez viene las más de las veces acompañada de un equilibrio precario de enfermedades crónicas y comorbilidades. Puede que alguno de nuestros estudiantes sea la causa remota o directa de la degradación neuronal, o del futuro ictus o del infarto de la persona anciana que vive arriba, al lado o en la fachada de la plaza en la que celebra el botellón.
Pienso en escenarios de riesgo grave para muchas personas. Al fin y al cabo, a mí solo me espera impartir un seminario nefasto y asegurarme de estar atento al cruzar la calle. Bueno y no dormirme al transbordar en el AVE en Córdoba. Pero, ¿es posible que alguien que debe conducir mañana haya sufrido el mismo acoso que yo? ¿Cuántos profesionales de la salud comenzarán a las 8 un turno de 12 horas muertos de sueño con riesgo para la salud de los pacientes a los que atienden? Perdonen la crudeza, la mera posibilidad de que mañana una sola persona se encuentre en riesgo gracias al hedonismo narcisista de unos pocos me revuelve el estómago.
Pero esta reflexión puramente emocional, es la anécdota. La categoría es otra. En el presente inmediato debería preocuparnos lo que para estas personas representamos como país. Al parecer somos la tierra de promisión para borrachos de jueves o, en el mejor de los casos, fiesteros con la expectativa de una marcha que no para hasta las seis de la madrugada. Un país de camareros serviles en el que todo vale para alimentar un negocio que con no poca frecuencia nos da lecciones y nos recuerda que mantiene viva la economía. Un sector de comercio hostelero que prospera gracias a calles peatonales, jardines de 12 km, trenes y aeropuertos, que pagamos con los impuestos de todos. Y, en el caso de los estudiantes, de cada uno de los erasmus que me han expulsado de mi casa, quién me lea debe saber que ha financiado entre el 60 y el 80% del coste de sus estudios. Y hablamos de miles de euros por estudiante, millones de euros del dinero de todas y todos.
Sin embargo, hay algo que me da verdadero pavor. Mis erasmus no son cualquiera. Usualmente proceden de una escuela de negocios francesa y vienen a la Facultad de Economía. Están llamados a dirigir el mundo, o como poco a gestionarlo allí donde desarrollen su carrera profesional. ¿Qué clase de valores les inspiran? ¿Qué valores expresan? Cuando preguntas cuál es la política de convivencia vecinal que se les informa en sus universidades de origen, y en las de acogida en Valencia, te da la impresión de que o no existe o no produce efecto. ¿Cuál es el compromiso de la universidad con los vecinos cuando “sus estudiantes” son los que perturban la convivencia y la paz social?
Por otro lado, o la Policía Local, -y las demás-, carecen de efectivos o bien tienen otras prioridades. Es más, las ordenanzas sobre el ruido, la ocupación de la vía pública o la concesión o control de las licencias de actividad o no son eficaces o no se aplican. Y así, a la bien merecida fama de tolerantes hasta la estupidez se une la ausencia absoluta de esa coerción con música de Wagner de fondo que uno siente en cuanto pisa el suelo de cualquier país no latino de la Unión Europea.
Puede que desde la desesperación del insomnio no esté siendo justo e incluso mi percepción no sea la correcta. Precisamente por ello si yo fuera un político con aspiraciones de gobierno, o de continuar en él, me preocuparía y no poco. Hay un rumor de fondo, una rabia sorda que va penetrando en los vecindarios de nuestras ciudades. Igual, en las próximas elecciones se produce un voto irracional, bastará con que alguien proponga acabar con el turismo y la fiesta.
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