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Por qué los jueces de los ERE podrían haber prevaricado

Manuel Chaves y José Antonio Griñán, durante una de las sesiones del juicio.

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Desde el año 1966 hasta el 2017 he sido profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla. Hasta el 2014 como profesor ordinario. De 2014 hasta 2017 como profesor emérito, pero con la misma carga docente que tenía como profesor ordinario. También con la misma remuneración. Desde 2017 soy profesor honorario, que me permite estar incluido en el plan docente con la obligación de impartir clases, sin retribución de ningún tipo, hasta un máximo de dos créditos.

Antes de la entrada en vigor de la Constitución, era profesor de Derecho Político. A partir de su entrada en vigor, pasé a ser materialmente profesor de Derecho Constitucional, aunque formalmente solo empezaría a serlo en 1983, año en que con la Ley de Reforma Universitaria (LRU) los profesores de Derecho Político pudimos optar por serlo de Derecho Constitucional o de Ciencia Política. Pero desde el curso 78/79, e incluso desde los dos anteriores, ya explicaba Derecho Constitucional.

Siempre he dado clase en el primer curso de la licenciatura. Y en ese primer curso dedicaba la Lección Quinta a la “Interpretación de la Constitución”, que se centraba, como no podía ser de otra manera, en la diferencia que hay entre la “Interpretación de la Ley” y la “Interpretación de la Constitución”.

Obviamente, no voy a reproducir el contenido íntegro de la Lección, pero sí voy a referirme a un punto de capital importancia para explicar por qué considero que los jueces de los ERE podrían haber prevaricado.

Una de las diferencias esenciales entre la interpretación de la Ley y la interpretación de la Constitución consiste en que la Constitución tiene intérpretes privilegiados, mientras que la Ley no los tiene. 

La Ley la interpretamos los ciudadanos con nuestra conducta en condiciones de igualdad. No la interpretan los abogados y los jueces, sino que la interpretamos los ciudadanos. En la casi totalidad de los casos, el 98 o 99%, los ciudadanos hacemos una interpretación coincidente y no surge ningún conflicto. En un pequeño porcentaje no es así. Hacemos interpretaciones contradictorias con nuestra conducta de la ley y surge el conflicto, que, si no se resuelve amistosamente, acaba siendo residenciado ante un juez o tribunal. 

En el proceso mediante el cual se resuelve el conflicto intervienen los abogados y el juez o los jueces, si resuelve un órgano colegiado. Los abogados no interpretan la ley, sino que argumentan por qué la conducta de su representado es la que se ha mantenido dentro de lo previsto por la ley, mientras que ha ocurrido lo contrario con la conducta de la otra parte. El juez o tribunal tampoco interpreta la ley, sino que decide cuál de las dos conductas se ha mantenido dentro de lo previsto en la ley y cuál se ha puesto fuera de la misma. Quienes interpretan la ley son los ciudadanos. El juez decide, en caso de conflicto, cuál de las dos conductas interpretativas es la correcta. 

La Constitución, por el contrario, no la interpretamos los ciudadanos con nuestra conducta. No hay ni un solo problema que tenga un ciudadano que se lo resuelva la Constitución. Porque la Constitución no está para resolver problemas, sino para posibilitar que cualquier problema que se presente en la vida en sociedad pueda tener una respuesta política de una manera jurídicamente ordenada. La Constitución no resuelve ningún problema, pero sin ella no se resuelve ninguno.

El intérprete de la Constitución son las Cortes Generales. El intérprete del Estatuto de Autonomía, que es materialmente una norma constitucional, es el Parlamento de la Comunidad Autónoma. Es el intérprete exclusivo y excluyente. Nadie más que el Parlamento entra en contacto directo con la Constitución aprobando la ley correspondiente. Esa interpretación es vinculante para todos los operadores jurídicos sin excepción, con la única salvedad de que puede ser revisada por el Tribunal Constitucional. 

El Tribunal Constitucional no es en propiedad intérprete de la Constitución, sino revisor de la interpretación que ha hecho el Parlamento al aprobar la ley. 

Tanto la interpretación originaria por parte del Parlamento como la revisión de dicha interpretación por parte del Tribunal Constitucional se ejercen en régimen de monopolio. Nadie que no sean las Cortes Generales o el Parlamento de la Comunidad Autónoma puede hacer la interpretación originaria. Nadie que no sea el Tribunal Constitucional puede hacer la revisión de dicha interpretación.

Ante una ley vigente no declarada anticonstitucional por el Tribunal Constitucional, todos los operadores jurídicos sin excepción tienen la obligación de aplicarla. Los jueces y magistrados que integran el Poder Judicial, los primeros. 

No hay excepción a esta regla, como dejó claro el TC en la única ocasión en la que tuvo que enfrentarse a un caso en el que un tribunal, concretamente el Tribunal Central de Trabajo, dejó de aplicar una ley por entender que era contraria a la Constitución, sin detener el proceso y plantear la cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional (STC 23/1988): “El Tribunal Central de Trabajo ha venido a sustituir con su juicio el que este Tribunal Constitucional –de suscitarse la correspondiente cuestión—podría haber realizado, y a sobreponer, en definitiva, su potestad ejercitable sólo secundum legem, a la fuerza y al valor de la ley (arts. 117.1 y 163 CE y 5 LOPJ). Su decisión no ha sido, pues, una decisión fundada en Derecho ni ha respetado el límite constitucional del respeto a la ley. Procediendo así, sin suscitar cuestión de inconstitucionalidad, el órgano judicial ha resuelto más allá de su jurisdicción y ha desconocido su sujeción a la ley (art. 117.1 CE)…”

Esto, exactamente, es lo que han hecho la Audiencia Provincial de Sevilla y el Supremo en sus sentencias sobre los ERE: “no han respetado el límite constitucional del respeto a la ley”. Ambos tribunales repiten hasta la saciedad que el sistema de ayudas a través de las “transferencias de financiación” que se arbitró para hacer frente a los ERE era un sistema “ilegal”, a pesar de que tal sistema figuró durante diez años consecutivos en la Ley de Presupuestos de la Comunidad Autónoma. 

En el artículo 66.2 de la Constitución, al definirse las funciones de las Cortes Generales, se le atribuye “la Potestad legislativa y la Potestad presupuestaria”. Lo mismo hacen, aunque no con las mismas palabras, todos los Estatutos de Autonomía. Son potestades exclusivas y excluyentes. El Gobierno no puede penetrar en el Presupuesto. Únicamente puede impedir que se tramiten enmiendas que supongan “aumento de los créditos o disminución de los ingresos” (art. 134.6 CE). Esta es la única limitación que tienen las Cortes Generales o los Parlamentos de la Comunidades Autónomas para aprobar los Presupuestos.

Una vez aprobada, la Ley de Presupuestos tiene que se aplicada en los mismos términos en que lo ha sido. Y todo lo que en ella se contiene es “legal”. Es legal siempre, hasta que no se interponga un recurso ante el Constitucional y este decida que la Ley es anticonstitucional. Para poder decir que el contenido de una partida presupuestaria es “ilegal” es necesario previamente que el Constitucional haya declarado anticonstitucional la Ley de Presupuestos. La anticonstitucionalidad es el presupuesto inexcusable de la ilegalidad. Si una ley no es declarada anticonstitucional, todo lo que en ella hay es legal.    

Todo esto ha sido desconocido tanto por la Audiencia Provincial de Sevilla como por el tribunal Supremo. Con ello han sustituido la “voluntad general del Parlamento andaluz” por la suya propia, quebrando el principio de legitimidad democrática, que es lo que permite considerar que se habría podido prevaricar.

La prueba del delito de prevaricación está en la fundamentación jurídica de las sentencias, que son descabelladas. Las sentencias son tan extensas porque no pueden enfrentarse con que el punto de partida está en la Ley de Presupuestos. Se hace abstracción del “principio de legalidad” para poder calificar de “ilegal” un sistema de financiación que figura en la Ley de Presupuestos. A partir de ahí todo es cantinfleo jurídico. De ahí la enorme extensión de las sentencias.

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