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Lo que Pablo Casado no entiende

Rufián (derecha) y Sánchez (izquierda) antes de reunirse en Moncloa

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El Gobierno presidido por Pedro Sánchez tiene una enorme “fuerza pasiva”, en la medida en que no es posible con la composición del Congreso de los Diputados articular una mayoría alternativa que pueda desalojarlo de la presidencia del Gobierno. Una vez que fue investido, no puede ser destituido.

Esa “fuerza pasiva” es de alrededor de 200 escaños. Algunos más de los que votaron su investidura, ya que algunos parlamentarios, como los de JuntsxCat o los de la CUP, que no lo votaron, jamás votarían una moción de censura con un candidato del PP o de Vox. En varias de las leyes aprobadas en esta legislatura se ha hecho visible ese número de escaños superior al de la investidura: Presupuestos, la ley de eutanasia, la ley de educación o la ley contra el fraude constitucional por parte del Consejo General del Poder Judicial.

Quiere decirse, pues, que la fuerza de Pedro Sánchez como presidente, en contra de lo que piensan Pablo Casado y Santiago Abascal, deriva del principio de legitimidad y no del principio de legalidad. Es el único parlamentario que puede recibir la legitimidad democrática de la que es portador el Congreso de los Diputados. Es el único presidente “legítimo” posible con el resultado de las elecciones generales de 2019. Ese es el punto fuerte de su mandato.

Su punto débil radica en la dificultad de convertir ese principio de legitimidad en principio de legalidad, de transformar la “fuerza pasiva” en “fuerza activa”. A Pedro Sánchez no pueden echarlo, pero eso no quiere decir que los parlamentarios que no están dispuestos a echarlo, estén dispuestos a seguirlo en la acción de gobierno que él pretenda poner en práctica. Pedro Sánchez tiene que conseguirlo “partido a partido”.

El trabajo de Pedro Sánchez consiste en traducir su “fuerza pasiva” en “fuerza activa”. En esa tarea el resultado de las elecciones a la Asamblea de Madrid del pasado 4 de mayo es irrelevante. Sí lo es, por el contrario, la forma en que se acabe resolviendo la investidura en Catalunya. 

Esto es algo que tampoco ha entendido Pablo Casado. Desde la noche del 4 de mayo decidió que la legislatura estatal había entrado en vía muerta como consecuencia de un cambio de ciclo y que Pedro Sánchez debería disolver las Cortes Generales y convocar nuevas elecciones. Por mucho se empeñe no va a conseguir avanzar ni un milímetro. La Asamblea de Madrid y el Congreso de los Diputados son compartimentos estancos tanto política como jurídicamente. El Parlament y el Congreso de los Diputados lo son jurídicamente, pero no políticamente.

Pedro Sánchez tiene que intentar recomponer la relación que se fraguó en 2006 entre el Congreso de los Diputados y el Parlament de Catalunya, que permitió llegar a un pacto susceptible de ser refrendado por casi el 75% de los ciudadanos de Catalunya. Tiene que ser capaz de alcanzar lo que Andreu Mas Colell ha denominado un “espacio progresista amplio”, que permita ir desactivando todas las trampas que introdujo la mayoría absoluta del PP de los años de Gobierno de Mariano Rajoy en las relaciones entre Catalunya y el Estado.

La dificultad de la tarea es enorme, pero como dijo Manuel Azaña en 1932, en el debate en el Congreso de los Diputados del Proyecto de Estatuto de Autonomía de Catalunya, independientemente de que fuera difícil o fácil, la democracia española tenía que resolver el problema del autogobierno de Catalunya, porque, de lo contrario, sería ella misma la que no podría asentarse. El autogobierno de Catalunya es uno de los presupuestos de la democracia española. 

En esas estábamos en 1932. En esas continuamos estando en 2021. 

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